Juan Milián Querol | 29 de septiembre de 2021
Las excentricidades del tunante Puigdemont no lograrán romper la discreta entente entre los antiguos socios de tripartit.
Esta semana se produce el debate de política general en el Parlamento catalán. Los neoconvergentes loarán las últimas andanzas del pícaro Carles Puigdemont. La presidenta de la institución, Laura Borràs, ya le compara con Barack Obama y Angela Merkel. Sin rubor. Les republicanos, por su parte, intentarán que la aventura sarda no enturbie su relación cómplice con Pedro Sánchez. La mesa, en la que los independentistas se sientan y los socialistas se arrodillan, permanecerá puesta y preparada para seguir cercenando los derechos de los constitucionalistas. Y, en general, los catalanes seguiremos sufriendo la triste realidad.
Tras décadas de gobiernos nacionalistas y socialistas, Cataluña lidera los peores rankings autonómicos: número de barracones en las escuelas, listas de espera en los hospitales, gasto en propaganda y medios de comunicación, número de altos cargos y de organismos públicos, número de impuestos propios, fuga de empresas, deuda y corrupción. La malversación de las competencias autonómicas no es gratis; la decadencia es su precio.
Durante años la política catalana permaneció instalada en la falsa creencia de una independencia posible. Tanto en los platós de las televisiones como en las mesas de los hogares, se discutía sobre los beneficios y los costes de la separación de Cataluña del resto de España. Incluso los contrarios al secesionismo entraron -entramos- en el juego de debatir sobre una ficción: explicábamos cuánto caería el comercio interregional de consumarse la ruptura, el posible corralito a las cuentas bancarias, la extranjerización de nuestros amigos y familiares o el problema de los miles de tratados internacionales que deberían volverse a negociar desde una posición mucho más débil. Algunos de los costes se dieron sin independencia. La inestabilidad política y la inseguridad jurídica fueron suficientes para poner la quinta marcha al éxodo empresarial y bancario. El separatismo es carísimo, aunque no alcance su objetivo.
Públicamente juraban tocar el paraíso con la punta de los dedos. La paciencia era cuestión del pasado pujolista. Ahora tenían prisa. El mundo les miraba. La revolución estaba en marcha. Pero en la sala de máquinas del procés las conversaciones eran muy distintas a las proclamas públicas. La publicación de las intervenciones telefónicos a quienes por allí deambulaban nos ha descubierto que, algunas consejerías, ocultaban al entonces president la inexistencia de las denominadas estructuras de Estado. Como en la Cuba castrista, hacían ver que trabajaban (aunque ellos sí cobraban). Ebrios de utopías, caminaron a trompicones y se empujaron unos a otros hasta despeñarse por el precipicio judicial. Se mentían entre ellos y mintieron a toda la sociedad. No podían implementar ninguna república, por bananera que fuera, aunque sí buscaron reconocimientos internacionales y el estallido de un conflicto civil.
Hoy, cuatro años después, el discurso público vuelve a distanciarse de la realidad catalana. El actual govern está formado por Esquerra y Junts per Catalunya, pero el rencor entre los dirigentes de estos partidos es más profundo de lo que las declaraciones públicas dejan entrever. Es una relación de pura conveniencia. JxCat, mutación peronista de la antigua Convergència, necesitaba desesperadamente colocar a sus cuadros en los cargos de la Generalitat. Y Esquerra no se atrevía aún a romper la supuesta unión del independentismo por miedo a ser tachados de traidores o botiflers. Con estos mimbres, es lógico que el gobierno de Aragonès carezca de proyecto más allá de seguir pedaleando en la bicicleta procesista, aunque ahora alejen el horizonte insurreccional hasta 2030. Las diferencias entres socios son estratégicas e ideológicas, pero los motivos de odio son, sobre todo, partidistas y personalistas.
Con todo, y aquí reside la clave de la interpretación de esta legislatura, el pacto más sólido es el de Esquerra con los socialistas, el de una parte del gobierno y el de los supuestos líderes de la oposición. El govern no ha presentado una propuesta de presupuestos para el 2021, pero el PSC ya ha anunciado que está dispuesto a apoyarlos. Salvador Illa dice presidir un «gobierno alternativo», pero ni son gobierno, ni mucho menos alternativos. Es política de cartón piedra, como el Consell per la República de Puigdemont. De momento, el pacto entre Esquerra y socialistas funciona bien entre bambalinas, a la espera de salir al escenario. Las excentricidades del tunante Puigdemont no lograrán romper la discreta entente entre los antiguos socios de tripartit. Aquí también hay conveniencia. Sánchez consigue dormir unos meses más en el colchón de La Moncloa gracias a Esquerra, y esta conseguirá que el PSC le entregue los votos y los derechos de los constitucionalistas. Teatro del bueno, diría José Mourinho. Y una triste realidad.
Sánchez piensa que puede seguir engañando en todo y a todos sin consecuencias. La sociedad española puede ser pasota, y a menudo lo es, pero el número de tontos es mucho menor que el que cree Moncloa.
Igual que los indignados de Pablo Iglesias no quisieron proponer un proyecto sugestivo para toda la sociedad, tampoco lo harán los paranoicos de Pedro Sánchez. Y es que su único objetivo es dividir para vencer.