Luis Núñez Ladevéze | 07 de junio de 2019
Lo que muestra el proceso de Chernóbil es justamente lo contrario de lo que enseña en estos días el juicio en el Tribunal Supremo.
El juicio al llamado ‘procés‘ está ofreciendo una muestra diaria de lo que debe ser el Poder Judicial en una democracia digna de ese nombre. Pasamos diariamente por ello como si fuera un rito, una repetición de lo que sucedió el día anterior, porque el proceso es así, seriado e iterativo.
Es tan transparente y rotunda su dirección que también parecería algo sencillo. No lo es y tenemos que ir agradeciéndolo al juez Manuel Marchena y a quienes se sientan en el estrado, silenciosos, apuntando en tono bajo y cautelosamente algunas puntualizaciones delicadas, que podrían pasársele al presidente o que necesitaran un asentimiento del tribunal. Es una lección cotidiana de cómo ha de llevarse un juicio para dejar nítidamente trazada la línea que separa la función política de la judicial.
La democracia no es un acceso a la verdad. La política no es un medio para establecer verdad alguna
La última de estas lecciones fue la explicación a las pretensiones de la defensa de revocar el tiempo dedicado a la Fiscalía. No hace falta entrar en el detalle. Basta con retener la precisión de que no era el momento procesal para discutirlo, pues ya había sido objeto de deliberación en la fase prevista para ello. Cuando debió haberse planteado, no se hizo.
La discusión concluyó con la referencia del presidente del tribunal a los tiempos reiterativos de que disponía cada defensa para repetir el mismo alegato a distintos procesados, y del turno de media hora del que hubieran podido disponer si estuvieran en el tribunal europeo, en comparación con el que disfrutan de tres horas. El principio de autoridad del tribunal se refuerza a sí mismo cuando quien ejerce la potestas muestra una indiscutible auctoritas intelectual e independencia magisterial.
Contrasta la continuada secuencia del juicio con las constantes pretensiones de los políticos de condicionarlo a los intereses de la voluntad de poder electoralmente expresados. Basta con oír las declaraciones de Carles Puigdemont sobre lo que es un juicio democrático, las motivaciones de Quim Torra sobre los derechos del independentismo o los deseos de algunos políticos. Por mucho que se quiera, son cosas distintas. Y lo principal de la democracia estriba en que sean entre sí irreductibles.
Cuando se trata de declarar la verdad no valen versiones oficiales a las que el tribunal tenga que adaptarse
El estreno estos días de una serie de éxito excepcional ofrece una expresiva muestra de la diferencia entre la independencia del Poder Judicial y la cesión a las exigencias del Poder Ejecutivo interesado en supeditar un tribunal a sus requerimientos. Se trata de Chernobyl, un producto televisivo que ha merecido, con razón, una atención tan inesperada como impresionante.
Chernobyl es una serie distinta. Austera en la descripción, rigurosa en el detalle, parca en los decorados. Trata de plegarse con exactitud a los documentos y testimonios históricos para contar una historia que sería casi vulgar si no fuera por su trascendencia. Rehúye la ampulosidad de los trucos escénicos, prescinde de la escenificación digitalizada, sustituye el exhibicionismo por el intimismo, los grandes escenarios por una escenografía pálida y minimalista.
En el juicio a los principales causantes del desastre provocado en la central nuclear de Chernóbil, el tribunal que los juzga no busca conocer las verdaderas causas de la explosión, sino distribuir responsabilidades para acallar la debilidad de la industria soviética. La verdad oficial no puede admitir que la deficiente administración de la instalación tenia su origen en la impotencia de la industria soviética para mantener las condiciones indispensables de seguridad.
Lo que muestra el juicio de Chernóbil es justamente lo contrario de lo que enseña en estos días el juicio del Tribunal Supremo. Cuando se trata de declarar la verdad de los hechos, o de cómo se ajustan los hechos a las reglas, no valen versiones oficiales a las que el tribunal tenga que adaptarse.
La democracia no es un acceso a la verdad. La política no es un medio para establecer verdad alguna. Tampoco un modo de asegurar que el pueblo tenga razón. Naturalmente que el pueblo se confunde muchas veces. No existe una verdad democrática encarnada en un pueblo, en una nación, en una raza o en una clase social, se llame España o Cataluña, raza aria o proletariado, sistema o antisistema. El ejercicio democrático de la política no tiene como función imponer o descubrir verdad alguna, sino decidir aplicando reglas de convivencia entre programas contrapuestos y opiniones diferentes.
Ni la democracia es un tribunal ni un tribunal tiene que responder a intereses democráticos. Por eso hay que distinguir entre lo que corresponde al Poder Ejecutivo y lo que corresponde al Judicial. Suele decirse que las elecciones son un proceso de confirmación de lo que el pueblo quiere, entendiendo por “pueblo” lo que ha de entenderse de esta expresión cuando se trata de democracia: un conjunto de ciudadanos autónomos con capacidad de elegir a sus representantes para que adopten decisiones sobre asuntos discutibles en nombre de todos que obliguen a todos.
Nada lleva a presuponer que las elecciones sean un método para confirmar lo que el pueblo quiere si pueden ser también un método para saber lo que no quiere. El ciudadano no capta las consecuencias de su voto hasta después de haber votado. Valen tanto como oportunidad de rectificación de errores como de confirmación de aciertos. Cuando se trata de votar, los ciudadanos tienden tanto a confirmar como a rectificar. La verdad, entendida como reconocimiento de lo que ocurre, no puede decidirse por elección, porque es independiente de ella.
La miniserie de HBO denuncia los métodos de la Unión Soviética para ocultar el desastre nuclear y sirve de homenaje a quienes evitaron una tragedia mayor.