Pablo Nuevo | 02 de julio de 2019
Si el centro derecha no se arriesga a la batalla de las ideas, no aspirará al Gobierno nada más que cuando tenga que arreglar los estropicios económicos del socialismo.
Una vez terminado el ciclo electoral, la mayoría de los comentaristas coinciden en que en los próximos años el Gobierno de izquierdas (del PSOE solo, o con el apoyo explícito o implícito de Podemos y los nacionalistas) tiene más que ver con la fragmentación de la derecha que con la existencia de una gran mayoría social en ese espectro ideológico. De ahí que se sostenga que mientras no se reunifique en una única fuerza política todo lo que está a la derecha de la izquierda no será posible construir una alternativa con capacidad de ganar las elecciones y llevar a las instituciones un programa de gobierno reformista y liberal.
En este sentido, son muchas las voces que abogan por una convergencia de los distintos partidos de centro y de derecha en una fuerza política de centro, que aceptando los derechos sociales como grandes conquistas civilizatorias se diferencie de la izquierda por el reconocimiento del papel del mercado y el énfasis en las reformas que harán que sea sostenible el Estado del bienestar. A fin de cuentas, sostienen, no es posible defender los derechos sociales si no se genera la riqueza necesaria para poder pagar dichos derechos sociales.
Si el centro derecha no se arriesga a dar la batalla de las ideas, no podrá aspirar al Gobierno más que cuando haya que arreglar los estropicios económicos del socialismo
Sin embargo, a mi modo de ver, esta reflexión es incompleta y está condenada al fracaso.
De entrada, creo que es importante poner de manifiesto que la diferencia con la izquierda no está solo en cómo se genera la riqueza necesaria para pagar los derechos sociales, pues en mi opinión también es políticamente relevante el modo de realización de los derechos sociales. Una vez asumido que todos los miembros de la comunidad política deben tener acceso a determinados bienes necesarios para la realización personal (educación, sanidad, etc.), no es indiferente si el mismo debe ser consecuencia de una prestación proporcionada por el Estado (Estado del bienestar), o si lo que corresponde a las instituciones públicas es garantizar que tenga lugar dicho acceso, dejando espacio para el dinamismo social (Estado garante en clave de subsidiariedad).
Con todo, no es esta la mayor de las dificultades para reagrupar todo lo que está “a la derecha de la izquierda”; a la anterior hay que sumar dos cuestiones que, en mi opinión, son relevantes.
En primer lugar, una fuerza de centro derecha debe ser capaz de articular una defensa de España como algo más que un espacio de disfrute de derechos individuales. Es cierto que la idea moderna de nación va ligada al reconocimiento de todos los ciudadanos como individuos libres e iguales y, por tanto, no puede haber nación política sin derechos individuales, pero no puede olvidarse que la nación subsiste en una comunidad histórica y cultural.
En este sentido, sin necesidad de caer en el casticismo histórico de determinadas opciones políticas, es preciso articular un discurso patriótico racional. Por si vale el ejemplo: frente al mito de la España de ciudadanos libres e iguales con origen en 1812, el centro derecha debe construir la casa común con aquellos que subrayan que 1812 fue posible por 1808, arrebato de dignidad de una vieja nación occidental, forjada a lo largo de siglos de historia en común.
En una sociedad plural, el centro derecha debe ser capaz de alejarse de las visiones uniformizadoras
La segunda dificultad para agrupar el centro derecha viene de la constatación de que la izquierda actual es muy distinta a la de Felipe González. No solo porque la nueva izquierda cuestiona activamente el proceso de reconciliación nacional que culmina en la Transición y la Constitución, sino porque se trata de una izquierda que ha hecho bandera de la identidad, llevando al centro del debate público –y de su acción de gobierno en las instituciones- cuestiones claves de la identidad que afectan a la libertad ideológica (género, memoria histórica hemipléjica, etc.).
Es cierto que se trata de cuestiones sobre las que la sociedad española, incluyendo a quienes se reconocen de centro derecha, mantiene posiciones plurales. Pero, precisamente porque se trata de cuestiones controvertidas en una sociedad plural, el centro derecha debe ser capaz de alejarse de las visiones uniformizadoras que en estos ámbitos defiende la izquierda, y distinguir entre el reconocimiento de la libertad de las personas y el adoctrinamiento a quienes no compartan las opciones que, en ejercicio de esa libertad, asuman determinados individuos.
Y es que no podrá haber reagrupamiento del centro derecha sin lealtad recíproca. Tanto el mundo conservador como el mundo católico deben ser conscientes de que sus objetivos solo podrán ser alcanzados en un marco de libertad. Frente a la tentación y al espejismo de un poder burocrático benefactor, deben aprender cómo la libertad económica no solo favorece la eficiencia, sino que conlleva una mejora del ecosistema moral de la sociedad, pues traslada a los ciudadanos el mensaje de que las necesidades de los demás son competencia de todos, no de una máquina burocrática.
Tanto el mundo conservador como el mundo católico deben ser conscientes de que sus objetivos solo podrán ser alcanzados en un marco de libertad
Revitalización de los principios de subsidiariedad y solidaridad que al mismo tiempo alienta el fortalecimiento de la familia, primera unidad social de solidaridad, y que permite a los católicos, expertos en solidaridad, concurrir en el espacio público en tono positivo y no meramente reactivo. Además, estas tradiciones deben recordar que el cosmopolitismo abstracto destruye los vínculos naturales y las instituciones socialmente valiosas, tanto o más que el relativismo progresista, por lo que no pueden desentenderse de la suerte de la Nación española.
Por su parte, el mundo liberal debe ser consciente de que la libertad no puede desarrollarse en el vacío. La experiencia de la Europa de las últimas décadas demuestra cómo el debilitamiento de los vínculos sociales no ha generado un individuo más autónomo, libre al fin de la moralidad tradicional, sino un agigantamiento de la máquina estatal. Un orden social individualista, desconectado de las exigencias morales que plantea la vida comunitaria y de las instituciones intermedias en que estas pueden ser aprendidas y vividas, reduce la vida política a la maximización del bienestar material en el corto plazo.
Al huirse de la responsabilidad personal, se confía que sea el Estado quien procure a los ciudadanos todo lo necesario para vivir de modo confortable, desde la cuna a la tumba. El intervencionismo económico que padece Europa está en relación con su crisis cultural. De modo análogo, esta tradición liberal tiene que asumir que únicamente en un espacio cultural concreto, a escala humana e históricamente configurado, es posible el disfrute de los derechos individuales. No se trata de sacrificar la libertad a la identidad, sino de que solo donde hay un mínimo de identidad compartida es posible organizar la convivencia en libertad.
Es evidente que lo que aquí se propone es, en cierto modo, contracultural. Pero si el centro derecha no se arriesga a dar la batalla de las ideas, impugnando una cultura que ha sido completamente modelada por la izquierda, no podrá aspirar al Gobierno más que cuando –y solo mientras que- haya que arreglar los estropicios económicos del socialismo.
Una sangría de 6.5 millones de electores que engrosan las filas de Ciudadanos y VOX.