Juan Milián Querol | 02 de octubre de 2019
El Gobierno de la Generalitat de Cataluña ha sobrepasado toda barrera moral al pedir la libertad de siete activistas acusados de terrorismo.
Las inseguridades y los tribalismos posmodernos están partiendo las sociedades occidentales y tensionando la política hasta tal punto que izquierdas y derechas han implosionado. Los pedazos ideológicos se van recomponiendo y realineando, creando sistemas de partidos cuyas coordenadas pocos esperaban ver resurgir a estas alturas de la historia. Quién iba a decir que en pleno siglo XXI nos tocaría volver a defender los principios más básicos de la democracia e, incluso, de la civilización. En realidad, estábamos avisados: los fundamentalismos religiosos y nacionalistas caracterizaron el cambio de milenio.
Existían voces de alarma y conflictos en el corazón de nuestro continente, pero aquellos también eran los días de vino y rosas anteriores al estallido de la crisis financiera y la brújula moral andaba algo estropeada. Además, los enemigos de la democracia venían camuflados. Siempre se disfrazan de pueblo y su retórica democrática, tan radical como espuria, es seductora para todos aquellos que, indignados o encantados de haberse conocido, ignoran la importancia de la libertad, hasta que la pierden.
Sí, nos enfrentamos a enemigos íntimos de la democracia, aunque ninguno de ellos se reconozca como tal o quizá no lo sepa. Son enemigos de la democracia, ya que pretenden destruir todos sus cimientos: el Estado de derecho, la separación de poderes, el constitucionalismo, las libertades individuales y el pluralismo. Y son fácilmente reconocibles, porque continuamente repiten en voz alta que ellos son la democracia. Deben autoconvencerse, porque no se necesita ser Tocqueville para descubrir que lo que en el fondo defienden es la tiranía de la mayoría, la peor de todas, la que destruye al individuo hasta en lo más profundo de su ser.
Esa pulsión siempre ha estado ahí. “Supongamos que las elecciones son libres e imparciales y que los elegidos son racistas, fascistas y separatistas”, dijo el diplomático estadounidense Richard Holbrooke refiriéndose a Yugoslavia. Es el dilema que Fareed Zakaria diseccionaba en El futuro de la libertad, donde concluía que, en los últimos tiempos, “la democracia florece, mientras que la libertad no lo hace”. Sin embargo, cuando muere la libertad, a la democracia le quedan dos telediarios. Pueden ser contradictorias, pero libertad y democracia son indisociables. Se necesitan para sobrevivir.
Es lo que sufrimos hoy en Cataluña. Igual que la mafia del tres por ciento impartió lecciones de ética durante décadas, ahora el nacionalismo más excluyente también pretende darlas de democracia desde el mismo balcón de la Generalitat. Justifican a menudo y relativizan siempre el señalamiento de comercios con pintura, las coacciones a jueces y fiscales, las agresiones a policías y periodistas, los ataques a sedes de partidos políticos, la totalización del espacio público con simbología nacionalista, el uso de los edificios públicos para la propaganda partidista, la ocupación de infraestructuras vulnerando la libertad de circulación y un largo etcétera que ha culminado con los sucesos del pasado pleno en el Parlamento catalán.
Durante demasiado tiempo hemos visto a políticos nacionalistas aplaudir, abrazarse y emocionarse con condenados por terrorismo. Así, etarras y fundadores de Terra Lliure se han paseado y blanqueado por TV3 y las instituciones catalanas; pero la semana pasada cruzaron líneas rojas, rubicones y todo límite moral al exigir la puesta en libertad de siete activistas acusados de terrorismo y la expulsión de la Guardia Civil de Cataluña.
Ni separación de poderes, ni Estado de derecho; de España solo les gusta la kale borroka. Cánticos de “libertad, libertad” se escucharon en el parlamento a favor de quienes podrían haber cercenado, no solo la libertad, sino también alguna vida. Dos ya han confesado haber fabricado y probado explosivos. Tenían planos y manuales. Sin embargo, todos los partidos nacionalistas, todos, se han puesto del lado de la Goma-2 y en contra de la democracia, porque han tenido la oportunidad de condenar cualquier tipo de violencia, pero el odio ha superado cualquier consideración estratégica.
Podrían haberse desmarcado y vender dosis de supremacismo, como tan bien saben, proclamando que, a diferencia del resto de la humanidad, ellos son gent de pau. Pero no. No solo son fanáticos, también se han mostrado estúpidos. Y eso les hace muy peligrosos al quedar desconectados de toda racionalidad. Ya no tienen contención. Ay. Si el mundo mirase, como tanto les gustaría a esos narcisistas, vería a unos separatistas estratégicamente desorientados y éticamente perdidos. Y es que nunca en Europa, desde la Segunda Guerra Mundial, un parlamento había caído tan bajo.
Hoy hemos visto en el Parlament al presidente de la Generalitat aplaudir y gritar "libertad" para los acusados de terrorismo que hoy han ingresado en prisión preventiva. Por muy separatista que uno sea, solo un fanático peligroso puede hacer eso. Su degradación moral es infinita. pic.twitter.com/nKqPd3Yv5W
— Nacho Martín Blanco (@Nmartinblanco) September 26, 2019
Algunos diputados nacionalistas callaron durante la ignominia. Quizá eran conscientes de la magnitud del error; quizá sintieron, durante un segundo, un atisbo de vergüenza. No fue el caso del presidente Quim Torra. Otrora pidió a los CDR que apretaran y ahora ha ligado su futuro al de las facciones más radicales y violentas. Siente la comodidad psicológica del fanático, la del que se inventa teorías de la conspiración para no dudar de sus creencias. Para él todo es un montaje del Estado. Y si los detenidos hubieran llegado a usar sus explosivos allí donde marcaban sus planos, también lo habría sido. De este modo, Torra, los que le cantaron y los que otorgaron callando han dado cobertura política a los que estos días claman “pim, pam, pum, que no quedi ni un”. Lo que no quedará será paz, libertad y democracia.
Así pues, el dilema en Cataluña, como en gran parte del orbe occidental, pero aquí de una manera más exagerada y angustiosa, está entre favorables y contrarios a la democracia. El nacionalismo catalán, tanto el de izquierdas como el de derechas, ya ha decidido en qué lado de la historia quiere estar, del que ataca a uno de los Estados más modernos y descentralizados del mundo, para convertir su tierra, antes rica y admirada, en un páramo económico y moral. Han malversado la autonomía y han desprestigiado las instituciones. Se han situado claramente contra la democracia. Y la democracia tiene el derecho y la obligación de defenderse.
No es hora del esnobismo equidistante de los que creen que el imperio de la ley es antipático. El futuro de la democracia depende de su capacidad para frenar a los fanáticos, pero también de cortar el grifo a los cínicos que han hecho del nacionalismo un modo de vida. El Estado debe controlar y asegurar que ni un euro público vaya destinado a dinamitar la democracia; y los partidos constitucionalistas en Cataluña deben cooperar hoy para no lamentarse mañana. Rasgarse las vestiduras y las sobreactuaciones no sirven de nada si en ayuntamientos y diputaciones se pacta y se gobierna con los enemigos de la democracia.
Juan Milián Querol (Morella, 1981) es politólogo y político. Escribe en diferentes medios como The Objective y la edición de ABC en Cataluña. Su último libro es El acuerdo del seny. Superar el nacionalismo desde la libertad (Unión Editorial). Ha sido diputado del Parlamento catalán durante tres legislaturas y, actualmente, es coordinador general de Estrategia Política del PPC.
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