Juan Serrano | 17 de octubre de 2019
A fuerza de tener la mirada fija en lo urgente, ya sean las nuevas elecciones, el desafío catalán o algo similar, corremos el riesgo de alejarnos de lo real.
En realidad, da igual cuándo leas esto. Aunque es cierto que este octubre es un mes especialmente intenso: primero, la conmemoración del aniversario del 1-O y de la proclamación de la República catalana. Segundo: la sentencia del juicio del procés y las acciones del Govern y de parte de la sociedad catalana a raíz de la misma. Tercero: el acecho de la campaña electoral. Unos a otros, de ambas orillas, se lanzan a la cabeza la cuestión catalana con la principal intención de arañar un puñado de votos.
Parece evidente que una especial atención a Cataluña está justificada en estos momentos. Y, sin embargo, la “cuestión catalana” lleva abriendo telediarios muchos años. Y no solo telediarios. Los partidos independentistas catalanes, con una representación minoritaria en el Congreso de los Diputados, tienen el poder —que nosotros les hemos concedido— de condicionar la vida política de España. Pareciera que todo en España gira alrededor de Cataluña en una crisis continua que requiere de programas especiales, directos, editoriales y que centraliza todas las tertulias políticas de televisión y radio.
Ese sentido de urgencia respecto de lo que sucede en la esquina noroccidental de la península quiere obligarnos a tener el rostro siempre vuelto hacia allá, produciéndonos una tortícolis que bien pudiera haberse ya cronificado.
El fin de semana del 12 y 13 de octubre prometía algo de tranquilidad, pero se trataba solo de la calma antes de la tormenta. El sábado día 12 toda la prensa venía llena de filtraciones de la sentencia. A partir del lunes 14, toda España está pendiente de los movimientos del Govern en respuesta a la sentencia del procés. Incluso el Fútbol Club Barcelona, que ha emitido un comunicado afirmando entre otras cosas que “la prisión no es la solución” —cosa que, creo, a todo el mundo le resulta más que evidente—. Ni siquiera Franco, aunque sea solo por una vez, es capaz de ganar la partida de la actualidad.
Lo más grave, sin embargo, no es el dolor de cuello. Es lo que nos perdemos al no mirar el suelo donde pisamos. A fuerza de tener la mirada fija en lo urgente corremos el riesgo de alejarnos de lo real. Nadie —de los que toman decisiones— parece preocuparse por una crisis diferente, que quizá esté en la base de lo que está sucediendo no solo en Cataluña, sino en todas partes: la pérdida de conciencia de quiénes somos. La crisis del nacionalismo no es sino el síntoma de algo anterior y más profundo: la creencia moderna de que nosotros somos los constructores de la realidad y de que nuestra libertad es capaz de generarla.
La tradición occidental ha sido ajena a esta idea, que hoy día parecen profesar todos los demócratas —nacionalistas o no o, quizá, nacionalistas de un lado y del otro—. Y no solo el Occidente premoderno; todas las grandes sociedades antiguas han tenido siempre como referente algo distinto a sí mismas o a su capacidad constructiva. Donoso Cortés lo refiere de este modo: «Todas las legislaciones de los pueblos antiguos descansan en el temor de los dioses». Y después da cuenta de las consecuencias del olvido de los dioses: «Para aquellas sociedades que abandonan el culto austero de la verdad por la idolatría del ingenio, no hay esperanza ninguna. En pos de los sofismas vienen las revoluciones, y en pos de los sofistas los verdugos».
Parecen cumplirse proféticamente estas palabras de Cortés: hoy, la única fuerza para resistir el nacionalismo catalán pasa por la generación ingeniosa de un relato opuesto que se imponga. Las referencias a una tradición común son en ocasiones repetidas como consignas pero no son creíbles porque no pasan de la categoría de sofismas.
Y es que las certezas que fundamentaban la convivencia parecen haber caído y no hay ya conexión entre el “yo” y el “nosotros”. Incluso entre los que se empeñan en la defensa de un pueblo —sea este el que sea— lo hacen muy a menudo a partir de consignas externas, repitiendo eslóganes y siempre contra otros. Es una historia vieja, sí, pero hay que decir una cosa importante: no siempre ha sido así. Lo occidental había alcanzado una conciencia de la fraternidad —no desde luego la del XVIII— que no procedía de un esfuerzo popular por la unidad sino del reconocimiento concreto del otro como un bien.
A alguien le pareció algún día, no hace mucho, que la democracia podría sostener mejor que ningún otro sistema nuestra convivencia. Pero cuando el ideal no es el de la fraternidad, ni siquiera el de la solidaridad, sino el de la tolerancia, no es posible un verdadero «vivir con el otro». Como máximo prevalece un freno a las conductas más destructivas en función de la ley, esto es, siempre heterónomo. La actualidad informativa de hoy es quizá la prueba de su insuficiencia.
La emancipación y la exaltación de la libertad como valor absoluto han traído, sin duda, progreso económico y social a occidente. Y a la vez lo han asesinado lentamente. Prevalece una desconexión no ya entre unos y otros, sino entre cada uno y su yo más profundo. Un alejamiento del yo, del verdadero rostro de nuestra humanidad y de sus deseos más verdaderos.
Y, sin embargo, aquí y allá surgen ejemplos de que es posible algo distinto y de que es, en última instancia, imposible silenciar al menos un deseo fundamental: el de una relación verdadera que nos permita ser nosotros mismos, alcanzar nuestra verdadera estatura. Esto sí es urgente, aunque no domine la actualidad. Cuando aparecen delante de nuestros ojos estos pocos que están despiertos y que no se dejan engañar —los que no tienen tortícolis y miran el suelo en el que pisan y a sus compañeros de camino reconociendo que no podemos sostenernos solos— necesitamos seguirlos. Quizá despertaríamos y descansaría nuestro cuello si por un momento nos fijáramos más en estos testigos. Quizá esta sea nuestra única esperanza.
Tenemos una gran soledad que nos impide vivir el presente como una oportunidad constante de novedad.
El Gobierno de la Generalitat de Cataluña ha sobrepasado toda barrera moral al pedir la libertad de siete activistas acusados de terrorismo.