Amando de Miguel & Francisco Alonso | 24 de octubre de 2019
Se dice que la salida de Franco del Valle de los Caídos es un triunfo de la democracia y el cierre definitivo de viejas heridas. La realidad parece bien distinta.
En principio, la exhumación de los restos de Francisco Franco se vende políticamente como una afirmación del proceso democrático, como un signo de su victoria. Pero la sospecha es que tal operación se realiza más de cuarenta años después de iniciada la Transición democrática. Ya es extraño que no la hayan llevado a cabo los sucesivos Gobiernos de la UCD, del PP y del PSOE. Es decir, se trata de un acto más de propaganda o, al menos, cabe que muchos españoles así lo piensen. La democracia va por otro lado.
La noticia de la famosa exhumación, o mejor, desentierro, tiene un alcance mundial, por lo exótico del caso. Ya se sabe, las cosas de la romántica España. Pero entonces no se entiende por qué se lleva a cabo en secreto, como algo privado; tanto es así que no se deja que estén presentes durante el proceso de exhumación los medios de comunicación. En una democracia, las decisiones de importancia pública no deben mantenerse de forma sigilosa. A no ser que con ello se quiera ensalzar el carácter mítico de la figura de Franco, que es realmente lo que está ocurriendo.
El desentierro -y posterior reentierro donde quiere el Gobierno- pretende acabar con el símbolo del Valle de los Caídos, una especie de tumba del soldado desconocido para los fallecidos en la Guerra Civil. Pero se consigue lo contrario. Se pretende que el Valle de los Caídos sea solo un recuerdo para los fallecidos durante la Guerra Civil. Por eso, de momento nadie está en contra de que se retiren los restos de José Antonio Primo de Rivera. Pero con ello se admite tácitamente que este fue una víctima de la Guerra Civil. Es una forma de decir, implícitamente, que se condena la decisión de fusilar al fundador de Falange Española por parte del Gobierno del Frente Popular de 1936, reavivando la división ideológica que condujo a la Guerra Civil.
Extrañamente, el citado mausoleo contiene pocos símbolos del bando nacional o franquista, pero los mismos que desentierran a Franco no parecen interesados por tales símbolos. Y oficialmente, se quiere que sea un símbolo de los muertos en los dos bandos de la Guerra Civil. Pero resulta que allí se hallan enterradas otras muchas personas que fallecieron después de la guerra: los monjes de la abadía, personas que voluntariamente testaron para que sus restos fueran trasladados a ese lugar. En buena lógica, habría que desenterrar también todos esos cadáveres. No parece que vaya a ser una decisión muy popular. Sigue siendo una falta de respeto que el Gobierno decida dónde hay que enterrar a una persona. No es una práctica democrática por lo que tiene de violación de los derechos humanos más elementales.
Detrás de la pintoresca decisión del desentierro de Franco late la presunción de que de esa forma no se va a homenajear al caudillo. Sin embargo, trasladado el féretro a un cementerio cercano a Madrid, lo más probable es que arrecien los homenajes espontáneos. La peor paradoja es que el citado desentierro pretende ser un motivo para la definitiva reconciliación de los españoles, divididos por una guerra de hace 80 años. Ya es extraño que se haya esperado tanto tiempo para una decisión de tal calibre histórico. Tanto es así, que lo más probable es que se trate de un motivo último para la infausta separación de los españoles en dos bandos irreconciliables. Habría sido mucho más honrado trasladar allí los restos de algunos fallecidos en el bando republicano durante la guerra; por ejemplo, Buenaventura Durruti, líder anarquista, muerto el mismo día que fusilaron a José Antonio, bien accidentalmente o presuntamente por un comunista.
La decisión del desentierro de Franco la encuadran en un marco de aclamación de Pedro Sánchez en las próximas elecciones. Sin embargo, puede que se consiga el efecto contrario.
En conjunto, toda la singular manipulación se presenta como algo propio de una democracia europea, pero en la realidad pasará a la historia como un revuelto episodio propio de un disimulado interés partidista. Mark Twaín nos diría para este episodio: “Es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada”.
Las dictaduras de Franco y Salazar coincideron en la península Ibérica y marcaron gran parte del siglo XX.
Programa especial con la intención de reseñar los libros que, en los últimos años, han aportado novedades en el estudio de la Guerra Civil.