Javier Arjona | 27 de octubre de 2019
La sentencia del Tribunal Supremo sobre el «procés» trae a la memoria episodios pasados que se vivieron en Cataluña en la primera mitad del siglo XX.
En el periodo conocido históricamente como Crisis de la Restauración, cuyo comienzo algunos investigadores sitúan en 1909 con la caída de Antonio Maura tras los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona y que finaliza con el golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera en 1923, se inició en Cataluña la denominada Campaña Autonomista impulsada por la Lliga Regionalista de Francesc Cambó. Con unos antecedentes que hay que buscar en la creación de la Mancomunidad de Cataluña bajo el Gobierno de Eduardo Dato en 1914, aquella Campaña Autonomista que buscó la concesión de un Estatuto de Autonomía comenzó a tensar la cuerda de un incipiente soberanismo en el año 1918, siendo Manuel García Prieto el presidente del Consejo de Ministros.
El primer proyecto de bases para un futuro estatuto autonómico, redactado en Cataluña por una comisión mixta de parlamentarios regionalistas y de miembros de la Mancomunidad, definía unas amplias competencias que dejaban al Estado un papel menor en el gobierno de la región. El acalorado debate parlamentario en las Cortes fue escenificado por Niceto Alcalá-Zamora, entonces portavoz del Partido Liberal en la Cámara Baja, y Francesc Cambó, el líder catalanista que había sido ministro en el Gobierno Nacional de Maura y que ahora defendía con vehemencia un proyecto que incumplía la vigente Constitución de 1876. Al hilo de la dualidad del gerundense, fue cuando el cordobés le espetó en el Congreso la célebre frase: «No se puede ser a la vez Bolívar de Cataluña y Bismarck de España».
Aquel proyecto fue rechazado, y tras varias idas y venidas, acabó definitivamente aparcado en 1919 en un momento en que repuntaba la conflictividad social, en Barcelona se expulsaba a las autoridades civiles representantes del poder central y las Cortes rechazaban los nuevos presupuestos, obligando a la dimisión del conde de Romanones. Alvaro Figueroa había sustituido al marqués de Alhucemas al frente del Gobierno tras la presentación del proyecto de bases catalán, y también acabó desgastado tras el enconado debate autonomista y la encendida reacción del nacionalismo español en contra de Cataluña. La cuestión quedó en suspenso durante varios años, adormecida durante la dictadura de Primo de Rivera, hasta la llegada de la Segunda República el 14 de abril de 1931.
La segunda andanada del soberanismo catalán llegó precisamente el mismo día en que se proclamaba la República en los distintos ayuntamientos de toda España. Aprovechando el delicado momento político, Francesc Maciá, dirigente de Ezquerra Republicana de Cataluña, proclamaba la República Catalana desde el balcón del Ayuntamiento de Barcelona en la Plaza de San Jaime, desmarcándose de un acuerdo previo suscrito en el Pacto de San Sebastián, en el que había establecido que se redactaría un Estatuto en Cataluña para ser sometido al plebiscito de ayuntamientos y ciudadanos, antes de ser debatido en las Cortes Constituyentes. La visita relámpago de varios ministros del Gobierno Provisional acabó disuadiendo a Maciá, que renunció a la declaración soberanista a cambio de aquel proyecto estatutario que finalmente fue recortado para acomodarse a la nueva Constitución de 1931.
A partir de estos antecedentes nacionalistas, el mayor desafío unilateral al Estado de derecho llegó en Cataluña en el año 1934, en el marco de la Revolución de Octubre, la estrategia insurreccional por la que el PSOE de Francisco Largo Caballero buscaba recuperar el poder perdido en las últimas elecciones generales. Aprovechando de nuevo un complicado momento social y político en el que en el norte de España se vivía un preludio de la Guerra Civil, Lluis Companys, líder de ERC y sucesor de Maciá al frente de la Generalidad, proclamaba el Estado Catalán dentro de la República Federal Española como «reacción a las fuerzas monárquicas y fascistas que habían asaltado en poder«. El Estatuto de Autonomía fue inmediatamente suspendido por el Gobierno central que presidía Alejandro Lerroux, y el presidente de la Generalidad y sus consejeros fueron juzgados por rebelión y condenados a 30 años de cárcel, además de ser inhabilitados para ocupar un cargo público.
He aquí el singular paralelismo con los hechos acaecidos en octubre de 2017, cuando el Parlamento de Cataluña aprobó una Declaración Unilateral de Independencia. De manera similar a como había sucedido en 1934, el Gobierno catalán fue cesado y, en virtud de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, la autonomía quedó restringida y en manos del Gobierno central. Varios dirigentes políticos catalanes huyeron entonces fuera de España, y aquellos que se quedaron fueron encarcelados para ser juzgados por el Tribunal Supremo. Varios meses más tarde, se acaba de conocer la sentencia por la que los independentistas responsables de aquellos hechos han sido condenados, por delitos de sedición y malversación de fondos públicos, a penas que oscilan entre 9 y 13 años.
Así pues, la historia se repite en Cataluña. Si en 1934 los responsables políticos de la Generalidad fueron condenados a 30 años por rebelión, en esta ocasión la sentencia ha sido más benévola al quedarse el delito en sedición, con penas de hasta 13 años para el caso de Oriol Junqueras. En aquella Segunda República, Companys y sus consejeros acabaron siendo indultados tras la llegada del Frente Popular al Gobierno en febrero de 1936, en un ambiente de crispación política y social que pocos meses después provocaba el inicio de la Guerra Civil española tras el asesinato de José Calvo Sotelo. En los próximos meses, veremos si también los líderes independentistas catalanes, por motivos e intereses políticos, acaban siendo indultados como lo fueron en 1936.
El Gobierno de la Generalitat de Cataluña ha sobrepasado toda barrera moral al pedir la libertad de siete activistas acusados de terrorismo.
A fuerza de tener la mirada fija en lo urgente, ya sean las nuevas elecciones, el desafío catalán o algo similar, corremos el riesgo de alejarnos de lo real.