Pablo Casado Muriel | 10 de noviembre de 2019
Nacionalismo, izquierda radical y grupos antisistema se dan la mano en Cataluña para desatar la violencia. ¿Por qué no llamar a las cosas por su nombre?
Jueces, políticos y personalidades catalanas no independentistas amanecen con sus casas marcadas de forma amenazante: fascismo. Grupos de supuestos estudiantes bloquean el acceso a la universidad e impiden a otros jóvenes acudir a clase: fascismo. Decenas de encapuchados con manual de instrucciones encabezan violentos enfrentamientos contra la Policía en las calles de Barcelona: fascismo.
Nada de lo anterior rechina cuando lo leemos y, sin embargo, los protagonistas de todas estas acciones se tienen a sí mismos por combatientes del fascista y opresor “Estadoespañol”. En las protestas estudiantiles encontramos frecuentemente simbología comunista; los grupos violentos que lanzan adoquines contra la Policía están formados por células antisistema, anarquistas y anticapitalistas… ¿Por qué hablamos entonces de fascismo?
En sentido estricto, los fascistas eran los seguidores de Mussolini en Italia, como explica el profesor de Filosofía del Derecho y Política de la Universidad CEU San Pablo Armando Zerolo. En la Guerra Civil española el término se utilizó de forma propagandística para referirse al bando nacional y será finalmente Stalin quien, tras la Segunda Guerra Mundial, “indicó que se dejase de llamar a los nazis nacionalsocialistas, porque ese apellido indicaba un parentesco común con el socialismo internacionalista. Así, los rusos cambiaron su DNI y pasaron a ser comunistas, y los nazis pasaron a ser fascistas”.
Si dejamos algo de espacio a la simplificación de conceptos, podemos decir que la violencia fascista estará protagonizada por grupos de extrema derecha, neonazis, etc. y ya hemos visto que en Cataluña la agresividad viene de la mano, mayoritariamente, de grupos radicales de izquierdas que “aprovechan cualquier ocasión para imitar a la kale borroka”, como resume el politólogo Juan Milián. Volvemos a nuestra pregunta: ¿por qué hablamos entonces de fascismo?
El fascismo se ha convertido en una de esas palabras mágicas de las que habla el profesor Gabriel Galdón a la hora de exponer las técnicas de manipulación periodística en su libro Infoética. Un concepto reduccionista que nos evita profundizar en la relación entre el nacionalismo burgués catalán y esos grupos antisistema y de izquierda radical que han convertido las calles de Cataluña en zonas de guerra. Ambos buscan su propio beneficio, explica Milián, los independentistas quieren “el control en Cataluña” y la izquierda radical, “quebrar la Constitución del 78”.
Conseguida la unanimidad en cuanto a la condena de la violencia fascista, algo que ha reducido a estos grupos a una completa marginalidad, es el momento de hacer lo propio con la izquierda radical y antisistema, esa que protagoniza todos los actos que repudiamos en Cataluña.
Luis Núñez Ladevéze, periodista y escritor, apunta que el marxismo habla de que hay una violencia que “es admisible porque su finalidad es un ideal democrático de igualdad”, pero recuerda que se ha demostrado cómo esa idea utópica ha fracaso.
La propia Cataluña es testigo de ese hecho y el historiador Javier Arjona trae a la memoria aquel mayo de 1937 cuando se desató la guerra “entre el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) y algunos sectores anarquistas, por un lado, y los comunistas y el Gobierno de la Generalitat, por el otro”. Unos sucesos que narró en primera persona George Orwell en Homenaje a Cataluña.
Ante ese fracaso de la violencia, retoma Luis Núñez Ladevéze, los marxistas “le asignan el nombre de fascismo para no sentirse aludidos”.
También se podría hablar de violencia nacionalista para fortalecer el escarnio público de una opción política que ha decidido volar la legalidad. Más aún cuando ellos también utilizan el “fascismo” para definir a España. Si todo es fascismo, nada lo es. O lo que es lo mismo, se consigue así la ilusión de que ambas violencias, la legítima del Estado y la ilegítima de quienes atentan contra la soberanía nacional, están en el mismo nivel. El sueño del independentismo radical hecho realidad, como el famoso “conflicto vasco”.
La violencia es intrínseca al nacionalismo “porque hacer coincidir el perímetro de un Estado con la nación imaginada conlleva homogeneizar una sociedad”, en palabras de Juan Milián. “La nación como elemento de exclusión” que explicaba Antonio López Vega, director del Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset, en El Debate de la Historia.
Si sumamos que “cualquier antisistema es violento por el mero hecho de ir contra el sistema”, como dice Armando Zerolo; la justificación violenta del marxismo, que explicaba Luis Núñez Ladevéze; y el germen violento del nacionalismo, que explica Juan Milián, es posible entender ese extraño pacto que en Cataluña se da entre grupos tan alejados políticamente como los antiguos convergentes, Esquerra Republicana y la CUP.
Tres frentes violentos confluyen en las calles de Barcelona: antisistema, radicales de izquierdas y nacionalistas. ¿Por qué concederles el lujo de no condenarlos por lo que son? ¿Por qué no llamarlos por su nombre? No son fascistas, pero son igual de peligrosos que ellos.
El Gobierno de la Generalitat de Cataluña ha sobrepasado toda barrera moral al pedir la libertad de siete activistas acusados de terrorismo.
El sueño independentista, adornado con eufemismos y utopías populistas, ha derivado en fractura social, violencia callejera y pérdida de riqueza económica.