Juan Milián Querol | 13 de noviembre de 2019
La CUP es el ejemplo extremo de esa nueva izquierda no obrera que empezó a configurarse en los años 60 y a crecer tras la caída del Muro de Berlín ahora hace 30 años.
El separatismo catalán es un cúmulo de paradojas y no pocas se expresan en la Candidatura d’Unitat Popular, la CUP. Autodenominados antisistema que han sido la muleta de partidos autodenominados bussiness friendly, como lo fue Convergència i Unió. Los cuperos se vanagloriaron de haber enviado a Artur Mas a la “papelera de la historia”, como Trotsky a los mencheviques, y lo hicieron tras una famosa asamblea en la que sus líderes decidieron empatar a 1.515 votos. Comunismo real. Sin embargo, acabaron aupando, primero, a Carles Puigdemont y, después, a un Joaquim Torra cuyo racismo no sería aceptado ni por los partidos más ultraderechistas de Europa.
Si paradójicas son las decisiones de las élites cuperas, no lo son menos los perfiles de sus votantes. Estos contratan más seguros médicos privados y planes de pensiones que los del Partido Popular en Cataluña. La cuarta parte lleva a sus hijos a escuelas privadas o concertadas. Lo de la inmersión lingüística, para los humildes. Son ricos que pasean la hoz y el martillo. Trabajadores de La Caixa que cortan la Diagonal. Han dado la vuelta al mundo, disfrutando de la globalización como nadie, pero quieren levantar fronteras.
Todo se explica porque la CUP es el ejemplo extremo de esa nueva izquierda no obrera que empezó a configurarse en los años 60 y a crecer tras la caída del Muro de Berlín ahora hace 30 años. Es una izquierda identitaria. A estos pringosos sentimentalistas los problemas del vecino les resultan indiferentes, porque ya están las causas lejanas para hacerse el solidario, blindando su falsa superioridad moral sin rascarse el bolsillo. Es la comodidad psicológica de quien se llena la boca de desigualdades, a la vez que defiende privilegios y nada le importa la causa de la pobreza. Quieren tener los réditos de ser víctimas sin ninguno de sus costes.
Son los hijos de una burguesía que hace tiempo olvidó todas las virtudes burguesas. Ni se esfuerzan, ni toleran. Son caprichosos hasta confundir deseos con derechos. Creen que el mundo ya les debe algo antes de aportar nada. Criados en la burbuja de TV3, son narcisistas obsesionados con su ser, mientras desprecian la compleja realidad de la sociedad en la que viven (y de la que viven).
Son tan demócratas como los de la RDA y necesitan repetir cada cinco segundos que lo son. Necesitan autoconvencerse, porque, en el fondo, su proyecto significa la retirada de los derechos políticos a la mayoría de sus conciudadanos, es decir, la antidemocracia. Así, en uno de sus claros ejemplos de disonancia cognitiva, los hemos visto cantar Imagine de John Lennon mientras reivindicaban la independencia y, por lo tanto, la extranjerización de la mayoría de sus conciudadanos.
El ejemplo catalán ilustra la fiebre de una burguesía dispuesta a cualquier cosa para abandonar el bien comúnChristophe Guilluy
Como señala Christophe Guilluy, el “ejemplo catalán ilustra la fiebre de una burguesía dispuesta a cualquier cosa para abandonar el bien común”. Es la balcanización de un país desarrollado. Es la secesión de unos insolidarios que gritan proclamas libertarias para que no se oigan sus vergüenzas. Lo hemos visto en las últimas semanas. La CUP, los CDR y la propia Generalitat han jaleado actos radicales que perjudicaban principalmente a los trabajadores. Cortes de carreteras que han provocado pérdidas millonarias a los transportistas. Así, no les ha importado dejar a los camioneros varados en La Junquera, al menos hasta que el gas pimienta de los antidisturbios franceses ha restaurado la liberté.
Días antes, «ocuparon» la estación de Sants en hora punta para que los trabajadores no pudieran volver a sus casas. De la misma manera, boicotean las clases en las universidades públicas para impedir que los estudiantes usen el ascensor social. “El antifascismo se usa como arma de clase”, concluye el geógrafo francés, y la CUP es un caso evidente.
La CUP no representa nada nuevo. Es el antiparlamentarismo que siempre surge en las sociedades desorientadas. Por ello, en esta campaña electoral pedían el voto para hacernos “ingobernables”. Cuanto peor, mejor. Y aunque solo hayan obtenido dos escaños en el Congreso, su discurso marca la pauta de la hegemonía cultural catalana, situándola en un peligroso marco. Recordemos que las palabras -y las imágenes- tienen efectos secundarios. De este modo, se ha normalizado en Cataluña lo perverso: terroristas como Arnaldo Otegi o Carles Sastre se han convertido en referentes y la kale borroka de estos días puede verse superada por el conflicto civil que están buscando los más insensatos. Toda esta frivolidad del burgués despistado no augura nada positivo para una sociedad que ya está rota.
El voto a la CUP es también el de aquel que mira de reojo al resto de nacionalistas, considerándolos flojos o infiltrados
Y es que las revoluciones son experiencias colectivas de entusiasmo que inevitablemente conducen a la desaparición de la responsabilidad individual. “Las masas revolucionarias se pueden convertir rápidamente en colectivos perpetradores, capaces de realizar en grupo acciones que un individuo no realizaría jamás”, apunta Gero Von Randow en Revoluciones. Así, el proceso separatista fue un intento de revolución, una sedición financiada con dinero público. Fue un golpe organizado desde la Administración de la Generalitat que fracasó; pero el choque con la realidad siempre lleva al revolucionario a la frustración, a la ira… y también a buscar traidores. En este sentido, el voto a la CUP es también el de aquel que mira de reojo al resto de nacionalistas, considerándolos flojos, infiltrados o botiflers.
En definitiva, desde el Congreso de los Diputados, la CUP demostrará a todos los españoles que el conflicto catalán, más que un problema territorial, es fundamentalmente una crisis moral. Unos niñatos que desprecian la libertad, porque no saben lo que es vivir sin ella. Unos privilegiados dispuestos a destruir la democracia con tal de dar sentido a sus aburridas vidas.
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