Juan Milián Querol | 20 de noviembre de 2019
La comunidad catalana se esfuma y la reconciliación parece imposible con liderazgos políticos mediocres que aspiran a la fama por encima de la ejemplaridad.
El vandalismo protagonizado por el separatismo catalán durante las últimas semanas no acerca Cataluña a la independencia, sino a la decadencia. Cada corte de carretera es una inversión que no llega. Cada estación de tren rodeada es un puesto de trabajo que se pierde. Cada calle ardiendo es una familia que decide marcharse. El coste del desahogo y la frustración está siendo de decenas de millones de euros para los transportistas, las empresas y los contribuyentes.
Así, el presidente de Seat, Luca de Meo, acaba de mostrar, en una entrevista en La Vanguardia, su preocupación por la situación, advirtiendo que «si esto sigue, el grupo tiene otras opciones», ya que “dispone de plantas en casi toda Europa”. Seat tiene alrededor de 14.000 empleados en Cataluña, representa el 4 % del PIB de la región y el 12 % de sus exportaciones, pero al nacionalismo de cargo público y subvención esta realidad le importa poco.
En los inicios del proceso secesionista, el entonces presidente del grupo parlamentario de CiU, Jordi Turull, clamó “ja n’hi ha prou que l’Espanya subsidiada visqui a compte de la Catalunya productiva”. En la línea del infame “Espanya ens roba”, este era el discurso populista de un manual que compró, incluso, la mayoría de los autodenominados progresistas catalanes. Es la absoluta desorientación ideológica y moral de quienes intentaron poner fin a la solidaridad perpetrando un golpe a la democracia.
Pero el ataque nacionalista a la seguridad jurídica provocó la huida de 5.500 empresas de Cataluña e imposibilitó la venida de la Agencia Europea del Medicamento a Barcelona. La Cataluña subsidiada era, en realidad, el principal enemigo de la Cataluña productiva. Sin embargo, no hubo ninguna rectificación. Los sediciosos aseguran que lo volverán a hacer. Es probable que, en su marco mental, expulsar a la Seat sea una jugada maestra, al perjudicar y expulsar a catalanes impuros y favorecer, así, la homogeneización que desean.
Cada corte de carretera es una inversión que no llega. Cada estación de tren rodeada es un puesto de trabajo que se pierde. Cada calle ardiendo es una familia que decide marcharse
La actitud de Quim Torra el pasado lunes 18 de noviembre ha sido un claro ejemplo de la estropeada brújula moral del nacionalismo. Por la mañana, cumplió sus flatulentas amenazas ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y siguió denigrando la institución de la Generalitat a los ojos de los demócratas. Como todo aspirante a tirano, se situó más allá de la ley que sí afecta al resto de los mortales y justificó el uso partidista de las instituciones.
Y, por la noche, el actual president siguió el mal ejemplo de Artur Mas y se negó a acudir a la entrega de medallas de la patronal catalana Foment del Treball. Motivos protocolarios, alegó, mostrando que le puede más el narcisismo personal que la dignidad institucional. En realidad, la opinión de los empresarios le importa tanto como el futuro de los trabajadores. En la época del hiperventilado, las cosas del comer no son prioritarias.
Hoy he querido dirigirme de manera muy especial a los jóvenes catalanes, piensen como piensen. pic.twitter.com/gw958qoLAe
— Alejandro Fernández (@alejandroTGN) October 17, 2019
Así pues, no es de extrañar la porosidad de la frontera entre el electorado de la CUP y el de la nueva Convergència de Quim Torra y Carles Puigdemont. Este espacio ultranacionalista se sitúa en la sublimación identitaria de unos pocos, en la marginalización de los intereses económicos de los muchos y en la eliminación de la democracia de todos. Desprecian cualquier institución que se interpongan entre el complejo presente y su sueño de una sociedad cerrada y uniforme; y, por eso, anulan la labor del Parlament, desprecian la acción de la justicia y tratan a la oposición como “bestias”, “ratas” o “carroña”.
Y es que, si alguien piensa que el mundo progresa adecuadamente y que un regreso a los años 30 es imposible, solo tiene que escuchar a los líderes independentistas para que le surjan dudas razonables. Sin ir más lejos, el pasado sábado 16 de noviembre, la portavoz de Arran, Núria Martí, declaraba en el programa FAQS de TV3 que “las cosas solo se consiguen luchando en las calles. Para nosotros, los límites no son nunca los derechos individuales ni la ley impuesta; nuestro límite es la razón porque la tenemos”. Totalitarismo destilado y embotellado para esta líquida posmodernidad.
En definitiva, esta es, sin duda, una crisis moral. La razón no parece poner orden en las emociones, sino que estas desordenan la razón. No son pocos los que vuelven a la tribu justificando cualquier mentira o atrocidad, si esta se comete en nombre del “nosotros”.
La comunidad se esfuma y la reconciliación parece imposible con estos liderazgos mediocres que aspiran a la fama por encima de la ejemplaridad. Sin embargo, somos seres contradictorios y, ante tal pulsión autoritaria, no se apaga esa intuición conservadora que nos recuerda que el reformismo y la sensatez son el buen camino. Esa intuición sigue viva incluso en una sociedad tan emocionalmente excitada como la catalana. Será una simple anécdota, pero que el discurso de Alejandro Fernández dirigido a los jóvenes de las barricadas alcanzara el millón de visionados en pocas horas significa, al menos, un par de motivos para la esperanza: que el seny puede ser viral en un reino de las emociones adversativas como es Twitter y que un liderazgo moral puede -y debe- emerger ante la desorientación.
Lo que la Policía está llevando a cabo estos días en Cataluña contribuye a evitar que en Europa nazca un nuevo Estado totalitario basado en el odio a España como razón de ser.
España se quedó sin política hace cuatro años. Da lo mismo una idea que su contraria y por eso triunfan profesionales como Iván Redondo.