Juan Milián Querol | 04 de diciembre de 2019
El PSOE parece haber olvidado las lecciones del pasado. La asimetría en el trato de Sánchez hacia golpistas y constitucionalistas supera todos los límites democráticos.
La “nueva” izquierda y los nacionalismos coinciden en su combinación de victimismo y superioridad moral. Así, no es de extrañar que, a pesar de sus principios aparentemente contradictorios, formen una alianza basada en la arrogancia de creer que nada bueno se hizo antes de ellos. Es esa fatal arrogancia que daría título a la última obra del pensador liberal Friedrich Hayek, la de creerse más inteligentes que la suma de todos nuestros antepasados. Cuando ese sentimiento invade la mente de los que ostentan el poder, el final solo puede ser trágico para la sociedad que gobiernan.
Así, el pacto del insomnio entre Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y los separatismos es una preocupante manera de despreciar los mejores años de nuestra historia, los de la actual democracia constitucional. Es desdeñar la primera lección de la Transición, que nos revelaba que el pasado debe ser fuente de sabiduría y no un arma arrojadiza, porque los “padres” de nuestra Constitución y su generación política no hicieron tabla rasa, no formularon un pacto para el olvido, ni mucho menos sobre el olvido. Al contrario, durante el proceso de elaboración de la Carta Magna se tuvo muy presente el pasado, con sus errores y sus aciertos.
Por esta razón, la inteligencia de los protagonistas de la Transición fue combinar el reformismo intenso con la inclusión de todas las ideologías. Por un lado, se prescindió de los métodos revolucionarios que, como la historia ya había demostrado, fracasan a la hora de construir y consolidar una democracia. Y, por otro, también se abandonó la imposición, aquel trágala que había llevado al fracaso a todos los intentos constitucionales precedentes. Es decir, se evitó un sistema de perpetuación en el poder que hiciera traumática cualquier alternancia.
En El camino a la democracia en España (editorial Gota a Gota), Manuel Álvarez Tardío explica los principios fundamentales que hicieron que el régimen fundado en 1978 fuera un éxito a diferencia de la república de 1931, a saber, “que todos debían participar en la fundación democrática; que el principio democrático no impedía que existiera un sistema de contrapesos que evitara la concentración del poder; y que el objetivo prioritario debía ser un marco de competencia política que no cerrara las puertas a ningún programa político con la salvedad fundamental del respeto a los derechos y las libertades fundamentales”.
Es cierto que el contexto internacional de la segunda mitad de los 70 nada tenía que ver con el de los convulsos años 30. La época de entreguerras no fue especialmente favorable a la tolerancia y la contención, virtudes clave para sustentar las democracias modernas, mientras que, tras la muerte de Franco, España tenía países del entorno que podían servir como referentes. Sin embargo, tampoco fue un camino de rosas, pudo salir mal porque los extremismos golpeaban y no con poca virulencia, y es, por ello, admirable que los líderes del proceso constituyente mantuvieran una retórica de respeto y una voluntad de cesión que permitiera el pacto, aquel pacto.
La retórica política es fundamental para la consolidación de una democracia, porque puede unir una sociedad entorno a un objetivo común o dividirla en facciones irreconciliables. En la Transición se tuvo muy presente el pasado -la República, la Guerra Civil y la dictadura franquista-, pero no se usó como discurso frentista. Se tuvo altura de miras. Como señala el historiador Stanley G. Payne en En defensa de España, “González nunca llamó a Suárez «fascista» o «falangista», y este no tildaba al líder socialista de «rojo»”. Así fue durante años hasta que el PSOE, en 1993, vio peligrar su hegemonía y propagó que un Gobierno del PP sería una vuelta al franquismo. Esa retórica se exageraría aún más por parte de los socialistas catalanes y sus campañas de polarización que culminaron en el Pacto del Tinell y el cordón sanitario a los populares, rompiendo así la mejor herencia de nuestros padres constitucionales.
Ahí está el inicio de la fractura actual. Se olvidó que la democracia nació con un pacto constitucional que suponía el perdón y la superación de un pasado trágico y la voluntad de mirar al futuro con generosidad, es decir, con concordia. Se olvidó que la Constitución garantizaba la unidad nacional, pero también el principio de autonomía que suponía una lealtad que ha sido traicionada. Y es que la Constitución nos ha dado las mejores páginas de nuestra historia, una democracia moderna, una sociedad con un gran bienestar (segunda mayor esperanza de vida del mundo) y una gran solidaridad (líderes en donaciones de órganos), pero el camino no ha sido fácil. Superamos terrorismos y golpismos. ETA siguió asesinando hasta que fue derrotada por el Estado de derecho, demostrando que la justicia y no la venganza es la mejor defensa de la democracia. Y esta Constitución ha sobrevivido también a dos intentonas golpistas, una tradicional en el Congreso de los Diputados en 1981 y otra posmoderna en el Parlamento de Cataluña en 2017.
González nunca llamó a Suárez «fascista» o «falangista», y este no tildaba al líder socialista de «rojo»Stanley Payne, ‘En defensa de España’
El problema es que, ante la actual crisis constitucional, uno de los grandes protagonistas de la democracia, el PSOE, parece haber olvidado definitivamente las lecciones del pasado. Y ha decidido que la gobernabilidad dependa de los protagonistas del último golpe, cuyos partidos siguen liderados por un ya culpable de sedición y por un fugado enloquecido. Si la equidistancia entre la Constitución y la moleskine de Jové ya es inmoral, la asimetría en el trato de Pedro Sánchez hacia golpistas y constitucionalistas supera todos los límites democráticos. A unos los agasaja con negociaciones al margen de las instituciones y a los otros no les coge ni el teléfono. En definitiva, Pedro Sánchez insulta e imposibilita el acuerdo con las opciones constitucionalistas -hoy más necesario que nunca-, mientras se abraza a aquellos que ponen en riesgo “los derechos y las libertades fundamentales”. Y así nos condena a todos a repetir los peores errores del pasado. Solo cabe esperar que los contrapoderes de nuestro sistema -desde las autonomías y el Tribunal Constitucional hasta la Unión Europea- nos salven de la tragedia a la que nos suelen arrojar los de la fatal arrogancia y la mala memoria.
El nacionalismo que comenzó con Jordi Pujol ha desembocado en un narcisismo idiota, capaz de destruir lo que dice que ama y que está inmerso en un bucle fascistoide que lo aleja de todo cambio.
Ignacio Hernando de Larramendi
Reproducimos, a continuación, un texto inédito de 1990, extraído de los archivos personales del fallecido Ignacio Hernando de Larramendi, artífice del sistema Mafpre. El creciente auge del nacionalismo lo trae a la actualidad.