Daniel Berzosa | 10 de febrero de 2020
El Poder Judicial y el Tribunal Constitucional podrían convertirse en las últimas instancias para la salvaguarda de los derechos fundamentales, la soberanía del pueblo y la división de poderes.
El llamado Poder Judicial es inicialmente el más débil de los tradicionales poderes del Estado constitucional; porque no desarrolla una función activa, sino pasiva. Carece de iniciativa ante un conflicto. Este le tiene que ser propuesto. En la clásica concepción de Montesquieu, el poder de juzgar es invisible et en quelque façon nulle; los jueces de la nación no son más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes.
Aun cuando se habla, con esa naturalidad ante lo inevitable y una cortés irritación cínica, de «politización de la Justicia» y de «judicialización de la política» como de los dos lados de una misma moneda, en lo que no hay acuerdo es en el orden de aparición de los términos de ese binomio. Esto es, si la Justicia se politiza porque la política se judicializa; o sucede al revés. Dicho de otro modo, si es el político quien induce o fuerza al juez a politizarse o es el juez quien, con voluntad de ello, judicializa la actuación del político.
Los campos del político y del juez son diferentes por concepto. Solo deberían coincidir cuando aquel cometiera una infracción sancionable judicialmente. El político actúa movido por su ideología, si la tiene, y por la oportunidad y conveniencia necesarios para conseguir el poder y poner aquella en práctica, en su caso, y mantenerse (praxis política). El juez actúa a solicitud de parte para decidir el resultado de un conflicto y se debe únicamente a los hechos probados y a la ley aplicable —no a sus creencias morales, éticas y políticas— en los que fundamenta su decisión (racionalidad jurídica).
La politización de la Justicia ocurre esencialmente cuando el juez, motu proprio —a causa de sus convicciones— o por influencia del poder político, se guía por la praxis política en detrimento de la racionalidad jurídica a la hora de dictar sus resoluciones.
Por otra parte, no hay judicialización de la política porque un juez encause a un político, si su actuación se basa en la ley: «Los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico» (9.1 de la Constitución). Solo si el juez despliega tal actividad en ausencia de hechos y conductas recogidos en las leyes, siguiendo su propia subjetividad o la praxis política, o ambas, se incurre en la judicialización de la política.
Esta tensión entre gobernantes y jueces es fruto de la divergencia de roles de ambos poderes, se da en todos los Estados democráticos y, mientras funcionen los mecanismos de garantía para recuperar el equilibrio o devolver a cada uno a su ámbito constitucional de competencias, no debería causar alarma o grave preocupación.
Si bien la injerencia de los jueces en la política («judicialización de la política») y el activismo judicial son temas recurrentes y actuales, también en España, es la «politización de la Justicia», en su variante «generada por el poder político», la que palpita con fuerza estos días en una gran parte de la opinión pública nacional.
Los fiscales no gozan de independencia como los jueces, sino solo de autonomía, y reciben instrucciones, que, en última instancia, imparte su cabeza, el Fiscal General del Estado
Aun a riesgo de incurrir en un esquematismo, no es erróneo afirmar que se debe a dos hechos y a dos temores correlativos. Un hecho se deriva del principio de colaboración entre poderes, propio del régimen parlamentario, como es el español; y el otro, de la regulación constitucional del nombramiento del Fiscal General del Estado.
Por el primer factor señalado, el Parlamento elige al Gobierno. Siendo precisos en el caso de España: el Congreso de los Diputados elige al presidente del Gobierno, de quien depende la propuesta de los ministros a Su Majestad el Rey. Es obvio que, en el sistema parlamentario, el color político del Gobierno ha de coincidir con el de la mayoría parlamentaria; sea mayoría absoluta; sea mayoría muy amplia, pero no absoluta; sea porque ha reunido fuerzas suficientes para conseguir la investidura frente a los que se opongan (caso actual).
El temor correlativo fundado en este hecho es que la acción política del Gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos, que se sitúa ya en ciertos frentes nacionales e internacionales en el límite de la legalidad y la constitucionalidad, si es que no los ha traspasado en algún caso; y la imperiosa necesidad de proteger a Unidas Podemos por su supuesta financiación oscura, denunciada por Bolivia, dado que es la piedra angular de la heterogénea alianza que sostiene al Ejecutivo, obligue a forzar la mano del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el procedimiento de la renovación de sus vocales y el de los magistrados del Tribunal Constitucional (TC), y a los jueces y magistrados aisladamente considerados para someter estos decisivos poderes que no están bajo su control.
No parece que sea posible en cuanto a la renovación del CGPJ y del TC, a menos que se haga de forma revolucionaria; puesto que las mayorías de tres quintos que requieren (210 diputados o 159 senadores en el caso de los vocales del CGPJ y de los magistrados del TC de origen parlamentario y del CGPJ) obligan a contar con el PP o con Vox.
El segundo hecho señalado estriba en el sistema de elección del Fiscal General del Estado, que, a la postre, depende solo de la voluntad del Gobierno: «El Fiscal General del Estado será nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial» (artículo 124.4 de la Constitución).
En uso de esta atribución, el Gobierno PSOE-UP ha designado a la exministra de Justicia para dicho órgano de relevancia constitucional. De modo que, prácticamente, sin solución de continuidad, ha pasado del Consejo de Ministros a ser la jefa superior y representante del Ministerio Fiscal. Si bien es cierto que el Ministerio Público no tiene la consideración de Poder Judicial, sino que se integra en él de forma autónoma, sus funciones son determinantes en la defensa de la legalidad y, en concreto, en lo que se refiere a la instrucción de los procesos judiciales. Aunque los fiscales están sometidos a los principios de legalidad e imparcialidad, también lo están a los de unidad de actuación y dependencia jerárquica. Dicho en romance paladino, no gozan de independencia como los jueces, sino solo de autonomía, y reciben instrucciones, que, en última instancia, imparte su cabeza, el Fiscal General del Estado.
La actuación política de la exministra de Justicia durante el desempeño de su cargo y unas grabaciones clandestinas efectuadas por el excomisario Villarejo hacen temer fundadamente que, pese a ser fiscal de carrera, actúe como una mera extensión de la política gubernamental. De inmediato, en la estrategia ante el problema del separatismo generado en Cataluña y la ruidosa discrepancia surgida entre la Fiscalía y la Abogacía del Estado, cuando esta se plegó a las instrucciones del Gobierno, mientras aquella mantuvo sus posiciones iniciales en el juicio del procés celebrado en el Tribunal Supremo.
Sería aventurado indicar hasta dónde llegará una posible injerencia del Gobierno en el Poder Judicial, y en el TC; aunque las señales vistas no son tranquilizadoras. Lo que sí se puede recordar es que el Poder Judicial y el TC, que son inicialmente los poderes más débiles del Estado constitucional por su configuración pasiva, pueden devenir paradójicamente en los más importantes, al quedar, si no se violenta la Constitución, como las últimas instancias para la salvaguarda de los derechos fundamentales, la soberanía del pueblo y la propia división de poderes, que son los pilares esenciales en los que se asienta la vida cívica en igualdad y libertad.
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