Aquilino Duque | 13 de marzo de 2020
La crisis de Cataluña me hizo ver que el único valladar era Vox, partido gracias al cual mi voto volvió a ser tan positivo como en los tiempos de Alianza Popular.
El 11 de marzo de 2004, la Transición se quitó la careta y la clase política, encabezada por los socialistas, entró de lleno en la senda de la ruptura, seguida de todas las fuerzas del espectro constitucional. Ese sería el comienzo de un proceso revolucionario al que todas esas fuerzas no dejarían de contribuir por acción u omisión. El engendro constitucional de los siete sabios de Gredos llevaba en su contradictorio articulado los gérmenes de ese proceso, y es que de esos siete sabios el único reformista era el único que se había tomado en serio aquello de pasar de la ley a la ley sin salirse de la ley y que, por su reciente cargo de embajador en el Reino Unido, quería importar el modelo británico de Constitución no escrita y consistente en la adaptación a los nuevos tiempos de las Leyes Fundamentales del régimen anterior.
Hablo de Manuel Fraga, gracias al cual se puede aún leer en el texto de La Nicolasa eso de “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, contradicho por el resto del artículo, y socavado por el título VIII, tampoco manco en contradicciones. Y es que a Fraga le quedaban aún reflejos de un pasado político en el que, dicho con el lema del partido que fundó, España era lo único importante. No creo que ese fuera el orden de prioridades axiológicas de los seis sabios restantes, a saber, un socialista (Gregorio Peces- Barba), un comunista (Jordi Solé Tura), un catalanista (Miquel Roca Junyent), un vasco consorte (Miguel Herrero de Miñón), un exlegionario de Cristo (José Pedro Pérez-Llorca) y un exfalangista (Gabriel Cisneros). Los retoques finales parece ser que corrieron a cargo de los Sres. Abril Martorell y Guerra González, de suerte que el camino quedó allanado para dejar a España que no la conociera “ni la madre que la parió”.
No tardaría Fraga, con el partido que fundó y al que me afilié, en sufrir la imposición de un “techo” electoral (aún no se pensaba en el “cordón sanitario”) y él, nada dispuesto a quedar marginado, entendió que había en España otras cosas más importantes que España misma, a saber, el Estado de las Autonomías, en una de las cuales se refugiaría para ejercer su vocación de hombre de Estado, reduciendo a un estadito neofeudal el Estado que dicen que le cabía en la cabeza, que no era otro que el Estado Nacional.
Alianza Popular se refundió en el Partido Popular, albondigón democristiano cuyos orígenes habría que buscar en el Partito Popolare fundado en Italia por el benemérito Don Sturzo y cuyo avatar de trasguerra, la Democracia Cristiana, se deslizaba ya en su nación de origen por la pendiente que iría a parar al sumidero de la Tangentópoli. Le puse unas letras a don Manuel para que me diera de baja en sus huestes, alegando que el presente arco constitucional era un arco para enanos y no quería pasarme el resto de mi vida con las piernas encogidas y que yo, muy orteguiano entonces, “no era hombre de partido”. Como ya he dicho alguna vez, me mandó nada menos que a su mano derecha de entonces, Jorge Verstrynge, para disuadirme, quien lo único que sacó de mí fue la garantía de que lo que hacía no era transfuguismo y un consejo: “Pas d’ennemi à droite!“, adaptación a tierra de garbanzos de una vieja consigna francesa que dice todo lo contrario.
Desde aquel momento, puede decirse que voté al Partido Popular, no porque me entusiasmara, sino porque me parecía la única manera eficaz de votar contra sus adversarios, pero, al entender que era intercambiable con ellos, voté una o dos veces a Ciudadanos, aunque sin grandes ilusiones, hasta que la crisis de Cataluña me hizo ver que el único valladar era Vox, partido gracias al cual mi voto volvió a ser tan positivo como en los tiempos de Alianza Popular.
Vox fue en aquel momento crítico la punta de lanza de una resaca nacional, patriótica, en la que concurrieron desde jueces incorruptibles hasta el propio monarca constitucional
He perdido la cuenta de los artículos políticos que he publicado y de los periódicos de cuya paciencia he abusado desde que tenemos democracia. De pronto, vi que Vox se hacía eco de mis clamores en el desierto, y no de palabra, sino con los hechos, al llevar a los tribunales a los traidores a la patria y poner con ello a unos gobernantes pusilánimes en el delicado trance de cumplir con su deber. Vox fue, en aquel momento crítico, la punta de lanza de una resaca nacional, patriótica, en la que concurrieron desde jueces incorruptibles hasta el propio monarca constitucional, que fue por vez primera algo más que una figura meramente decorativa, y que hizo que se echaran a la calle “los tontos con balcones” a la misma, como los llamó un foliculario de extremo centro.
No eran aislados, ni mucho menos, todos esos fenómenos que me devolvían la ilusión, pues ya desde aquel verano había hecho irrupción en el campo de la historiografía esa Juana de Arco de las Españas que es María Elvira Roca que, sin proponérselo, hizo algo que Felipe González quiso hacer en su día y El País le prohibió e impidió que hiciera, a saber, devolvernos el orgullo de ser españoles.
Tampoco estaba sola, pues ya el terreno lo venían preparando gente tan insólita como el filósofo materialista Gustavo Bueno, el economista comunista Ramón Tamames y gente más joven de muy distinto talante como, entre otros muchos, Francisco José Contreras y Rafael Sánchez Saus. Ambos se darían cita en La simpática Revuelta sevillana para explicarnos la razón de ser de Vox, explicaciones que en el Diario andaluz de la cadena Joly ha venido dando Sánchez Saus en el libro titulado Por qué VOX. A Sánchez Saus es mucho lo que le debo, pues gracias a él y a otros amigos como él, algunos ya desaparecidos, otros más jóvenes que yo, me ha sido posible decir cosas de las que me alegra percibir un cierto eco en el proyecto nacional de Vox.
Francisco Javier González Martín
Argumentos para explicar que Vox no es de ultraderecha, a pesar de que muchos jóvenes o no tan jóvenes lo crean y aunque los medios de comunicación exploten el término hasta la saciedad.
El partido de Santiago Abascal siempre será el punto vulnerable que impedirá a la derecha alcanzar el Gobierno y soportará el castigo por confundir al amigo con el enemigo.