Ainhoa Uribe | 24 de marzo de 2020
La crisis institucional que padece España se agudiza en unos tiempos en los que se necesitan unidad de acción, liderazgo, solidaridad y responsabilidad frente al coronavirus.
Estamos asistiendo con estupor, en estos días inciertos, a una ceremonia de la confusión en el ámbito institucional nacional en cuanto a la gestión del coronavirus. Muy pocas instituciones están a la altura de las circunstancias en estos momentos de zozobra. A pesar de nuestras sociedades digitalizadas e hiperconectadas, a pesar de nuestro sofisticado modo de vida internacionalizado y líquido, en cuanto a la identidad, lo cierto es que, cuando vienen mal dadas, las sociedades occidentales no pedimos que los problemas los solucionen la globalización, la Unión Europea o las grandes empresas que dominan internet; exigimos las soluciones a nuestros Gobiernos nacionales, garantes últimos y responsables totales, al final, de la vida, la libertad y los derechos de sus ciudadanos.
En ese proceso de búsqueda de soluciones, los ciudadanos pueden encontrar varias respuestas: Gobiernos valientes y responsables que actúan con rapidez exponiendo la gravedad de la situación y adoptando medidas eficaces y algunas de ellas impopulares; y Gobiernos irresponsables, que no quieren resultar desagradables a sus ciudadanos. Este último es camino seguro hacia el desastre. Y eso es lo que le ocurre a España en estos momentos, en otro capítulo, quizá el más grave, de deterioro institucional, por obra y gracia de políticos mediáticos, que no saben tomar decisiones y que viven única y exclusivamente por y para la propaganda.
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Asistimos con estupor a una serie de actuaciones por parte de los responsables públicos de nuestro país que nos llenan de incredulidad. En primer lugar, una vez conocida la existencia de la epidemia, se transmite a la opinión pública que esto no iba a llegar a España. Luego, se nos transmitió que quizá sí, pero que solo afectaría a algunos colectivos vulnerables, como la tercera edad y que, en el fondo, era como una gripe más. Después, se nos dijo que nuestro sistema sanitario, uno de los mejores del mundo -se repetía-, estaba preparado para hacer frente a la situación. Y en el colmo del cinismo y la mala gestión, se anima a que las masas saliesen a las calles el 8 de marzo para no tener que renunciar al arma preferida de polarización de la sociedad española en estos momentos.
Porque, en esa forma de hacer política, polarizar, enfrentar, señalar, dividir, es la consigna final. Hay que mantener la maquinaria de la propaganda populista bien engrasada para crear un enemigo, que, por supuesto, está dentro de nuestra propia sociedad. No vamos a dejar que una pandemia mundial nos estropee esa magnífica herramienta de agitación y propaganda (agit-prop) y, por ello, la salud de los españoles es secundaria. De modo que, cuando ya el problema es de tal magnitud que no se puede disimular por más tiempo, solo entonces, se toman medidas.
Llegados a ese momento, es cuando se visualiza en toda su crudeza el nivel de deterioro institucional que sufre nuestro país. Un dirigente autonómico en Cataluña, inhabilitado pero que sigue ahí como si nada, se permite poner obstáculos constantes a la acción concertada de un Gobierno que no se atreve, vista la deslealtad absoluta en estos momentos graves, a poner fin a tanta estulticia relevándolo de sus funciones. Por si fuera poco, nos encontramos con el espectáculo de ciertos representantes de comunidades autónomas (la catalana y la vasca) que no quieren disponer del conocimiento, los medios y el talento que las Fuerzas Armadas pueden añadir a la lucha contra la enfermedad, y a los que solo la presión posterior los ha llevado a recular, a regañadientes, para aceptar la ayuda del Ejército español.
Ello significa que estos irresponsables públicos prefieren prolongar el padecimiento de los ciudadanos, a los que dicen representar, que recibir el apoyo adicional de las Fuerzas Armadas, no sea que los narcotizados ciudadanos de sus territorios entiendan que es bueno formar parte de algo más grande que mi propio ombligo. Ese algo más grande se llama España y, desgraciadamente, no hay ningún país en la Unión Europea que vete la entrada y actividad de sus Fuerzas Armadas en una parte de su propio territorio nacional. Eso solo pasa aquí por imposición sectaria de un nacionalismo totalitario que ha demostrado, como nunca en esta crisis, su verdadero rostro. La vida y seguridad de los ciudadanos de estos territorios es secundaria, es sacrificable en el altar de la construcción de la nación monolítica y uniforme. Puro totalitarismo.
El panorama resultante es desolador. Los hechos nos demuestran que el proceso de deterioro institucional de España, de su Estado y sus estructuras administrativas ha sido muy rápido y muy profundo. Una crisis tan grave como esta, que es de seguridad nacional y cuyos efectos van a ser más profundos y prolongados de lo que pensamos, requiere unidad de acción, liderazgo, solidaridad y responsabilidad.
En estos momentos graves, es necesario apelar a una Lealtad que ya no existe entre las elites políticas de algunas regiones españolas; a la Responsabilidad (con mayúsculas) de los dirigentes públicos, que ha brillado por su ausencia en estos últimos dos meses; a la Solidaridad (con mayúsculas también) de los ciudadanos con el resto de la sociedad; y a la Esperanza de que saldremos de esta como país, más unidos y reforzados.
Algunos van a pretender utilizar esta crisis para lograr sus objetivos políticos. Como en otras ocasiones anteriores, se intentará manipular el estado de shock de la sociedad española para alterar la situación política. El peligro de que nuestro régimen constitucional salga herido de muerte es alto, por la deriva que ha tomado el Gobierno de mantener a toda costa las alianzas con los que quieren acabar con ese régimen, y por la profundidad de la crisis económica que se atisba en el horizonte. Esperemos que esas fuerzas disgregadoras y desleales no se impongan a la inmensa mayoría de españoles, que solo quieren continuar con sus vidas, en paz y libertad. Una paz, una libertad y una prosperidad que han sido producto de 40 años de régimen constitucional.
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