Daniel Berzosa | 23 de abril de 2020
Lo sucedido con el general Santiago ha probado que el Gobierno ha ordenado el espionaje potencial de los ciudadanos para señalar a quienes lo critican.
Minimizar las críticas a un Gobierno no es, ni puede ser jamás, una misión de las fuerzas y cuerpos de seguridad y orden públicos en un Estado democrático. La Guardia Civil no puede tener, ni aceptar jamás, jamás, jamás, la tarea partidista de «minimizar ese clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno», como declaró el segundo jefe del Estado Mayor de su mando de operaciones, general de brigada José Manuel Santiago, en el complejo gubernamental de La Moncloa, el pasado domingo 19 de abril de 2020. Salvo que España haya dejado o esté dejando de ser —sin que nos hayamos enterado o nos estemos enterando ahora, a causa de nuestra cobarde pasividad, o acrítica o favorable aceptación, que de todo hay en la viña del Señor— esa clase de Estado, consagrado por el pueblo español en la Constitución de 1978 y vigente durante 41 años.
Dicha afirmación inconstitucional e ilegal ha sido recibida naturalmente con gran escándalo y horror por todos los ciudadanos, civiles o militares, que ganamos y conservamos tal condición porque pertenecemos y defendemos un Estado constitucional, que es aquel basado en la soberanía del pueblo, el reconocimiento y defensa de los derechos fundamentales, libertades públicas y deberes constitucionales, y el acatamiento de la Constitución como norma jurídica y suprema del Estado y la sociedad.
Una prueba dramática de la capacidad del Gobierno para pudrir las instituciones:
El Jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, en rueda de prensa: el objetivo de perseguir los bulos en Internet es «minimizar ese clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno». pic.twitter.com/E8ETMNe58I
— Cayetana Alvarez de Toledo (@cayetanaAT) April 19, 2020
No se debe perder de vista que la confesión del general Santiago está en la línea marcada por su jefe, el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, hace una semana y media; cuando afirmó —sin suficiente escándalo, ni reacción por parte de la oposición, los medios de comunicación y los ciudadanos; ni dimisión del ministro ante el reconocimiento de dicha actividad ‘hobbesiana’— que el Gobierno ya estaba practicando una monitorización de las redes sociales para comprobar «discursos peligrosos o delictivos» y «campañas de desinformación».
Sin duda, por tal motivo, el Gobierno, por medio del ministro del ramo, trató inmediatamente de excusar a su subordinado, diciendo que había cometido un lapsus. Pero no ha habido lapsus posible en el presente caso. Y esto, al menos, por tres motivos.
Primero: porque lo que dijo el general lo llevaba escrito, y lo leyó: «Y otra de las líneas de trabajo es también minimizar ese clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno». No hay accidentalidad en ningún caso en su expresión. Segundo: porque, cuando alguien comete un lapsus verbal, lo advierte de inmediato, y rectifica. Cosa que tampoco hizo. Tercero: porque el lapsus implica siempre ausencia de voluntariedad de quien lo comete y el error en una palabra o un vocablo, nunca en una frase o un concepto completos. Esto se llama —dicho en lenguaje sencillo— no tener idea de lo que se habla. Y, naturalmente, no es el caso del general Santiago y menos si lo llevaba escrito. No se ha tratado de una palabra, sino de una explicación. Luego tampoco se trató de confusión o descuido mental.
Intervención del General José Santiago Marín en la rueda de prensa de los responsables técnicos y sanitarios tras el Comité de Gestión Técnica del #COVID19. pic.twitter.com/Vz1ynxoKt7
— Guardia Civil ?? (@guardiacivil) April 20, 2020
Además de la ridícula excusa de su jefe, el ministro Grande‑Marlaska, el posterior comunicado de la Guardia Civil, en lugar de tranquilizar, generó más inquietud, al referirse solo a la primera parte de las declaraciones del general Santiago y silenciar la parte inaceptable, la que hacía referencia a la minimización de la crítica al Gobierno en caso de que no fuera favorable a la gestión que está haciendo de la crisis.
El lunes 20 de abril, la preocupación no solo se confirmó, sino que se vio incrementada aún más con un comentario sin ton ni son del general sobre su propia hoja de servicios y, en cambio, sin una palabra sobre sus manifestaciones del domingo. A lo que se añadió la enésima censura del Gobierno a la libertad de información por medio del secretario de Estado de Comunicación, Miguel Ángel Oliver, quien vetó las preguntas de la prensa sobre este tema.
Todo ello corporativamente aplaudido por sus colegas de escenario ‘redondesco’ y rematado con el funesto apoyo del desprestigiado Fernando Simón, el mismo que, el 31 de enero, pronosticó que «España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado»; el mismo que afirmó, el 13 de febrero, que en España «no tenemos coronavirus y no hay riesgo de infectarse», por lo que «la ansiedad social que se está generando está un poco fuera de lo razonable»; «el mismo médico que no se alarma ante al coronavirus», todavía el 9 de marzo de 2020. El mismo que sigue al frente del comité técnico de gestión del coronavirus con 21.717 fallecidos, oficialmente, a 22 de abril.
Debe ser que el martes, cuando se supo que el mismo general se dirigió a todas las comandancias de la Guardia Civil por correo electrónico, entre el 15 y el 16 de abril, ordenando la «identificación, estudio y seguimiento en relación con la situación creada por la COVID-19 de campañas de desinformación, así como publicaciones desmintiendo bulos y fake news susceptibles de generación de estrés social y desafección a instituciones del Gobierno», se dieron cuenta de que lo acontecido era inocultable; y demasiado perjudicial para la imagen gubernamental negar lo evidente o dar la callada por respuesta.
Y el Gobierno permitió que el general respondiera a la pregunta censurada el día anterior, para que, dos días después de haber descubierto al mundo una nueva modalidad de lapsus (el lapsus verbal de escrito leído) y sin justificación o matización alguna hasta entonces, pudiera ofrecer una interpretación alternativa a lo leído y oído. Y, ¡oh!, ¿sorpresa?, contó una cosa diametralmente opuesta a la dominical.
Tras este tercer acto y con la más benévola de las voluntades, se podría estimar que quedaba flotando una duda absolutoria: ¿cuándo dijo el general la verdad, cuando la leyó o cuando la recreó? Pero la balanza de la respuesta se inclina claramente del lado del primer hecho de que lo manifestado el domingo estaba escrito, y del segundo hecho de que días antes lo había exigido de igual modo a sus subordinados en toda España. Inevitablemente, porque escuchamos lo escrito y sabemos que se envió, si se admiten las innovaciones del martes, se acepta ser analfabeto, idiota, partidista, interesado o pasota.
En una democracia sana, a las inexcusables declaraciones del general y del ministro del Interior debería seguir la inmediata dimisión de sus cargos o, en caso de no solicitarla, su fulminante cese
Por si fuera poco, el tercer acto de esta tragicomedia atentatoria contra la libertad de expresión, la privacidad y el secreto de las comunicaciones contenía un tercer hecho, desarrollado casi en paralelo al anterior, que corroboraba incontestablemente la versión dominical del general Santiago. El periodista Carlos Cuesta informaba de la anulación de la orden de remisión semanal del control de «bulos que creasen desafección al Gobierno», comunicada los días 15 y 16 de abril. Y, con ello, que el Gobierno y sus agentes, con el Rubicón que han atravesado al emitir y seguir dichas órdenes, no solo tienen un problema grave de reputación política o profesional, sino un más que probable horizonte judicial.
En una democracia sana, a las inexcusables declaraciones del general y del ministro del Interior —y más después de la penosa secuencia ‘donde dije digo, digo Diego’ que hemos contemplado— debería seguir la inmediata dimisión de sus cargos o, en caso de no solicitarla, su fulminante cese; así como la dimisión o cese en los mismos términos de quienes, situados jerárquicamente entre el ministro Grande‑Marlaska y el general Santiago, hayan conocido y consentido esas instrucciones.
Si el origen estuviera en el presidente del Gobierno, es un hecho que no puede ser cesado en sus funciones, sino por una moción de censura. Pero si se demostrara que es él quien se encuentra detrás de esta medida propia de un Gobierno, cuando menos, autoritario, si no totalitario, y aún le quedara un ápice de decencia cívica, no debería esperar en ningún caso a la censura parlamentaria, sino que debería dimitir sin excusa. Como mutatis mutandis hizo finalmente Richard Nixon, cuando los indicios abrumadores del Washington Post lo señalaron de forma inequívoca como el responsable de ordenar el espionaje de las oficinas del partido de la oposición.
Lo anunciado y puesto en práctica por el ministro Grande-Marlaska hace una semana y media, confirmado por el general Santiago Marín el domingo pasado y por las instrucciones contenidas en los correos electrónicos enviados a todas las comandancias de la Guardia Civil, que, luego de estallar el escándalo, han sido precipitadamente revocadas, constituye algo muchísimo más grave. Pese al forzado mentís, lo sucedido ha probado que el Gobierno ha ordenado el espionaje potencial de todos los ciudadanos para señalar a los que lo criticaran. Aunque parece que ha cesado dicha tropelía inconstitucional e ilegal, conviene no olvidar que ha sido un Gobierno socialista‑comunista el que ha infartado la libertad de expresión, la privacidad y el secreto de las comunicaciones durante diez días en España.
Las circunstancias que se están viviendo hacen más importante que nunca que el Parlamento controle la acción del Gobierno. No es entendible que el Congreso permanezca cerrado y los diputados no alcen la voz.
Pablo Iglesias ha centrado su acción partidista en intentar asegurarse la dominación de la previsible explosión social que acontecerá cuando pase la pandemia.