Ricardo Calleja | 28 de mayo de 2020
El pensamiento conservador se enfrenta a la pregunta de si es posible vencer en una guerra cultural frente a un progresismo que parece inundar todo.
El pensamiento conservador lleva recluido en las catacumbas desde mucho antes del confinamiento por la pandemia. Allí se atesoran los libros prohibidos de los reaccionarios, y se veneran las reliquias de pensadores del pasado y del presente. El último en hacerse un hueco en el panteón ha sido Roger Scruton, mientras Gregorio Luri saca el polvo a los conservadores españoles y otros desentierran a personajes tan heterogéneos como Tomás de Aquino o Carl Schmitt.
La catacumba recibe cada vez más visitas de Nicodemos, que lo hacen de noche y a escondidas, por miedo a las represalias de las élites cognitivas, que son al cabo sus compañeros de gabinete, de cátedra o de gran despacho.
Muchos han salido de la catacumba para integrarse en la Ciudad de la democracia liberal. Otros, para construir escuelas, universidades y monasterios extramuros, adonde acuden muchos desde la urbe. Unos y otros concurrían esperanzados al mercado de las ideas en la plaza principal, convencidos de que la verdad se abriría paso con la fuerza de la propia verdad, la libertad para hablar (y algo de financiación). Aunque lamentaban siempre «lo mal que se nos da la comunicación».
Pero en los últimos años han empezado a sospechar que hay trampa. Que el terreno de juego no está equilibrado y que el árbitro pita en contra. Por algo llevan años cada vez más esquinados en la plaza, que hace poco ha cambiado de nombre. Los del partido progresista ya no se sonrojan de okupar el espacio público con sus carteles de sus nuevos santones, ni de abrir allí sus propios templos y dar a sus performances callejeras la forma de una liturgia religiosa de la que expulsan a empujones a los que no comulgan con ellos. La Policía misma ya no oculta que trabaja en una nueva forma de Inquisición.
Mientras tanto, al ver este panorama, algunos se han echado al monte, trabuco en mano. Desde las quebradas de Twitter y YouTube lanzan razzias guerrilleras sobre la Ciudad y sus caravanas. Algunos incluso han organizado pequeños ejércitos y van teniendo victorias parciales en algunos barrios, también obreros, donde han levantado barricadas.
Muchos nicodemitas, que son funcionarios reales en la Ciudad y que todavía pasean por allí saludando a derecha e izquierda, se echan las manos a la cabeza: «Estos guerrilleros y estas milicias atolondradas van a echar al traste nuestro plan de reforma desde dentro. No se dan cuenta de que sus colegios e incluso la tolerancia con sus catacumbas son el resultado de una transacción hecha con el Gobernador que es necesario preservar».
Así es que, últimamente, tenemos la catacumba alborotada con la pregunta: ¿hay que lanzarse a una guerra cultural? ¿Cómo debemos combatirla? ¿Hay posibilidad de ganarla? ¿Queda algo por conservar, aparte de las posiciones de prestigio en la vida civil que tienen algunos? El tono de la conversación está subiendo. Los integrados acusan a los guerreros no solo de torpeza estratégica, sino incluso de corrupción moral e intelectual: ¿no es acaso el diálogo el único camino para el logos?
Hay que hacer una obra juntos, una única Iglesia, y cada uno su tareaT.S. Elliot, Coros de la Piedra
Hoy los contendientes se han dirigido a mí, que de día soy camarero en Palacio, y de noche rumio libros en la catacumba o acampo al raso con los guerrilleros. Es, por tanto, evidente que la pregunta va mucho más allá de lo teórico. Ha sido una situación incómoda, de la que he salido con un discurso de tono grandilocuente, aunque sé que casi siempre es mejor tomarse las cosas con un poco de humor y un mucho de ironía. Así he hablado:
«Tenéis razón los benedictinos: la cultura es algo orgánico, que no puede construirse artificialmente, y que puede asfixiarse en la trifulca de los intereses y la política. También yo siento un malestar visceral ante la violencia en las palabras y en los hechos. Pero recordad que un huerto no crece si no lo defiende un muro, un espantapájaros, un cayado. Además, dos pelean si uno quiere aunque el otro no quiera».
«A los guerreros os advierto con Nietzsche: «Quien combate un monstruo debe andar con cuidado de no convertirse en otro monstruo». A lo que me contestaréis con la recriminación del soldado, y no os falta razón: quien cultiva el jardín que le ha ganado el militar ha de cuidarse de no convertirse en un parásito de la valentía ajena con sus sofisticaciones intelectuales y morales. Si no eres capaz de empuñar el fusil, al menos no contribuyas a descalificarnos«.
«¿Pero tú que piensas?», me han insistido mis interlocutores. Y les he citado medio de memoria aquel pasaje de los Coros de la Piedra de T.S. Eliot: «Hay que hacer una obra juntos, una única Iglesia, y cada uno su tarea». Hay muchas estrategias complementarias, aunque no todas compatibles en la misma persona. Pero en todo caso no podemos quedarnos todos fuera de la Ciudad, emboscados o aconejados en la catacumba: «Qué vida tendréis si no podéis compartirla. No hay vida que no sea en comunidad». Aprovechad los que tenéis aún plena ciudadanía. Pero no lo dudéis: nos hacen la guerra (son hostes, aunque no deban ser para nosotros inimici). Si han derribado nuestro Templo y nuestras escuelas habrá que empeñarse en volver a levantar sus muros sin ninguna ingenuidad, “como deben construir los hombres: con una mano en la espada y otra en la espátula”». O, en verso de Álvaro Petit —que en esta batalla no podemos vivir solo de anglosajones—: “No te fíes de un hombre sin espada”.
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