Armando Zerolo | 09 de junio de 2020
La implantación de modas «trumpistas» u «obamistas», de genuflexiones para la galería, o banderas para los balcones, lo único que puede provocar entre nosotros es un nacionalismo exagerado a la española.
En Europa seguimos los acontecimientos norteamericanos con la atención que nos da la experiencia de saber que lo que pasa allí acaba llegando aquí de una u otra manera. Pasó en los 50, en los 60, en los 70 y en los 80, y parece que sigue pasando. Nos llegó la «generación beat», Woodstock, el ecologismo y el pacifismo, la revolución neoconservadora de Ronald Reagan y ahora, de nuevo, un sector conservador europeo vuelve a las fuentes estadounidenses para refrescarse. Donald Trump para los políticos, y el comunitarismo católico de matriz calvinista para los más intelectuales, son ahora fuente de inspiración para renovar una política conservadora estancada en el ideal neoliberal de los años 90 (también importado).
Con una intención parecida, yo mismo fui a estudiar a la Universidad de Notre Dame, Indiana, en 2006, y, como tantos europeos, quedé fascinado por aquel país y aquella cultura en la que todo era enorme y posible. Eran grandes los mosquitos, las tormentas, los sueldos, los coches, las oportunidades y la sensación de libertad. Era un lugar ideal para investigar, para hacer contactos, para verlo todo y hablar con cualquiera.
Como no vivía lejos del campus, me compré una bicicleta, lo cual no me resultó fácil, porque no había mucho mercado. Me extrañó, siendo South Bend un pueblo netamente universitario. Iba por la calle y la gente me miraba, los coches detenían el paso, y alguna vez la Policía se paró para preguntarme a dónde iba y quién era. Otras veces iba andando y la sensación era aún más extraña. No me cruzaba con nadie y la gente me miraba con mayor recelo. Todo el que podía iba en coche, aunque solo fuese para cruzar la calle. Al principio lo atribuí al calor húmedo de los veranos del Midwest, luego a la dureza del invierno de Chicago, pero solo con el tiempo comprendí que en la cultura americana la calle es solo un lugar de tránsito.
Una vida On the road y la existencia a ritmo de road movie. Un ideal de libertad que se refleja en un individuo motorizado devorando kilómetros hacia el oeste, paladeando cada minuto de una soledad soñada en la que el asfalto es más importante que el motel, y los espacios vacíos, el símbolo de la libertad. La calle en Indiana no es diferente, es un lugar de tránsito que une distintos puntos, pero no es un sitio en el que estar. Allí no se dice «I go to the street», como aquí decimos «me voy a la calle». Los caminos allí son el lugar de la aventura, de la huida o de la lucha contra el destino. Las calles son fronteras que separan la privacidad sagrada del hogar y del individuo, de la publicidad del trabajo y la política.
Lo público está condicionado por una moral del éxito y del poder, y no es extraño que en una primera conversación alguien te pregunte cuánto dinero ganas, porque el salario es un símbolo de la posición social, algo equivalente a cuando aquí las abuelas nos preguntaban: «¿Y tú de quién eres?». La moral, por influencia calvinista, es pública. Públicas son las confesiones y las donaciones, y público es el perdón, exageradamente visible como condición necesaria de la redención del individuo. Alcohólicos, pederastas, mentirosos y conversos deben hacer profesión pública, expresa y comunitaria de su tránsito interno, porque la moral es custodiada por un calvinismo que actúa como una religión política.
Por eso, en aquellos paseos solitarios por las calles de South Bend me sorprendía que los grandes ventanales de las casas lujosas no tenían cortinas (tampoco rejas). Al principio, las casas me parecían grandes peceras a las que asomarse y luego leí en algún sitio que, en realidad, la intención era mostrar que dentro no había nada que ocultar, y que la familia aceptaba de buen grado someterse al control de la comunidad.
En mi interés por conocer South Bend, me di una vuelta por allí y, al llegar a casa, mi room mate me preguntó si había estado en downtown, es decir, en el centro del pueblo. Le dije que no, que lo había buscado, pero que debía de haberme perdido. Me miró extrañado, porque es un pueblo muy pequeño, pero me llevó en coche, por supuesto, a verlo, y para su extrañeza le dije que ya había estado por todas esas calles. Yo me esperaba, como buen europeo, una plaza con el ayuntamiento, la iglesia, los bares y los comercios, pero él me enseñó edificios dispersos en calles anodinas.
Así descubrí que la configuración del espacio público norteamericano es muy diferente a la nuestra. Lo más parecido a un punto de encuentro, a la calle o a la plaza pública que pude ver fueron los malls o centros comerciales, encrucijadas de caminos o carrefours, donde el americano medio iba a consumir su tiempo de ocio. Luego supe que uno de los más ilustres alumni de Notre Dame University fue DeBartolo, el gran promotor de centros comerciales de Estados Unidos. Ahí se cerraba un círculo en mi experiencia que vinculaba lo público con las calles y los cruces de caminos, y que culminaba en un centro comercial.
Desde entonces, la analogía con un centro comercial me ha servido más que ninguna otra para comprender la civil society estadounidense, tan distinta de la europea. Estanterías repletas de productos atractivos, clasificados según preferencias y creencias: vegetarianos, sanos, apasionados de la carne, de los cubos de helados, de la fruta o las chocolatinas, y todo a lo grande. No había discriminación de productos y era el cliente, moviéndose por los pasillos limpios y amplios, el que podía elegir qué producto comprar. Mis clases en la universidad eran parecidas: veía grupos de blancos, de negros, de amarillos y de morenos, y los veía separados y como colocados en estantes. No se mezclaban, pero convivían respetando los espacios comunes, que eran neutros y que no debían ser monopolizados por nadie.
Mi cultura europea, o española, me llevaba a mezclarme con unos y otros, pero pronto entendí que debía elegir y que, además, la elección venía condicionada por mi «identidad». Como yo era europeo, eso me daba acceso al grupo de los blancos, aunque mi tez morena diese lugar a equívocos, y me excluía inmediatamente de los grupos latinos, de color y asiáticos. Valga un ejemplo: a mis compañeros de color los entendía perfectamente en clase, pero no fuera o en los lugares públicos. Hablaban una jerga propia que les servía como elemento de identidad de grupo. Vi que esas exclusiones identitarias eran normales y que se extendían a otras realidades de carácter más socioeconómico.
La cultura política norteamericana tiene sus ventajas y sus inconvenientes, pero creo que no hay que llevarse a engaños y dejar de tratar de importar sus soluciones para nuestros problemas
Así, por ejemplo, era normal que todos los alumnos llevásemos merchandising de Notre Dame y, al poco tiempo, me percaté de los privilegios que aquello conllevaba. Al salir del campus, si eras reconocido con el logo de la universidad el trato era de indudable favor, como aquella vez que me asaltaron tres coches de Policía porque llevaba una luz del coche fundida. Al verme la sudadera, me preguntaron si estaba en la universidad, les dije que era visiting scholar y me dejaron seguir. No sé si a cualquier otro le hubiesen dicho lo mismo, la verdad, pero el caso es que ponerme una sudadera me hacía la vida más sencilla y ya no me miraban mal cuando iba andando por las calles desiertas.
Las teorías del melting pot, de la sociedad civil, de la comunidad religiosa y del contrato social son elaboraciones intelectuales que responden bien a una sociedad de matriz calvinista, dualista, forjada en la colonización de amplios territorios, bañada por enormes olas migratorias y profundamente dividida en sus raíces.
La cultura política norteamericana tiene sus ventajas y sus inconvenientes, y a mí personalmente me resulta muy atractiva, pero creo que no hay que llevarse a engaños y dejar de tratar de importar sus soluciones para nuestros problemas. Ellos son mucho más identitaristas que nosotros, porque están mucho más divididos, principalmente en dos aspectos: la fractura entre lo público y lo privado es abismal, y la incomunicación entre grupúsculos sociales es casi total.
La implantación de modas «trumpistas» u «obamistas», de genuflexiones para la galería, o banderas para los balcones, lo único que puede provocar entre nosotros es un nacionalismo exagerado a la española que nada tendría que ver con la moderación americana, provocando una brecha social y cultural que a día de hoy es inexistente en España.
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