Juan Pablo Colmenarejo | 09 de junio de 2020
La «nueva normalidad» no será normal si es nueva. Tampoco puede ser la prolongación de la excepcionalidad basada en la declaración de una guerra, que no ha existido, a un enemigo tan invisible como letal.
No existe la «noticia falsa» sino la mentira. Lo noticia es un hecho cierto, relevante, de interés y nuevo. Tampoco hay una «nueva normalidad» porque, si es así, el virus habrá vencido a la realidad interrumpida de manera brusca. Si algo se interrumpe es que se puede reanudar. La vida se acaba, no se interrumpe, al contrario que la actividad económica. Hay cuestiones de fondo que se han vuelto a resolver en el terreno principal del lenguaje.
Los marcos mentales se crean o se moldean a base de repetirlos mil y una veces por minuto. Una y otra vez, hemos escuchado que el confinamiento es la mejor manera de combatir el virus cuando, en realidad, se ha tratado de una reclusión domiciliaria que ha incluido la supresión del trabajo. El confinamiento lo padecieron muchos españoles, algunos de gran relevancia, durante las dictaduras militares del pasado siglo XX.
Una pena de cárcel sin rejas, un alejamiento del lugar habitual de residencia sin posibilidad de regreso hasta nueva orden. Miguel de Unamuno estuvo confinado en Fuerteventura sin poder salir de la isla, no de una vivienda. Y, así, nos hemos ido tragando palabras y sintagmas que trasladan a los ciudadanos los mensajes y los discursos propios de una guerra. No se ha tratado de explicar con imágenes de la vida cotidiana lo que nos estaba pasando, que era mucho y muy grave. La epidemia se podría haber explicado, tanto desde el punto de vista informativo como pedagógico, como si estuviéramos en un conflicto bélico. Pero no ha sido tan bien intencionado. En realidad, desde el poder y compañía se nos ha repetido que era una guerra. La intimidación es más eficaz apelando al miedo. Los sentimientos llegan antes que las razones.
El secretario general de Comisiones Obreras, Unai Sordo, se ha atrevido a descartar la palabra ‘reconstrucción’ para definir el plan económico que debería ponerse en marcha por la crisis derivada de la epidemia de la COVID-19. Sordo prefiere que se hable de reactivación, ya que no hemos estado en guerra sino en paro. A este líder sindical, cuyas posiciones son evidentes en política económica y social, le escama que se utilicen términos bélicos para intentar rodear de mayor excepcionalidad a lo grave.
La crisis de la COVID es la de una enfermedad sin un tratamiento claro, a la espera de la fabricación de la vacuna en un sistema hospitalario colapsado y con unas Administraciones públicas sin preparación, ni previsión
España tiene, entre parados oficiales y empleados con los contratos suspendidos (ERTE), casi ocho millones de personas sin trabajo. La actividad económica se detuvo por orden del Gobierno, no por un bombardeo. Se utilizó el verbo hibernar, como cuando se mete un guiso en el congelador y después se calienta en el microondas. La economía no se para en un punto y vuelve a ponerse en marcha desde el mismo sitio sin más incidencia.
La inactividad tiene un alto precio. La comisión creada en el Congreso o los acuerdos en ayuntamientos y autonomías para la «reconstrucción» yerran en su denominación si creen que de esa manera aumenta la conciencia de la gravedad de lo sucedido. Se recurre al discurso del temor para asustar a niños, en vez de apelar a la responsabilidad propia de los adultos. No estamos después de la Segunda Guerra Mundial, sino tras una caída de los cierres de los comercios, bares, restaurantes, empresas e industrias.
La vuelta a la normalidad interrumpida debe ser tan inmediata como eficaz. Por supuesto que lavarse las manos es imprescindible. Antes del virus ya lo era. A partir de ahora mucho más. También el uso de la mascarilla, pero que todo lo nuevo no nos haga creer que lo normal ya no es lo de antes. Los tratamientos y las vacunas permitirán en su momento incorporar la existencia de este virus o del siguiente a la vida cotidiana. Nos hablan de desescalada, cuando en realidad las montañas se descienden después de subirlas. La «nueva normalidad» no será normal si es nueva. Tampoco puede ser la prolongación de la excepcionalidad basada en la declaración de una guerra, que no ha existido, a un enemigo tan invisible como letal. La crisis de la COVID es la de una enfermedad sin un tratamiento claro, a la espera de la fabricación de la vacuna en un sistema hospitalario colapsado y con unas Administraciones públicas sin preparación, ni previsión.
El resultado es tan evidente que ni siquiera se reconoce el número de muertos. Nadie puede creer que salimos más fuertes, porque ni siquiera sabemos si ha terminado. La «nueva normalidad» será, por lo tanto, una anomalía que deberá ser corregida cuanto antes para que no vuelva a suceder. Por lo menos de la misma manera. Si alguien tiene dudas, que pregunte en los hospitales qué es lo que nos ha pasado.
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