José F. Peláez | 27 de junio de 2020
La lucha política ya no es «derecha contra izquierda», no es una batalla de ideas o programas. Ahora es una lucha maniquea e infantil entre el bien y el mal en la que cada uno se siente en el bando del bien.
En España no hay conservadores. Los que creen serlo, no lo son, y los que lo son, no lo saben. Y en estas estamos. Habría que aclarar que la posición conservadora es siempre la moderada, la posición sensata, la prudente. No es tanto una discusión de «pasado frente a futuro» ni de «reacción contra progreso». De hecho, la reacción está tan lejos del espíritu conservador como lo está la revolución. No hay alternativa al futuro, progresar no es evitable, el progreso no es una opción entre muchas, no se puede volver atrás. Solo hay segundos que se suceden y ya hemos partido.
El progreso es el devenir y es inevitable, porque el progreso es el destino del tiempo. Lo que estamos discutiendo en realidad es cómo queremos que sea ese progreso, y sucede que muchos no creemos en el «progreso progre». Muchos creemos que se puede progresar fortaleciendo unos valores, unas raíces que nos unen con el humanismo cristiano, con el mundo grecolatino, con la monarquía hispánica, con América y con Europa.
En realidad, la verdadera discusión es de «revolución contra sistema». Yo estoy con el sistema, me encanta el sistema, soy un enamorado del sistema, me encanta el Estado autonómico y la economía social de mercado. ¿Por qué? Porque nos ha ido bien. Porque nos ha dado los cuarenta años de mayor prosperidad económica de la historia de España. Llámenme loco, pero el progreso que quiere traer Vox no es otra cosa que una posibilidad enorme de fracaso, de enfrentamientos, un experimento de resultado incierto que pasa por poner punto y final a un modelo que la inmensa mayoría de españoles no queremos cambiar. Un conservador real nunca podría estar de acuerdo con el mundo revolucionario y antisistema que, sin saberlo, encarna Vox.
Pero sucede lo mismo con el «progreso progre». Unos quieren progresar hasta 1968, otros hasta 1934, otros quieren progresar hasta 1917 y los más afilados a 1789. La cosa, como ven, es progresar siempre retrocediendo hacia fórmulas de fracaso y miseria. Si para algo han servido estos cuarenta años de democracia es para terminar casi del todo con la clase baja y con la pobreza extrema, a cambio de terminar también con la escasísima clase alta y los grandes patrimonios. Y yo me alegro muchísimo.
Por eso, cualquier socialdemócrata clásico, cualquier votante del PSOE de 1981 hoy debería estar centrado en intentar conservar todo lo conseguido. Ya está, ya hemos ganado. Celebrémoslo y protejámoslo de experimentos revolucionarios a izquierda y derecha. Este consenso parecía estar bien asegurado por PP y PSOE, que mostraban unidad en los grandes acuerdos de Estado, entre ellos este capitalismo con base social, las autonomías y la monarquía parlamentaria.
Pero un día llegó Podemos, el gran cáncer intelectual de nuestra época, e hizo pensar a medio PSOE que el progreso era el feminismo radical, el animalismo, el vegetarianismo, los antitaurinos, Guardiola y Greta. Por cierto, que no hay nada más conservador que un ecologista y, por eso, han tenido que reinventar el movimiento ecologista para convertirlo en una escombrera intelectual llena de significantes, druidas y tam-tams morados. También los han convencido de que el progreso son las políticas identitarias, tanto colectivas -el nacionalismo catalán-, como individuales -la homosexualidad-. El antisemitismo es también progreso y lo es también la lucha contra los coches diésel, contra los abrigos de pieles, contra los chuletones, contra la educación concertada. Y contra Felipe González. Tela.
Y pasa lo que pasa: que este país tiene un cacao intelectual en el que la lucha política ya no es «derecha contra izquierda», no es una batalla de ideas, de programas, de opciones pensadas y meditadas. La lucha ya no es algo racional, sino una lucha maniquea e infantil entre el bien y el mal en la que cada uno se siente en el bando del bien, claro. Y el infierno son los otros, que diría Sartre.
Hemos de entender que sin monarquía no hay Constitución. Sin Constitución no hay libertad. Y sin libertad no hay España
Graham Greene nos enseñó que «nuestra pasión es rozar el borde vertiginoso de las cosas (…): el límite estricto entre lealtad y deslealtad, fidelidad e infidelidad, las contradicciones del alma». Somos muchos los que vivimos en esas contradicciones del alma y nos sentimos huérfanos de representación. Y no es chavesnogalismo. Es por la podemización del votante de derechas, que ya no lucha por sus intereses sino, en ocasiones, contra ellos.
Por ejemplo: si queremos fortalecer el capitalismo -y está claro que sí-, hemos de asegurarnos de que no hay revoluciones, de que no hay una base en España que pase hambre por culpa del coronavirus. Bien, con la renta mínima, la izquierda ha apuntalado el sistema capitalista. «Tomad: la paguita, Netflix, la Play y no deis guerra». Así como resumen. La derecha, evidentemente, solo podía apoyar esto y lo ha hecho. Pero el votante de derechas no lo entiende, prefiere una revolución que se lleve por delante todo el statu quo económico si con ello ve caer a Pedro Sánchez.
Es cierto que el presidente tiene una talla personal tan baja y una preparación intelectual tan ridícula que tendemos a minusvalorarlo. Todos. También su propio partido lo hizo. Y en el votante de derechas la frustración que produce pensar cada mañana en cómo este tremendo error puede vivir en la Moncloa le hace perder el juicio, hasta el punto de preferir que gobierne con Podemos a un posible pacto con Ciudadanos y PP que lo lleve al centro, al sistema, al acuerdo, a la ortodoxia. Al orden. Llegamos a la paradoja de que el votante de derechas es hoy, en ocasiones, el gran adalid del desorden y el caos. Y, por ello, no pueden llamarse conservadores. No lo son.
La izquierda no solo ha salvado el capitalismo sin saberlo. Está en el camino de hacer lo mismo con la monarquía. Hemos de entender que sin monarquía no hay Constitución. Sin Constitución no hay libertad. Y sin libertad no hay España. Por ello, es absolutamente prioritario salvar a la monarquía. Y esto pasa, seguramente, por juzgar a Juan Carlos I. Es decir, los monárquicos, entre los cuales me encuentro, somos los primeros en defender la institución a costa del hombre. El propio Juan Carlos hizo lo mismo con don Juan, y don Juan con Alfonso XIII. Es el sino del cetro y, si queremos monarquía -España, libertad, Constitución-, no hemos de poner problemas en apoyar la investigación que pide Podemos. Están apuntalando a Felipe VI.
España no es un partido de fútbol y si somos audaces encontraremos socios entre los propios adversarios. Para eso hace falta inteligencia, pero también una primera persona que tienda la mano, que hable a todos y que presente una alternativa grande, enorme, ingente, transversal, sin odio, desideologizada, sin macarradas y sin discursos tabernarios. A la mayor parte de la derecha el cuerpo le pide otra cosa. Pero la elegancia se trata fundamentalmente de hacer lo contrario de lo que te apetece. Podrían empezar todos, por lo tanto, por pensar.
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