Juan Milián Querol | 24 de junio de 2020
Tras el verano, la Justicia decidirá sobre la desobediencia confesa de Quim Torra. Carles Puigdemont ya trabaja en sustituirlo por un perfil aún mas radical, pero en su partido creen que el presidente guarda un as en la manga.
El 17 de septiembre el Tribunal Supremo estudiará la desobediencia confesada por Quim Torra. La decisión se prevé rápida y puede ser el inicio de otro otoño de «astucias» en tierras catalanas. Es la cargante normalidad del llamado procesismo, a saber, la deslegitimación de las instituciones desde las propias instituciones y el enredo permanente como finalidad. El presidente de la Generalitat llegó a dar por finiquitada la legislatura y anunció elecciones sin convocarlas, pero ahora, con los presupuestos aprobados y el coronavirus en retroceso, amaga con un atrincheramiento e, incluso, con el enésimo referéndum ilegal. Al nacionalismo le parece tan poco el daño que ha infligido a la convivencia y a la economía que, lejos de una rectificación, amenaza con una reincidencia.
En el pasado, la apuesta fue fallida y algunos –pocos- clérigos del procés empiezan a reconocerlo. Artur Mas, el más irresponsable de los irresponsables, puso «rumbo a lo desconocido» en 2012 y, desde entonces, los continuos anuncios de una inminente independencia provocaron la angustia de millones de catalanes no nacionalistas, pero también demostraron la inviabilidad del unilateralismo. Este fue pregonado reiteradamente desde la Resolución 1/XI del Parlamento de Cataluña, aprobada el 9 de noviembre de 2015. En ella el separatismo se desentendía de la realidad, anunciando que, gracias a una mayoría de votos que no había conseguido en las elecciones de aquel año, iniciaba un proceso constituyente y «no subordinado» a las instituciones del Estado como el Tribunal Constitucional. Sabemos cómo acabó la historia dos años después. Culminaron sus amenazas y declararon la independencia, pero unos se fueron a la cárcel y otros huyeron de la Justicia.
Ahora todo parece más calmado en Cataluña. Se diría que el famoso suflé ha bajado, pero esto podría ser un error de percepción con nefastas consecuencias. El constitucionalismo podría desmovilizarse electoralmente viendo el desamparo al que le está sometiendo el actual Gobierno de España. Este no ha tomado ninguna medida para evitar un nuevo golpe a la democracia. Pedro Sánchez, más allá de prometer traer a Carles Puigdemont a España –«¿De quién depende la Fiscalía?»-, también aseguró que modificaría el Código Penal para actualizar el delito de rebelión. Pasada la campaña electoral, como con tantas otras promesas, no hubo más noticia. Además, se ha negado a recuperar el delito de convocatoria de referéndum ilegal y tampoco ha tomado medidas que eviten el uso de dinero público en actividades anticonstitucionales. Ni se ha empoderado al constitucionalismo en Cataluña, buscando, al menos, cierto equilibro pluralista.
En definitiva, el Estado continúa con instrumentos del siglo pasado para hacer frente a un desafío que algunos han calificado como posmoderno, mientras la Generalitat sigue funcionando como una gran telaraña, como una enorme red clientelar, que mantiene con recursos públicos a los vividores del procés.
Así, esta calma aparente podría desaparecer en cualquier momento. La terna con la que trabaja Puigdemont para sustituir a Torra no parece que sea un indicio de moderación, sino de todo lo contrario. Los nombres que más suenan son de una radicalidad aún más agria que la del actual president activista. Es rizar el rizo supremacista. Son hooligans que, si llegan a la presidencia de la Generalitat, la decadencia de Cataluña se acentuará aceleradamente. Sin embargo, Torra aún no ha dicho su última palabra. Hace un par de años, en una entrevista a la Agència Catalana de Notícies (ACN) prometió corregir errores estratégicos y preparar el independentismo para un «momentum». Habló de tres oportunidades. Esta podía ser la sentencia del Tribunal Supremo sobre los hechos de 2017.
En ese momento, vandalizaron el centro de Barcelona y asaltaron el aeropuerto Josep Tarradellas. Con todo, el independentismo no avanzó en nada aquellos días de fuego y furia, más allá de desmentir, por si había alguna duda, su carácter pacífico. La segunda oportunidad a la que se refirió Torra eran las elecciones municipales, pero el separatismo acudió a la cita por separado y no logró hacerse con la codiciada capital catalana. Y la tercera se suponía que eran las siguientes elecciones autonómicas, es decir, las anunciadas y no convocadas.
No obstante, podría esperarse que Torra aprovechara su inhabilitación definitiva para realizar una última «jugada maestra». Como aseguró, es posible que haya aprendido la lección y no anuncie con meses de antelación la siguiente desobediencia. Lo más probable es que no se la anuncie ni a sus propios socios, los neobotiflers. Nadie se fía de nadie en el independentismo, pero esa fragmentación no es una garantía para el constitucionalismo, ya que la competición entre JxCat y Esquerra imposibilita cualquier triunfo de la prudencia.
El objetivo de los republicanos es liderar un tripartito con los comunes y los socialistas que les permita caminar con más seguridad hacia la independencia, ya que desmantelarían, con el apoyo entusiasta del PSOE de Sánchez, tanto lo que queda de los consensos de la Transición como lo que queda del Estado en Cataluña.
Pero, si Torra decide reanudar la vía unilateral, no está tan claro que los de Junqueras se desentiendan, ya que si hay algo que une actualmente a todos los independentistas es el miedo a ser señalado como un traidor. Siempre acaban sumándose a cualquier temeridad que proponga el más ansioso del grupo.
La guerra fratricida del separatismo les dificulta pactar estrategias conjuntas, pero en su magma emocional se ven irremediablemente arrastrados a la locura política. Así pues, en otoño podemos encontrarnos ante una reedición exprés del procés, con un separatismo que ha mantenido su base social, un constitucionalismo desamparado y un Estado más débil.
Alejandro Fernández se encontró un partido al borde de la desaparición y lo levantó, logrando un crecimiento del 43% en las últimas elecciones. Se ha convertido en uno de los bastiones de mando de la defensa del constitucionalismo en Cataluña.
Corre el rumor de que el PSC tenía dos almas: la nacionalista, mayoritaria entre sus dirigentes, y la constitucionalista, mayoritaria entre sus votantes. Sin embargo, en los últimos años ha quedado claro que ha vendido todas sus almas al diablo separatista.