Juan Milián Querol | 15 de julio de 2020
El resultado de las elecciones en el País Vasco es toda una advertencia para el constitucionalismo en Cataluña. Sería interesante que el Gobierno de España dejara de ensalzar a los nacionalistas.
La campaña más diferente dio paso a los mismos Gobiernos. Tanto en Galicia como en el País Vasco la pandemia del coronavirus reforzó lo ya conocido. Durante las últimas semanas, prácticamente todos los partidos trataron de mostrarse como adalides de la mejor gestión, unos con más credibilidad y experiencia que otros. Entre tanta desolación, no era momento para frivolidades identitarias, ni tampoco para las guerras subculturales de una vieja nueva izquierda que pronto podría desaparecer. De hecho, Podemos ha sido arrasado en ambas comunidades y, sin duda, la hecatombe electoral tendrá consecuencias: la purga pronto llegará a los pocos críticos que quedan en ese casoplón.
Esta vieja nueva izquierda jugó al nacionalismo, y el nacionalismo se le llevó los votos. El BNG en Galicia dejó a cero a los de Pablo Iglesias. Con imágenes de política pop, a lo obamita, y también con un discurso que recuerda a aquella alianza de colectivos victimizados, el nacionalismo gallego se ha situado como segunda fuerza en el reino de Alberto Núñez Feijóo. El PSdeG, por su parte, se pasó la campaña repitiendo que el presidente de la Xunta seguía la estrategia de Pablo Casado. Ahora, tras la cuarta mayoría consecutiva de los populares gallegos, los portavoces socialistas en los medios de Madrid dicen justo lo contrario. Cada uno se consuela como puede.
En el País Vasco, la pandemia también reforzó a los gobernantes. Sin embargo, la subida de EH Bildu destapa los fallos y las fallas de una sociedad que ha olvidado o desea olvidar los golpes del virus terrorista. Bildu, como aquella ERC de Carod-Rovira, viró hacia un discurso más social, y algunos se han creído que los que antes justificaban la muerte ahora defienden la salud. De manera más sutil y sibilina, el nacionalismo vasco está consiguiendo aquello que el catalán predica, pero no ejerce, «ensanchar la base». Así, la situación no es fácil para un constitucionalismo menguante que observa cómo el actual Gobierno de España blanquea lo más oscuro de aquellas tierras. Bildu ha avisado: «Primero ponernos de pie y luego cambiar de rumbo». Y, cuando el nacionalismo vuelva a la carga, el PSOE dirá: «La culpa es del PP» o, su nuevo hit, «no se podía saber».
Este es un claro aviso ante las próximas elecciones catalanas. El desamparo de hoy se pagará en las urnas mañana. La gestión de la pandemia por parte de la Generalitat ha sido una reñida carrera entre la incompetencia y la indecencia. Ni Esquerra Republicana ni los fragmentos del pujolismo podrán mostrar a sus seguidores un balance positivo en la gestión o la ampliación del autogobierno. Lejos de Feijóo o, incluso, de Iñigo Urkullu, Quim Torra se ha mostrado estridente y desleal en los momentos más críticos. Los despropósitos del monaguillo de Carles Puigdemont han sido de tal calibre que han asomado críticas -leves, pero críticas al fin y al cabo- en el panorama mediático más subvencionado y monolítico de Europa. Clérigos del procés señalando que lo de Lleida podría haberse gestionado mejor. Vivir para ver.
Mientras otras comunidades autónomas controlan sus rebrotes, aquella que más exigió tener competencias para gestionar la pandemia es la que se está mostrando más ineficaz. Esto también se podía saber. Lamentablemente, nos estamos acostumbrando a la degeneración institucional en Cataluña. Aunque esta vez parece que la estelada no será capaz de cubrir toda la porquería. La soberbia nacionalista obstaculizó la ayuda de la Guardia Civil o del Ejército a residencias y municipios. El algoritmo del procés siempre decide la peor opción para los intereses de los catalanes, en este caso, intereses vitales. Y hoy siguen instalados en esa ilógica: la gestión irresponsable, la tremenda sobreactuación y los enemigos imaginarios.
En Lleida, la Generalitat empezó obviando las señales y acabó ignorando los derechos fundamentales. La Justicia anuló el plan de confinamiento de un Torra obsesionado con ejercer de soberano. Es lo de siempre. El nacionalismo renuncia a ejercer sus competencias y mecanismos autonómicos, buscando una confrontación judicial que alimente el victimismo. Sin embargo, esta cansina estrategia no está siendo efectiva ahora que se muestra como peligrosa para la salud, también de los nacionalistas. Pero la realidad es que no saben hacer otra política. Ante el desconcierto de una ciudadanía harta, Torra reincide con subterfugios. Ojo, le avisa la Fiscalía de Lleida. “Però això què és?”, tuitea Torra. Uno quisiera imaginarlo balbuceando ante el descubrimiento del Estado de derecho y la democracia, pero me temo que esta es simplemente la enésima expresión del procesismo barato.
Torra y asociados hacen pagar a todos los catalanes los despropósitos de un Gobierno en desintegración. La mala gestión de los temporeros y las consecuentes infecciones han derivado en la obligatoriedad de mascarillas para todos, desde Cadaqués hasta La Sénia. De este modo, la guerra fratricida entre independentistas está generando víctimas colaterales en toda la sociedad catalana. No obstante, la paradoja es que, con todo, el nacionalismo acudirá en masa a las urnas de otoño. El engaño y la ineptitud pasan a un segundo plano cuando el odio se alza como agente movilizador. Votarán contra España, como siempre, pero esta vez también contra los «traidores» de Esquerra, o contra los fanáticos de Puigdemont. O contra todo aquel que pretenda matizar.
Lo sucedido el pasado domingo en el País Vasco es toda una advertencia para el constitucionalismo en Cataluña. Por un lado, sería interesante que el Gobierno de España dejara de estigmatizar a las fuerzas constitucionalistas y de ensalzar a las nacionalistas. Y, por otro, los partidos deberían presentar a sus mejores candidatos, teniendo en cuenta que esta vez los catalanes no acudirán a votar en clave seudoplebiscitaria como en 2017. Seguiremos arrastrando la rémora del procés, pero esta vez también se pensará en otras claves ideológicas en torno a esta crisis múltiple que, durante los próximos meses, no dejará de crecer.
Pedro Sánchez no quiere pactar con el PP, quiere sumisión incondicional. Piensa que pactar con los populares lo debilitaría. Prefiere compañeros de viaje que le embadurnen y compliquen la vida pero que castiguen a su rival.
Tras el verano, la Justicia decidirá sobre la desobediencia confesa de Quim Torra. Carles Puigdemont ya trabaja en sustituirlo por un perfil aún mas radical, pero en su partido creen que el presidente guarda un as en la manga.