Aquilino Duque | 23 de agosto de 2020
La Hispanidad no es una ideología, sino una realidad histórica y cultural, que por cierto hicieron suya izquierdistas de nota como Trotsky.
Paseando recientemente por la capital de una de las dos partes en que, según Fernando Villalón, se dividía el mundo conocido, la incomparable ciudad de Cádiz, en la que los trogloditas de la memoria senil, hoy al frente de los destinos de la nación española para asombro de propios y extraños, no han dejado de arremeter contra algunos signos externos de nuestra historia reciente, siguen por fortuna en pie los signos externos de la Constitución de 1812 y alguna que otra placa en el domicilio de algunos de los diputados, como, por ejemplo, la del ecuatoriano José Mejía Lequerica, a la que, por desgracia, han venido a sumarse en los últimos tiempos las estatuas de dos venezolanos, Francisco de Miranda y Simón Bolívar, de tipo ecuestre además la de este, como la también erigida en la otra capital del mundo de Villalón, otrora puerta de oro de las Indias: Sevilla.
La iconoclastia, o iconoclasia, como prefiere decir la aguerrida defensora de la Hispanidad María Elvira Roca Barea, no es más que, como se ha visto en Cádiz con el caso de José María Pemán, un efecto colateral, por no decir directo, de esa damnatio memoriae que practican los susodichos trogloditas de la memoria senil, por mal nombre «memoria histórica», como lo es la hostilidad de los ecologistas a los pantanos o embalses con que, si se salen con la suya, harán lo mismo que ya se ha hecho con las estatuas, ecuestres o no, o con el propio sepulcro, del culpable de tamaña agresión a la natural aridez del denostado «páramo».
En mis tiempos de Doñana, hube de salir al paso de un chiste de mala pata de «El Perich», para denunciar entre los vicios de la raza la dendrofobia y la piromanía. Pero como no hay dos sin tres, tenemos la hidrofobia, y de ahí la aversión de los trogloditas de las autonomías al Plan Hidrológico Nacional. Esta hidrofobia no es nueva ni mucho menos. Mi añorado maestro Manuel Giménez Fernández, maestro sobre todo en el arte de nadar contracorriente, protestaba con su voz de «gallina histérica», como lo llamara alguien en las Cortes republicanas, de que en España solo se construyeran pantanos en lugares donde nunca llovía, y a poco de proclamarse la actual democracia, un ministro de UCD, Joaquín Garrigues, anunciaba en son de triunfo y en Granada que ya era hora de poner fin a las inauguraciones de pantanos.
Digo esto para que quede claro que la hidrofobia no es una ideología, sino un desvarío de mentes de secano de muy distinto signo. A esta conclusión llegué cuando, en el orto del sistema actual, tuve que ocuparme a fondo de los problemas del Coto de Doñana, pero lo que ahora me hace volver sobre ello es otro concepto, tan consustancial como el de los pantanos con el régimen de Franco como el de la Hispanidad, uno de los motivos, por cierto, por los que Ramiro de Maeztu supo por qué lo mataban unos desgraciados que lo mataron sin saber por qué.
Alguien que también ha salido al paso de esa ideologización de la Hispanidad es la mencionada Elvira Roca, que también la negó rotundamente al replicar a alguien y ella, que es más viva que el hambre, al darse cuenta de la intención de la pregunta, cortó por lo sano diciendo que la Hispanidad no era una ideología, sino una realidad histórica y cultural, que por cierto habían hecho suya izquierdistas de nota, entre los que mencionó nada menos que a Trotsky y al poeta Luis García Montero, hoy al frente del Instituto Cervantes. Otra hispanista amiga se lamentaba en un artículo de prensa de la ignorancia en la España actual de la historia de América y lo atribuía a la falta de «pedagogía» al respecto durante el «régimen anterior». No perdí un segundo en recordarle que la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, donde ella se formó y de la que con el tiempo sería directora, se fundó en 1942, y que de esos años databa la Universidad de Verano de La Rábida, de la que fui becario en 1950, dependiente todo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, así como el Instituto de Cultura Hispánica, que también frecuentaría más adelante, entre otras cosas, como colaborador de la revista Cuadernos Hispano-Americanos, y de la cantidad de becarios hispanoamericanos, brasileños inclusive, entre ellos algunos que, en la llamada «madre patria», emprenderían una brillante carrera literaria.
Tan vinculado estaba con el régimen de los pantanos y de las dos pagas extraordinarias, de la repoblación forestal y de la familia numerosa, de los polos de desarrollo y la electrodomesticación de las masas, el término defendido por Maeztu y acuñado por don Zacarías de Vizcarra que, al llegar los socialistas al poder, le faltó tiempo al nuevo director del centro, el ginecólogo sevillano Luis Yáñez-Barnuevo, para arrancar de su fachada la lápida con la frase del cronista Francisco López de Gómara, en la que ponía al descubrimiento y la evangelización del Nuevo Mundo como el mayor acontecimiento de la historia después del Nacimiento en Belén de Nuestro Señor. De este modo, el ínclito ginecólogo mataba dos pájaros de un tiro: el de una historia de la que había que avergonzarse y el de una tradición religiosa de la que había que renegar.
Esta mentalidad, a la que la casta intelectual no era ajena, hizo que los gobernantes, aunque solo fuera porque la Exposición conmemorativa del V centenario del acontecimiento susodicho se celebraba en Sevilla, ciudad natal del presidente del Gobierno, tuvieran la feliz idea de recurrir a grandes y prestigiosos escritores ultramarinos, como Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, que estuvieron por fortuna, cada cual a su estilo, a la altura de las circunstancias. También quien esto firma, y a requerimiento, justo es decirlo, de los socialistas locales, aportó su granito de arena para reivindicar a Sevilla como sede de la «Casa del Océano» y «Puerta de oro de las Indias».
Otro centenario que me tocó conmemorar fue el de la muerte de Menéndez Pelayo, esta vez con la derecha vergonzante en el poder, que no quería darse por enterada y eso que el secretario de Estado para la cultura era santanderino. Ya antes lo había comprobado al conmemorarse el nacimiento de José Antonio Primo de Rivera, en el que se echaron para atrás personajes que debían lo que eran al entusiasmo con que habían lucido la camisa azul. La excusa siempre venía a ser la misma: la «apropiación indebida» por parte del «régimen anterior», no ya del pensamiento de españoles ejemplares, sino de símbolos, ideas y realizaciones innegables, como la propia bandera, la monarquía o la justicia social, por no hablar de la Santa Madre Iglesia, de la que, como hace poco he podido leer, en la apología de alguien, propagandista por cierto, que hasta 1951 hizo mucho por ella, tuvo el Caudillo «la pretensión de erigirse en su defensor».
Todo eso es aplicable a la Hispanidad. Decir que Franco se la apropió es como decir que la que, cuando nos conviene, llamamos la «bandera de todos», se la apropió también cuando un 15 de agosto, en el balcón del Ayuntamiento de Sevilla, sustituyó con ella la tricolor de la II República, esa que tanto y tan impunemente hemos aireado en estos tiempos ante las propias narices de la monarquía.
Un gran amigo de María Elvira y mío, el argentino Marcelo Gullo, rectifica una brillante y no muy feliz ocurrencia de Ortega al decir que «España es el problema y la Hispanidad su solución». Quiere eso decir que, mientras acá nos resignamos o nos regodeamos con la balcanización de las autonomías, allá hay personas como él que deploran la balcanización de las Españas ultramarinas en el momento de su inevitable independencia. No es Gullo el primer hispanoamericano, y eso que sus dos apellidos son italianos, que sueña con una América española que se acuerde de su grandeza virreinal para que, por lo menos, la tome en serio el democrático imperio que llegaron a ser las colonias británicas. Este imperio, después de la II Guerra Mundial, tuvo que sostener una larga «Guerra fría» con sus propios aliados, hasta que prevaleció sobre el soviético.
La historia, sin embargo, gira en sentido contrario a la rotación del planeta, y China, que ya frenó a Occidente en Corea y en Indochina, se yergue al otro lado del Pacífico, con su combinación de maoísmo y capitalismo salvaje, en espera de que el orto del imperio llegue a sus costas, mientras la sombra cae sobre las americanas. Esto les importa bien poco a las «utopías negativas» de que se valen los apóstoles de la globalización y el cambio climático, del aborto, la eutanasia, la iconoclastia y el indigenismo.
María Elvira, por su parte, ante esos desafíos, cuyo objetivo es, no solo la Europa de los mercaderes, sino todo lo que entendemos por Occidente y en tiempos se llamó la Cristiandad, aspira a formar con México, donde no falta quien piense como ella, un núcleo que nos devuelva la proceridad, como decía Miguel de Unamuno, a los «españoles de ambos hemisferios» para que, en el día, que algunos no veremos, en que se venga abajo el Imperio norteamericano, le quede al menos a Occidente un Imperio: el de la Hispanidad.
El socialista Alfonso Guerra asumió el papel de «malo», junto al «bueno» de Felipe González. Ahora se muestra alarmado ante un Gobierno como el actual.
Ha recibido el V Premio de la Fundación Villacisneros por su labor investigadora y divulgadora en defensa de la verdad histórica de España.