Aquilino Duque | 13 de septiembre de 2020
El declive del Imperio estadounidense aviva la pugna de otros líderes por asumir ese papel hegemónico. El turco Erdogan aspira a liderar el mundo islámico y no duda a la hora de actuar en lugares tan simbólicos como la Basílica de Santa Sofía.
Lo ocurrido con la Basílica de Santa Sofía en Estambul y las amenazas en el mismo sentido que se ciernen sobre la Mezquita de Córdoba son hechos que se entienden perfectamente ante la posible pugna del siglo XXI por las naciones que aspiran a heredar de los Estados Unidos de América lo que Agustín de Foxá llamara «el peso de la púrpura». Ese «peso de la púrpura» recayó por entero sobre los Estados Unidos, que lo venían compartiendo con el Imperio soviético desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Con el Imperio soviético alcanzaría Rusia su «límite de dilatación», que duró nada menos que medio siglo, con unos efectos para media Europa análogos, según el hispanista checo Josef Forbelsky, a los que hubiera tenido en su día la conquista de España por los aztecas. Rusia no tuvo más remedio que retranquearse y pasó por un periodo de desconcierto e incertidumbre hasta que, por fortuna, recuperó su voluntad de Imperio y, al mismo tiempo, hizo suyos los valores de los que reniega Occidente en general y Europa en particular; una Europa dejada de la mano de Dios y más que nunca dominada por el Príncipe de este mundo.
Turquía, con su pequeño enclave en la orilla norte del Bósforo, siempre tuvo unas relaciones complejas con Europa y un pasado imperial que, pese a los reveses de Lepanto y de Viena, no solo dejó honda huella en los Balcanes, sino que perduró hasta la Primera Guerra Mundial o Guerra Europea, en la que corrió la misma suerte que sus aliados, el II Reich y el Imperio austrohúngaro. Reducida su implantación europea a la Rumelia, el pequeño entroterra de Estambul, encontró un hombre que logró evitar el desguace del resto del Imperio haciendo frente a franceses, ingleses, italianos y griegos, dispuestos a repartirse Anatolia. Hablamos de Mustafá Kemal, que ya en 1909, al frente de los Jóvenes Turcos, había derrocado al penúltimo sultán y no estaba por la labor de apoyar a sus sucesores.
Ataturk quiso europeizar a la Turquía de su tiempo; abolió la shariah, sustituyó la lengua otomana (mezcla de turco y árabe) de los gobernantes por el turco de los gobernados y el alfabeto árabe por el latino, prohibió el uso del fez en el hombre y del velo en la mujer, impuso vestimenta europea, creó un Estado laico con separación de poderes, suprimió el califato y proclamó la República. En lo que no transigió fue en la pretensión de las potencias de reducir Turquía a la mínima expresión, según el Tratado de Sèvres aceptado por el sultán Mehmed VI en 1920 y sustituido tres años después, a punto ya de proclamarse la República, por el de Lausana, bastante menos leonino y en el que se fijaron las fronteras turcas como más o menos han llegado hasta nuestros días.
La Guerra Europea o Primera Guerra Mundial, llamada también la Guerra de los tres Primos, nietos los tres de la reina de Inglaterra y emperatriz de la India, tuvo entre sus pretextos la cuestión de las nacionalidades, reducidas, eso sí, a los Imperios centrales, dos de los cuales, el austrohúngaro y el turco, eran un mosaico de etnias. La República Francesa no era Imperio, pero no por falta de ganas, y estaba implantada en cuatro continentes. Francia tenía, además, una cuestión pendiente con el II Reich, proclamado nada menos que en el Salón de los Espejos de Versalles y dueño desde entonces de Alsacia y Lorena, y muchas con el Imperio de los Habsburgos. Inglaterra nunca toleró que sugiera una verdadera Potencia en el mosaico europeo y menos si era la Prusia del primo Willi y, en cuanto al pobre primo Nicki, se dejó arrastrar por los que pensaban que la guerra le evitaría una revolución que se veía venir. Pero no contaban con la huéspeda, la gran Democracia Americana que, con el pretexto de ayudar a sus primos del Old Country, tenía ya voluntad de Imperio desde que se adueñara de medio Méjico y apuntillara al agonizante Imperio español en Santiago de Cuba y en Cavite.
El presidente Erdogan no oculta su propósito de deshacer todo lo hecho por Ataturk y volver, no ya al Imperio otomano, sino a un Califato que se ponga al frente del magma islámico en plena ebullición
Los pretextos de Wilson, secundado por Francia e Inglaterra, consistían en fragmentar los Imperios centrales inventándose una nación en cualquier comarca, por reducida que fuera, donde se hablara un dialecto y predominara una minoría oprimida. El Tratado de Versalles, lejos de asegurar la utopía kantiana de la paz perpetua, enconó las heridas de los vencidos y abrió otras nuevas entre ellos, y a ello no dejó de contribuir el Imperio soviético, amenaza muy real a la que las naciones más amenazadas replicaron con el fascismo y el nacionalismo, a los que ciertamente no faltaba la voluntad de Imperio. Por si fuera poco, Japón, que ya tenía a sus espaldas su guerra victoriosa contra la Rusia zarista, se sumaría al III Reich y al Nuovo Impero en el Pacto Anti-Komintern y, llegado el momento, cuando caducó el Pacto de No Agresión entre Hitler y Stalin, hizo ver que el del Sol Naciente no era menos Imperio que los otros.
Esa demostración, predicha por cierto por Paul Morand en su relato Le Tsar noir ¡en 1930!, se hizo precisamente en Pearl Harbor, y precisamente contra el Imperio que a fines del XIX se alzó sobre las ruinas del Imperio español. El presidente Roosevelt no desaprovechó la ocasión y se sumó a la mêlée, como le suplicaba Churchill en todos los tonos, para que, como en 1917, salvara de los «hunos» al Old Country. Pero el demócrata Roosevelt no iba ser menos demócrata que el demócrata Wilson y desde el primer momento no vaciló en poner al Imperio británico en su punto de mira, una vez liquidados los Imperios Anti-Komintern, como pudo comprobar amargamente en Yalta su amigo Churchill que, al asumir el cargo de primer ministro del Reino Unido en mayo de 1940, anunció que no lo hacía para presidir la liquidación del Imperio británico.
La Basílica de Santa Sofía, sucesivamente catedral latina y ortodoxa, mezquita desde que el joven sultán Mehmed II entró en ella a caballo, dejó de serlo en la Turquía de Kemal Ataturk, que la convirtió en museo. Ahora vuelve a ser mezquita por decisión del presidente Erdogan, que no oculta su propósito de deshacer todo lo hecho por Ataturk y volver, no ya al Imperio otomano, sino a un Califato que se ponga al frente del magma islámico en plena ebullición. Santa Sofía fue, como catedral católica, como basílica ortodoxa, como mezquita, el templo más grande del mundo hasta 1520, año en que acabó de edificarse la Catedral de Sevilla.
Sevilla está, como Granada, como Córdoba, como toda la península ibérica, en el punto de mira de ese islam que nunca ha dejado de considerarla y reclamarla como al-Ándalus. De momento, me temo que el obstáculo más serio que tiene es Moscú, con esa catedral castrense que acaba de inaugurar y supera en proporciones a todas las demás. Ahora que la idea de la Hispanidad vuelve a levantar cabeza a ambos lados del Atlántico, piensa María Elvira Roca, y algunos entre los que me incluyo, que el día de mañana, cuando le llegue su última hora al Imperio norteamericano, no le quede a Occidente otra posibilidad imperial que la Hispanidad. Lo malo es que, por el momento, a este Occidente iconoclasta y relativista le importa más el Becerro de Oro que las Tablas de la Ley.
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