Juan Milián Querol | 01 de abril de 2020
Los clásicos pueden ser un buen aliado para el confinamiento. «El tirano. Shakespeare y la política» es un ejemplo de ayuda para entender qué nos pasa, mucho más que las comparecencias de algún presidente del Gobierno.
Todo era demasiado aburrido y, de repente, la historia se aceleró. Se aceleró el progreso tecnológico, pero también la fractura social. El aburrimiento se convirtió en inquietud. Más allá de la crisis económica, se instaló una ansiedad respecto al futuro debido a procesos como la automatización o la deslocalización.
La creciente diversidad social también fomentó resentimientos. Se extendió la sensación de pérdida de control y de disolución de la identidad entre oportunismos ideológicos. Las élites más cosmopolitas, insensibles a estos temores, dieron respuestas entre torpes y prepotentes, incluso insultantes. Así, se fue perdiendo la fe en las instituciones y emergieron líderes carismáticos de la antipolítica o del nacionalpopulismo. Mucho se ha escrito sobre estos fenómenos. Autores como Christophe Guilluy, Yascha Mounk, Timothy Snyder, Steven Levitsky o Daniel Ziblatt han publicado interesantes reflexiones que ya hemos reseñado en este diario.
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Sin embargo, la pandemia de la COVID-19 puede cambiarlo todo. O no. En una reciente entrevista publicada en El Mundo, el profesor de Psicología de Harvard Steven Pinker, aun asumiendo la imposibilidad de predecir el alcance de los cambios que provocará esta crisis, se aventuraba a profetizar un incremento del apoyo popular a la ciencia sólida y a la buena gobernanza, en detrimento de los nacionalismos populistas. Otros muchos -quizá la mayoría- no comparten este optimismo y esgrimen diversas experiencias históricas para demostrarnos cómo el miedo y la desesperación pueden llevar incluso a las sociedades más avanzadas a renunciar a sus libertades y a buscar certidumbres en las capacidades de un tirano. En este sentido, el coronavirus sería como meter una marcha más en el proceso de degeneración democrática que venía padeciendo Occidente.
Sea como sea, y dado que ya está todo escrito, no parece mala idea ser precavidos y aprovechar el confinamiento para leer o releer aquellos clásicos que nos ayudan a entender qué nos pasa, mucho más que las comparecencias de algún presidente del Gobierno. Precisamente, durante una cuarentena, se escribieron algunas de las más grandes obras, como El rey Lear de William Shakespeare. Leyendo al dramaturgo inglés, uno desarrolla, por ejemplo, habilidades para detectar con mayor precisión los elementos de un sátrapa en potencia y los factores que pueden llevarlo al poder. De hecho, uno de los grandes expertos en la vida y la obra de Shakespeare, Stephen Greenblatt, nos lo explica en un libro sumamente interesante, El tirano. Shakespeare y la política. A partir de aquí, cualquier parecido entre políticos reales que el lector pueda tener en mente y los personajes de Ricardo III, Macbeth, Coriolano o el propio Lear es pura casualidad. O no.
El tirano, Shakespeare y la política
Stephen Greenblatt
Alfabeto
254 págs.
20€
Cada tirano de Shakespeare lo es a su manera. Algunos llegan al poder por su habilidad para la mentira y la traición; otros, en cambio, degeneran moralmente al sentarse en el trono. En los inicios suele haber furia partidista, un odio que apaga el razonamiento y la moderación, divide a la población en buenos y malos y genera caos. De este modo, se van abriendo las puertas de las instituciones al tirano. Greenblatt nos habla aquí del “populismo fraudulento”, el que no ofrece educación, sino resentimiento; el que no busca dar solución a la pobreza, sino servirse de los pobres.
El tirano es narcisista. Necesita estar siempre presente. Y odia la ley, porque considera que el bien común es de perdedores. Sabe aprovecharse de una crisis, pero no puede alcanzar el poder él solo. Su éxito es fruto de un fracaso colectivo. Por ello, una pregunta clave es cómo puede una sociedad aceptar el engaño de manera consciente, aupando a un descarado manipulador o a un derrochador sin escrúpulos. ¿Quién se atrevería a ayudar a un personaje tan perverso? Pues no suelen faltar voluntarios. Greenblatt nos propone toda una tipología de cómplices: los que realmente han sido embaucados, los que tienen miedo, los que confían en que nada va a cambiar, los que creen que pueden sacar provecho de la destrucción y “los que no pueden entender con claridad que Ricardo sea tan malvado como parece” y “se sienten atraídos a normalizar todo lo que no es normal”. «No puedo ni pensarlo» es, según nuestro autor, “el lema de aquellos en cuya cabeza simplemente no cabe la idea de semejante perfidia”. Una ingenuidad fatal.
No se podía saber, dirán luego. Greenblatt advierte que “el constante bombardeo de falsedades desempeña su papel: contribuye a marginar a los escépticos, a sembrar la confusión y a acallar las protestas que, de otro modo, habrían podido surgir”. Con todo, una vez en el palacio, el tirano no se siente satisfecho. No se siente seguro y se obsesiona con la lealtad. Sabe que no tiene amigos de verdad. No los podía tener. Se impacienta. Y se destapa como un perfecto incompetente en la gestión. Sí, obtuvo el poder con mentiras y traiciones, pero nada de eso le sirve para el buen gobierno. “Cuando un gobernante autocrático, paranoico y narcisista se pone a deliberar con un servidor público y le pide lealtad, el Estado está en peligro”. No tiene un proyecto para la nación, pues solo quería el poder por el poder, desprecia la verdad y exige obediencia inmediata. Finalmente, el egocentrismo, como en el caso de Lear, precipita el desastre. Acaba fracasando, pero el daño ya está hecho. Así, los tiranos de Shakespeare, los tiranos de siempre, son una lección para no olvidar.
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