Juan Milián Querol | 02 de enero de 2020
El “desproceso” solo es posible si el nacionalismo pierde el poder. No se trata de ganar elecciones, sino de sumar y cambiar democráticamente el Gobierno de la Generalitat.
La borrachera nacionalista provoca una larga y dolorosa resaca. Las empresas se van y las inversiones dejan de venir. El perpetuo mal humor no seduce y Cataluña solo atrae a radicales antisistema. Valencia ya recibe más turistas nacionales, Madrid consigue el sorpasso económico y Barcelona se entristece atrapada por populismos de toda especie. Sin embargo, no existe el menor atisbo de autocrítica entre los partidos independentistas. Tampoco se ven impelidos a ella, porque la batalla entre Esquerra Republicana y Junts per Catalunya es por la hegemonía dentro de un bloque electoral que parece no tener fisuras.
Es una guerra fratricida por un voto tremendamente emocional que, aunque intuye que no hay república ni se la espera, se ha empachado de ilusiones en los últimos años y no digiere la rectificación. Así, estos partidos juegan con las cosas del comer de los demás, mientras se pelean por el control de TV3 o por el de la vicepresidencia que sustituirá a Quim Torra cuando este sea firmemente inhabilitado. La decadencia, en todos los sentidos, es evidente en Cataluña, y la irracionalidad independentista es su principal culpable.
Sin embargo, todo es susceptible de empeorar. El PSOE, en su camino hacia el poder, está dispuesto a tropezar de nuevo con todas las piedras nacionalistas, piedras que ahora son rocas sediciosas. Lo de los tripartitos de Pasqual Maragall y José Montilla quedará simplemente como un ejemplo de oportunismo y mala gestión comparado con lo que ahora planean perpetrar.
Al menos, y aunque sea tras las elecciones, ya no engañan. El diputado José Zaragoza confesó en una entrevista al periódico Ara que ellos están más cómodos pactando con Esquerra Republicana que con el Partido Popular. Miquel Iceta lo corroboró, presumiendo en Twitter de la afirmación de su camarada, y Pedro Sánchez, callado, otorgó. El engaño a sus votantes se ha consumado. Nunca es nunca, dijo el candidato Sánchez. ¿Se refería a pactar con los independentistas o a decir la verdad?
La estrategia socialista nos lleva de cabeza a un nuevo proceso secesionista al premiar actitudes antidemocráticas y al atacar a todas las instituciones del Estado en su independencia y prestigio. Lo del palo y la zanahoria lo han entendido al revés. El canadiense de Quebec, Stephan Dion, lo tenía claro al advertir que al nacionalismo no se le calma, se le combate con las ideas. La elite separatista debería perder toda esperanza. No solo porque nunca se va a conformar, y usará cualquier cesión para fomentar la división y menoscabar la libertad, sino porque el separatismo ha vaciado de significado las palabras con las que nos podríamos entender. Ha hecho imposible el diálogo sincero.
Como expertos populistas que son, se llenan la boca de democracia y libertad para demoler tanto la democracia como la libertad. Cualquier pacto de investidura entre PSOE y Esquerra Republicana nos conducirá a un gravísimo conflicto entre catalanes a medio plazo, porque si Sánchez cumple lo pactado, los separatistas golpearán con más armas, y si Sánchez incumple, lo harán con más rabia.
El “desproceso” solo es posible si el nacionalismo pierde el poder. Así pues, no se trata de ganar elecciones, sino de sumar y cambiar democráticamente el Gobierno de la Generalitat. Solo mermando su capacidad para repartir recursos y cargos, el nacionalismo se replantearía el unilateralismo como amenaza permanente. Además, un Gobierno constitucionalista podría reorientar las energías de la sociedad catalana, que aún quedan, hacia objetivos más productivos y menos divisivos.
Una refundación democrática de la Generalitat, recuperando la neutralidad de las instituciones y el respeto por el pluralismo, permitiría a la sociedad, la economía y la cultura catalanas desencorsetarse y volar libres. Pero esta solo será posible si el constitucionalismo logra que las mayorías sociales sean mayorías parlamentarias y, para ello, se requiere inteligencia y generosidad para coordinar estrategias, sin sacrificar los principios ideológicos de cada partido, y apostar por los mejores candidatos.
Sin embargo, estas condiciones necesarias no son suficientes si los partidos constitucionalistas en Cataluña siguen sin poder jugar con las mismas condiciones que los partidos separatistas. Estos cuentan con toda una Administración pública y un sistema de medios públicos y concertados a su favor. Aquellos, sin embargo, se sienten desamparados por un Estado sin presencia continua en la sociedad catalana y, además, despreciados por ciertas elites -también madrileñas- muy dadas a repetir inventos con nitroglicerina, aupando a nuevas convergències que solo dividen el voto constitucionalista, mientras refuerzan los marcos nacionalistas, ya que repiten los mismos cuentos que nos han traído hasta aquí.
Sería ingenuo pensar que un Gobierno presidido por Sánchez, y más con Pablo Iglesias como vicepresidente, no fuera a abocarnos a los catalanes constitucionalistas a la autodefensa, a una paupérrima, pero noble, resistencia. Recuerden qué instintos guiaron a los socialistas en el dramático otoño de 2017: durante el referéndum independentista e ilegal quisieron reprobar a la vicepresidenta del Gobierno de España y, después, se negaron a impulsar la manifestación del constitucionalismo que el 8 de octubre llenó el centro de Barcelona. Visto el éxito, se sumaron a la siguiente. Siempre hay que arrastrarlos hacia lo correcto. Y es que la izquierda española solo defenderá la unidad de España y la Constitución si en la sociedad existe una persistente, firme y explícita convicción constitucionalista. Llámenlo ejemplaridad bottom-up o puro cálculo electoral.
El PSC ha defendido siempre que Cataluña es una naciónMiquel Iceta, primer secretario del PSC
En general, es mejor tener una actitud algo escéptica hacia todo Gobierno, pero más hacia uno con estos mimbres. Por ello, el constitucionalismo en Cataluña deberá tomar las riendas de su propio futuro sin esperar demasiado del Gobierno de España. Si presenta batalla en todos los frentes de la sociedad, revirtiendo el programa totalizador de Jordi Pujol y descolonizando todas aquellas instituciones, como la Cambra de Barcelona, que se ha dejado en manos del separatismo, se crearán los incentivos para que el PSOE rectifique y, por una vez, actúe como un partido socialdemócrata a la europea, es decir, sin hacer depender el Gobierno de la nación de los enemigos declarados de la propia nación.
Para preservar o mejorar nuestro sistema democrático es necesaria, pues, una cultura democrática que permita el diálogo y el pacto entre los diferentes, pero que también se oponga con contundencia a premiar al que se salta las normas y viola los derechos de la ciudadanía. Y este camino, en algunas regiones, requiere esfuerzos, compromisos y sacrificios individuales. Tejer una sociedad civil libre bien merece la pena. En Cataluña existe una resistencia democrática y no debe callar ante el pacto entre el PSOE y Esquerra Republicana. Nunca más deben sacrificarse derechos para obtener sillones. Nunca es nunca.
El PSOE parece haber olvidado las lecciones del pasado. La asimetría en el trato de Sánchez hacia golpistas y constitucionalistas supera todos los límites democráticos.
Solo queda confiar en la regeneración del Partido Socialista y en que la juventud de Pablo Casado no sea bisoñez, su estrategia no sea apresuramiento y su programa no esté supeditado a su provecho ni al de la formación.