Carlos Marín-Blázquez | 02 de marzo de 2021
El acceso al poder responde hoy a unos parámetros de los que, en general, queda excluida la acreditación de la excelencia. De lo que se trata ahora es de crear un clima de opinión que concite adhesiones.
Una cosa entre todas hace grande al que gobierna: su voluntad de oponerse a la hegemonía de una idea que juzga perniciosa para el orden social. En la medida en que en el sostenimiento de esa determinación asume el riesgo de ver erosionado su prestigio, a su figura se agrega una nota de heroicidad. La política adquiere así una condición aristocrática. El hombre que debe su poder al designio de las masas, de improviso, elige contradecir al grueso de las fuerzas que un día propiciaron su ascenso.
En su entorno cunde la alarma. Un ejército de asesores esgrime, a modo de dato decisorio, el desplome de los índices de popularidad. Entre tanto, alentado por la intuición de una coyuntura benigna para sus intereses, el enemigo exulta. Sus terminales mediáticas conquistan posiciones impulsadas por el inagotable combustible de la agitación. No se trata de invitar al debate; se trata de aplastar. Una caterva de seres turbios, propagadores de la palabra tóxica, del discurso demagógico y unidimensional, emergen de sus antros poseídos por la fanática ambición de azuzar las pasiones. El signo de la época parece serles favorable. Y, sin embargo, nuestro hombre no se arredra.
Cuando los verdaderos intereses del pueblo son contrarios a sus deseos, el deber de todos aquellos a quienes ha propuesto para la salvaguardia de sus intereses es el de combatir el error de que momentáneamente es víctimaAlexander Hamilton, primer secretario del Tesoro de Estados Unidos
Lo vemos ahí, en lo más recio del temporal, fijado al mástil de sus principios. Su perfil se enaltece, a la vez que constatamos que los salivazos dialécticos que sus enemigos le arrojan no llegan a rozarlo. Se le criminaliza, por descontado; se le adscribe al bando de los réprobos. Pero el núcleo de sus convicciones permanece intacto. No es que ansíe la palma del martirio, no es eso. Es solo que en su orden de prioridades brilló siempre, atemperando la sed de poder consustancial a todo el que pretende el mando, una máxima innegociable: Salus populi suprema lex est («La salvación del pueblo es la máxima ley»). De modo que concibe la política como un arte orientado a la salvaguardia del Bien Común. En la persecución de ese anhelo ha de combinar dosis muy precisas de astucia y sacrificio, de espíritu de lucha y apertura a la compasión. Más de una vez se contempla a solo un paso del abismo, sometido a la tentación de desistir, y aun así ha aprendido a mantenerse íntegro. Comprende, por lo demás, que no debe esperar nada de sus enemigos. Sirven para él las palabras que Jünger dedicara al emboscado: «El embocado no aguarda que el enemigo admita argumentos y, mucho menos, que se comporte con caballerosidad». A la luz de esa certeza, su saber puede serlo todo, salvo un saber ingenuo.
Hasta aquí el esbozo de un arquetipo que la terminología política al uso sitúa bajo la acepción de «hombre de Estado». Alguien que se resiste a someterse al mezquino imperio de las cifras. Un espécimen menos interesado en la perpetuación de su poder que en el cumplimiento de una misión en la que siente que, hasta un límite dramático, la supervivencia de la comunidad se halla comprometida. Ocurre, sin embargo, que la degradación de esta época terminal asfixia la posibilidad de que alguien dueño de tales atributos ostente responsabilidades de calado. El acceso al poder responde hoy a unos parámetros de los que, en general, queda excluida la acreditación de la excelencia. De lo que se trata ahora es de crear un clima de opinión que concite adhesiones. Los verdaderos poderes, estratégicamente ocultos al escrutinio de lo público, buscarán entonces a alguien que, en posesión de ciertas cualidades epidérmicas, resulte apto para encarnar el triunfo de los valores sobre los que prosperarán sus intereses. Poco importa su grado de aptitud, en realidad. Pues –mero instrumento, al cabo, de la oligarquía que lo controla- aquello en lo que se va a fundar su predominio no es en la demostración de su solvencia y rectitud personales, sino en la capacidad que exhiba para lograr que las masas, inmersas en la efervescencia emotivista con que los medios de control social tienden a manipularlas, lo identifiquen como el genuino representante del supremo Bien.
A partir de ese punto, la política queda expuesta al asalto de los peores. Es cuestión de tiempo que aquellos que se muestran menos apegados a unos principios concretos y más inclinados al encanallamiento partidista y al abuso del exabrupto sumario trepen hasta los lugares más prominentes en la escala de las responsabilidades públicas. La palabra ‘élite’ experimenta entonces una agregación en su significado: desde ahora, designa también a los componentes de una aristocracia inversa, a los arribistas y sectarios, a los aduladores de las masas, a los desvergonzados exhibicionistas de su propia incompetencia.
Alexander Hamilton, uno de los redactores de la Constitución de los Estados Unidos de América, escribió: «Cuando los verdaderos intereses del pueblo son contrarios a sus deseos, el deber de todos aquellos a quienes ha propuesto para la salvaguardia de sus intereses es el de combatir el error de que momentáneamente es víctima, a fin de darle tiempo para que lo reconozca y contemple las cosas con sangre fría. Más de una vez ha sucedido que un pueblo, salvado así de las fatales consecuencias de sus propios errores, se ha complacido en elevar monumentos de gratitud a los hombres que habían tenido el magnánimo valor de exponerse a desagradarle con tal de servirle».
Si alguna vez estas palabras de Hamilton volvieran a resultarnos concebibles, sería quizá porque la sociedad se ha puesto en camino de restituirle a la política el estatuto del que nunca debieron despojarla: el de una de las actividades más dignas que, durante su efímero paso por la Tierra, pueden llegar a desempeñar los hombres.
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