Jaime García-Máiquez | 02 de octubre de 2020
El adoctrinamiento para inculcar en la sociedad española el odio a Franco se ha convertido en uno de los pilares ideológicos más firmes de la identidad de la izquierda política desde la Transición.
El odio ciego, sistemático, preternatural podría decirse incluso, a la persona de Francisco Franco y a lo que tenga que ver con él, se parece a ese fuego total de una biblioteca en llamas. Libros buenos y malos, novelas y ensayos, cuadros, mesas, paredes enteladas y butaquitas retóricas, todo tiene que arder y todo se retroalimenta en el interior de ese volcán convulso.
Lo sorprendente es que la «izquierda –oxímoron- democrática» lleva un cuarto de siglo vendiéndonos además el humo de ese fuego que han provocado (subvencionando Congresos Universitarios, libros, documentales, películas, televisiones públicas, periódicos), haciéndonoslo aspirar por narices, ennegreciendo los matices de la historia, asfixiando la realidad a fuerza de taponar los alveolos pulmonares con millones de componentes tóxicos.
No pretende uno con un artículo de prensa esclarecer la verdad de semejante farsa, pero sí arrojar algo de luz a las razones de este odio pirómano, exponer la injusticia histórica que supone «quemar toda la biblioteca» porque lo ordene alguien con la autoridad intelectual y moral de Carmen Calvo –ya decía Plinio (el Viejo, encima), Solebat nullum esse librum tam malum ut non aliqua parte prodesset -, y por último evidenciar lo cancerígeno de esa combustión incompleta que flota en el aire que respiramos.
Francisco Franco (1892-1975) fue un personaje extraordinariamente ambiguo y/o precavido en sus maniobras políticas y en muchos sentidos también militares. Nadie sabía (ni Sanjurjo, ni Azaña, ni Primo de Rivera, ni el General Mola, ni Hitler, ni Churchill) si se podía o no contar con él; si se contaba con él de qué forma sería y cuál sería su implicación; y si no se contaba con él, que reacción tendría, si de pasividad, defensa, ataque… Esta antipática habilidad se convirtió en una decisiva arma política desde principio de los años treinta hasta el final de su vida.
Por ejemplo, en 1931 Manuel Azaña anotaba en su diario «Franco es el único [general] al que hay que temer», pero todavía en 1933 lo mimaba como ministro en lo personal y con destinos y cargos con el propósito quizá de atraerlo a la Izquierda. Por otro lado, en 1932 el general Sanjurjo se entrevistó con él para comunicarle el golpe de Estado que daría en agosto (Sanjurjada) y asegurarse su adhesión; aunque Franco supo no concretarle nada, Sanjurjo salió de la entrevista pensando que era probable que llegado el momento se uniría a la sublevación, cosa que Franco no hizo, fracasando el golpe al final.
En las elecciones de Febrero del 36, la izquierda radical agrupada en el llamado Frente Popular se encaramó al poder, a través como ya se sabe a ciencia cierta de una manipulación de los resultados (Fraude y Violencia en las elecciones del Frente Popular «de carácter decisivo –como reconoce a regañadientes el tendencioso Santos Juliá – en el sentido de inclinar la mayoría a una de las dos coaliciones en disputa [la Izquierda, quién si no]». No es de extrañar que en esta situación incontenible y violenta, ilegal y antidemocrática, se fraguara un alzamiento de indignación en la búsqueda desesperada de un orden.
En este contexto resultan impresionante leer los testimonios de los sublevados precisamente sobre la ambigüedad del General Franco. Por ejemplo decía Sanjurjo, desde la cárcel tras el fracaso de su Sanjurjada, «Franco no hará nunca nada porque es un cuco». O José Antonio Primo de Rivera, que tras entrevistarse con él se quejaba a Serrano Suñer: «Mi padre, con todos sus defectos, tenía humanidad, decisión, pero esta gente…». Los otros generales involucrados en el Golpe, debido a su indecisión, lo empezaron a llamar Miss Islas Canarias 1936. El General Mola a pocos días de la sublevación, exasperado por su vacilación, exclamó: «Con Franquito o sin Franquito [el alzamiento va a adelante]».
La carta que Franco le escribe al ministro de la Guerra, Santiago Casares Quiroga, el 23 de junio de 1936 brindándose a corregir la situación de descontento en el Ejército Nacional es considera por Paul Preston –una persona que no ha dejado de escupir sobre la memoria de Franco, Caudillo de España (1994) desde hace treinta años- una absoluta «obra maestra» de la ambigüedad política. Bachaud, que lo presenta como un astuto político, lo resume en una frase lapidaria: «Es y desea ser impenetrable».
Me he extendido en detallar esta prudencia patológica del personaje en cuestión para hacer entender que –utilizando la terminología tosca impuesta hoy a diestro y siniestro- Franco era el menos franquista de los generales sublevados, es decir, el menos radical, el más sujeto a la legalidad que imponía el Gobierno Republicano, el que más «hubiera preferido restaurar el orden en vez de arriesgarlo todo en un golpe [de estado]» (Preston 1994, p.171). Es una paradoja esencial para entender las cosas como fueron.
Y esto, lejos de apaciguar el odio hacia él lo incrementa, porque su pequeña, baja, torpe y gordita figura de antilíder total, con esa cabeza redonda y simpática, con su calva extensa, absoluta, planetaria que tenía, y su inofensivo bigote mínimo, aparece de nuevo tocada por la luz del maldito y caprichoso baraka (la buena suerte con la que le veían los indígenas africanos desde su juventud), como predestinada por un destino grandioso que él parecía querer burlar y que a simple vista parecía quedarle desproporcionadamente grande.
Cuando acuñaron monedas con aquella famosa leyenda de Caudillo de España, por la gracia de Dios, debían haber puesto Por la Gracia y por el sentido del humor de Dios. Y hay que reconocer que esto produce a la izquierda un desafecto mayor.
Pero ganar la Guerra Civil, de la manera eficaz que lo hizo (Franco no era –hay que agradecer la aclaración a Sanjurjo- Napoleón; en efecto no lo era, pero no perdió una batalla), librando a España de un comunismo «bolchevique» (Antony Beevor. La Guerra Civil española. 2015) que hubiera sido atroz como un infierno helado, conllevando una despiadada limpieza del enemigo, y que se hubiera prolongado hasta finales de los 80, solo representa la punta del iceberg del resentimiento que aún hoy genera su persona.
El futuro podríamos emprenderlo los españoles juntos, que sería lo ideal. Podríamos emprenderlo incluso las dos Españas por separado, como hermanos unidos por el respeto y la sangre. Pero lo que no podemos es emprenderlo enfrentados.
La aceptación general de su no beligerancia en la II Guerra Mundial, la habilidad de hacer favores a la vez a unos y otros contendientes, que algunos de los suyos salvaran al mayor número de judíos de la guerra (45.000) en los momentos más duros de la persecución, su ideario católico, su inflexible anticomunismo, dejó a España de pronto en una insospechada «tierra de nadie» en esa división del mundo que supuso la Conferencia de Potsdam (1945): «Washington y Londres hubieron de volverse más cautos [con respeto a España], para irritación de Stalin» (Moa. Nueva Historia de España. 2011, p. 1030).
El lento y duro y firme y seco y gris crecimiento de la España franquista convirtió un país subdesarrollado en el que ostentaba el décimo PIB mundial; «el milagro económico» tenía verdaderamente de sobrenatural que había sido un milagro hecho entre todos. En lo cultural, lo que se empezaba a hacer dentro tenía mayor interés y calidad que lo de fuera. En el ámbito internacional a España se la miraba en la mayoría de los casos con respecto y cierta cordialidad, como un país con el que se podía trabajar y en el que se debía veranear. Para los enemigos de Franco la Guerra Civil fue una catástrofe, pero su perpetuidad se estaba convirtiendo en una pesadilla.
Aun así, el odio actual no sólo proviene de envidiar ese progreso, sino que se impregna del propio «odio africano» de Franco a la Democracia parlamentaria, la nuestra, a la que ignoró, repudió y satirizó en la teoría y la práctica, en público y privado, toreándola al natural, con el pase cambiado o de desprecio, y a veces con el kirikikí . Él tenía muy interiorizado que un grupo oligárquico de señores entronizados en un sistema privilegiado a los que se paga para discutir no llegarían jamás a ningún tipo de acuerdo, a no ser que fuera por supuesto para condenar el franquismo . Al contrario, fomentaría la confrontación entre unos partidos y otros con el fin único de conseguir votos, acabaría dividiendo a los españoles y fraccionando al país. Hoy día a nadie se le ocurría pensar tal cosa, tras cuarenta años de feliz Democracia parlamentaria y porque constituye además un delito penal.
Stanley G. Payne (El Fascismo.2014, p.193) califica el Franquismo de «semifascista» hasta 1945, y partir de entonces como de Sistema «autoritario burocrático». Su autoritarismo pragmático tutelaría un sistema pseudodemocrático, lo que se llamó una democracia orgánica, y lo haría con «astucia instintiva, manipulando y derrotando sin dificultad los desafíos de quienes era superiores a él» (entiendo que por «superiores a él», el camarada Preston quiere decir simplemente «más altos»).
Es razonable pensar que el bando nacional sintió que las heridas de la Guerra estaban cicatrizadas al final de la década del 50, es verdad que debido en parte a la superioridad que le daba la victoria y a esa cultura del «perdón y cuenta nueva» con la que la religión católica embriaga a todos sus fieles pecadores.
A la izquierda, en cambio, ese perdón les exige una generosidad extrema que en muchos casos puede resultar insuperable. Ni olvido ni perdón, rezaba aquel lema tan suyo. En una dramática entrevista que narra Félix Schlayer (Matanzas en el Madrid Republicano. 2010, p. 226) La Pasionaria lo dejó bien claro: «No cabe más solución que la de que una mitad de España extermine a la otra».
Este ánimo de aniquilación no está lejos del que hace unos pocos días pronuncio Carmen Calvo, amenazando con la destrucción de la Cruz del Valle de los Caídos, símbolo particular de nuestra Guerra, pero también símbolo universal de unidad y perdón.
Fue doloroso escuchar a la vicepresidenta de España atreverse a insinuar tal cosa, pues de alguna forma estaba legítimatizando la quema de conventos del 1931, provocando una mayor y más profunda división entre españoles y alentado una nueva confrontación. Si ésta es la memoria democrática que proponen, celebraremos el centenario de la Guerra Civil con una nueva guerra.
Me pareció bien que se sacara del panteón de las víctimas de la Guerra Civil del Valle de los caídos a Franco, pero me escandalizó que fuera sin el consentimiento de su familia y con el único ánimo de humillar a un cadáver. Me parece bien que se construyan centros de interpretación de la Guerra Civil, pero no laminando, aplastando, sepultando una basílica. Me parece bien que se quiten los nombres a algunas calles, pero no para cambiarlos por el de La Pasionaria.
El futuro podríamos emprenderlo los españoles juntos, que sería lo ideal. Podríamos emprenderlo incluso las dos Españas por separado, como hermanos unidos por el respeto y la sangre. Pero lo que no podemos es emprenderlo enfrentados, porque no me cabe duda que de esa forma no habrá ni España ni futuro.
Al tiempo que las vanguardias de la Wehrmacht ocupaban París, las tropas franquistas penetraban en la ciudad internacional de Tánger. Si se exceptúa el envío de la División Azul a Rusia, aquella fue la única intervención militar española en la Segunda Guerra Mundial.
Hace medio siglo, tuvo lugar un histórico encuentro en El Pardo. El general De Gaulle había dejado ya la presidencia de la República Francesa y recorría España en visita privada junto a su esposa. Se proponía escribir un libro sobre las campañas de Napoleón en la península ibérica y fue recibido por Franco, con quien celebró una audiencia privada y un breve almuerzo.