Marcelo López Cambronero | 03 de febrero de 2021
La mayor parte de los sistemas políticos que han existido a lo largo de la historia han sido una respuesta al sueño secular de la eliminación del conflicto en la sociedad.
Corría el año 1934 y la República se tensaba más de lo que la sociedad española sería capaz de soportar. En el estrado del Congreso de los Diputados se erguía, orgulloso, el líder de la derecha, José María Gil-Robles, un hombre de carácter difícil, testarudo y malhumorado. De repente una voz surgió en algún punto de los escaños del ala izquierda, increpándolo: «Su Señoría es de los que todavía lleva calzoncillos de seda». Sin perder la compostura, Gil-Robles, ingenioso y grosero, le espetó al anónimo diputado: «No sabía que su señora fuese tan indiscreta».
Este ejemplo no es más que una anécdota sobre la mala leche que se puede apoderar de la discusión parlamentaria, pero nos sirve para introducir la idea fundamental de que la democracia es conflicto, es gestión del conflicto, y su debacle se produce cuando los actores políticos y las instituciones no son capaces de controlar la tensión política y evitar que estalle en un enfrentamiento fratricida. El problema es que esta situación no se da, como a veces creemos, cuando existen disputas de difícil resolución o puntos de vista contrapuestos y disyuntivos, sino al instalarse en la sociedad la idea de que es preciso eliminar esa lid inherente a la vida en común.
La mayor parte de los sistemas políticos que han existido a lo largo de la historia han sido una respuesta al sueño secular de la eliminación del conflicto en la sociedad. Esto sucede, bien porque se llega a creer que es posible conseguir una convivencia monocroma y, a la vez, feliz (un Cielo artificioso creado en la tierra), bien porque se imponga un estado de cosas determinado, aceptando que es defectuoso, ya que parece convenir a quienes se aseguran el predominio del uso de la fuerza (al estilo de China o Corea del Norte).
Durante siglos se ha entendido que la mejor forma de administrar una nación, una comunidad o un Estado era hacer que las decisiones dependieran de una sola voluntad. De esta manera, se establece un criterio claro y no controvertido sobre el origen de la ley y, en general, sobre la orientación del futuro de un país. El ejemplo más habitual en la historia ha sido la monarquía no democrática, tuviese más o menos contrapesos, que aseguraba dos aspectos especialmente difíciles de organizar: la dirección de los flujos de poder, haciendo que se derramasen siempre o de forma muy predominante desde un solo punto situado en lo alto de la jerarquía social y, en segundo lugar, el control de los mecanismos de reparto del poder, basados en la voluntad del monarca y en las influencias de la vida cortesana.
Esto significa, en realidad, que los seres humanos hemos pensado casi desde siempre que la fórmula adecuada para dilucidar los debates sociales no era llegar a acuerdos temporales y amplios, sino la concentración del poder y, mediante su uso, acallar o incluso eliminar al adversario.
Incluso la idealizada democracia ateniense no buscaba equilibrar los intereses en juego y moderar las posturas enfrentadas, sino asegurar que se pudiesen solucionar evitando una violencia excesiva entre los vecinos de Atenas. Para conseguirlo, como nos muestra Benjamin Constant en su famoso discurso Sobre la libertad de los antiguos comparada con la libertad de los modernos, como explicó con todo detalle Fustel de Coulanges en el clásico La Ciudad Antigua, el individuo tenía que entender que sus posibilidades de acción estaban sometidas y supeditadas al poder de la polis, y que en nada se considerarían su hacienda, su libertad y sus bienes si era necesario que el Estado impusiera su criterio.
Al igual que unos padres no pueden ser relativistas en la educación de sus hijos, las comunidades buscan encontrar formas de vida cada vez más adecuadas
Ni siquiera había algo así como una «vida privada» o una esfera íntima en la que no pudieran entrar los agentes del poder: el varón tenía la obligación de contraer matrimonio, se le podía obligar a realizar trabajos forzados en favor de los proyectos de la comunidad, e incluso se determinaba con cierto detalle qué contendría el petate de un ateniense que viajase al extranjero, solo por poner unos ejemplos. Esta democracia antigua nos parecería hoy en día una insoportable tiranía.
Sin embargo, pensar la democracia como un modelo de resolución de conflictos mediante procedimientos pacíficos es algo completamente cierto, y en algunos momentos de la historia sería la mejor explicación de la realidad. Lo que sucede es que en la actualidad resulta del todo insuficiente.
La democracia, como decía, es un sistema de gestión del conflicto. No triunfa solamente por que los ciudadanos estén cansados de las continuas guerras internas, sino cuando se dan cuenta de que el otro, el que piensa diferente, no es un enemigo, sino alguien con una sensibilidad distinta que ayuda a la construcción del bien común.
No hablamos solo de una concepción teórica o moral. Esta postura tiene, muy al contrario, una serie de consecuencias importantes que debemos tener en cuenta. Estas serían, sin ánimo de ser ahora exhaustivos, las siguientes:
La democracia no puede ser relativista. Hay bienes que la sociedad desea y que se convierten en el faro de la labor política. Al igual que unos padres no pueden ser relativistas en la educación de sus hijos y se ven convocados a buscar lo mejor para él, no dando igual una cosa que otra, las comunidades buscan encontrar formas de vida cada vez más adecuadas. Aunque no podemos crear un mundo perfecto, sí que existen argumentos y razones para determinar qué es lo mejor y cómo caminar para conseguirlo.
No somos capaces de poseer la verdad en su totalidad. La democracia es perspectivista, lo que significa que desde nuestra situación subjetiva, educación y forma de pensar no vemos toda la verdad, sino una parte. Lo mismo les sucede a los demás. Por eso comprender a los que mantienen posiciones distintas es una vía imprescindible para crecer cada uno y en común.
Respetar al otro se convierte en un elemento fundamental de la vida democrática. Cuando entendemos lo que esto significa no solo aceptamos la existencia de ideologías alternativas a la propia, no solo desechamos la idea de hacerlas desaparecer, sino que consideramos positiva su presencia en el espacio público y creamos cauces para la expresión de la pluralidad.
Por último, la defensa de los derechos humanos y las libertades fundamentales cobra una nueva dimensión y se convierte en un aspecto positivo nuclear, tanto en su aspecto individual como en su importancia para el colectivo. Sin un núcleo irrenunciable de derechos y libertades garantizados, en el que destacaría en primer lugar el derecho a la vida, la democracia no tarda en convertirse en una pantomima, en un decorado que oculta el deseo de destruir a los demás para acaparar todo el poder.
El tuit de Vox a Cs rompe las reglas del respeto. La vanidad de nuestros políticos en las redes sociales incendia al pueblo y nos lleva a 1936.
Carlos Gregorio Hernández & Cristina Barreiro
Fernando del Rey ha estudiado en «Retaguardia roja» la violencia y la represión desatadas en la zona republicana durante la Guerra Civil.