Juan Milián Querol | 03 de febrero de 2021
El cambio real en Cataluña es posible, como lo ha sido en Andalucía, pero no pasa por concentrar los votos constitucionalistas en el PSC. Este es más de lo mismo.
La pandemia lo ha enrarecido todo, aunque tampoco podemos decir que la política catalana fuera la más normal del mundo antes de la llegada del maldito virus. En Cataluña llevan cuarenta años gobernando los mismos. Cambian los partidos, pero el nacionalismo siempre ha controlado una Generalitat que ya necesita una buena refundación democrática.
Durante años han malversado las competencias autonómicas, priorizando la agitación a la gestión, más ocupados en las manifestaciones monocromáticas que preocupados por las deslocalizaciones empresariales. Así, cuando han llegado los tiempos de crisis, solo han funcionado los medios de propaganda. El resto estaba carcomido. En 2008, cuando nos azotó una crisis financiera mundial, el tripartito despilfarrador ya había endeudado las cuentas públicas por los siglos de los siglos, dejando poco margen a la política social de futuros Gobiernos. Ahora llega la pandemia y en la Generalitat siguen los del procesismo inoperante, convirtiendo en fraude todo lo que tocan, desde la gestión de las residencias de ancianos hasta una convocatoria electoral.
La Generalitat se ha transformado en un tentáculo más de una monstruosa red clientelar ajena a los intereses de la Cataluña productiva y trabajadora. Que a la economía catalana le vaya bien o mal le interesa más bien poco a este amarillento establishment. Mientras el presupuesto autonómico dé para repartir subvenciones y altos cargos, lo que les suceda a los trabajadores de la SEAT o a los propietarios de los restaurantes les tiene sin cuidado. De hecho, ya les conviene la crisis y la tensión, porque la elevada sedimentación propagandística les permite culpar de todo a España sin tener que argumentar ni demostrar ya nada. No conseguirán la independencia, pero la tribalización subvencionada se ha implementado con un rotundo éxito. El nacionalismo ha buscado primar las diferencias lingüísticas por encima de los lazos culturales y económicos, levantando muros entre amigos, compañeros y vecinos.
Con ello, ha conseguido el control político de una gran parte de la sociedad a costa de la pujanza económica de todos. Un colectivo mediocre con miedo a competir, ya no en un mundo globalizado, sino con el resto de las autonomías, ha conseguido asfixiar a la Cataluña emprendedora y vanguardista. Ha conseguido un ensimismamiento apabullante.
Mientras el presupuesto autonómico dé para repartir subvenciones y altos cargos lo que les suceda a los trabajadores de la SEAT o a los propietarios de los restaurantes les tiene sin cuidado
A los catalanes, otrora admirados, nos une la envidia que sentimos por el vigor y la libertad de otras comunidades autónomas, especialmente Madrid. Sin embargo, nos divide la manera en la que gestionamos esa envidia. A muchos nos gustaría recuperar el espíritu olímpico, competir y cooperar, depender menos de la administración y más de la creatividad, pero el instinto del nacionalismo y de gran parte de la izquierda está en el derribo de los otros, mientras se mantiene Cataluña paralizada, es decir, decadente. Lo están consiguiendo.
La pandemia ha golpeado a toda la economía occidental, especialmente a la española, pero en Cataluña el declive era anterior al virus. Lejos queda el mantra del «motor de la economía española». En 2019, Madrid se consolidó como la mayor economía española. En 2020, Cataluña volvió a ser la comunidad con más empresas a la fuga. Cosas de la inseguridad jurídica y la alta fiscalidad. Según los datos del Ministerio de Industria, en los tres primeros trimestres del 2020 la inversión extranjera en Cataluña se reducía un 28%, mientras en Madrid se incrementaba la inversión extranjera en un 18%. Para compensar, Cataluña mantiene el liderazgo en barracones en las escuelas. En este curso, más de 200.000 alumnos estudian en 1.046 barracones, 32 barracones más que en el último curso escolar. Más dramática es aún la infrafinanciación de la sanidad pública. En 2019, Cataluña le dedicó el 5,3% de su PIB, mientras la media española era del 6,39%. Después, aparece ante los medios la portavoz de la Generalitat, Meritxell Budó, y espeta que en una Cataluña independiente «no habría habido tantos muertos ni infectados». No hay ningún dato que corrobore afirmación tan inmoral, tampoco sirven como pruebas sus políticas o su talento.
Con una eficaz inmunidad de rebaño frente a la verdad, este pasado día 2 de febrero, por la tarde, ERC presentaba una moción que, al proponer la amnistía y la autodeterminación en el Congreso de los Diputados, confirmaba implícitamente tanto el fracaso del anterior procés como la intención de abrir uno de nuevo, esta vez de la mano de los socialistas.
Todas las discrepancias entre socialistas y republicanos durante esta campaña electoral son simples estrategias pactadas. Si los números lo hacen posible, Sánchez ordenará la investidura de su auténtico candidato, Pere Aragonès. Y para garantizarse aún más el apoyo de Esquerra a su estancia en la Moncloa, reconvertirá la moción de ayer: la amnistía transmutará en indultos, y la autodeterminación, en la expulsión del Estado de Cataluña. Diferentes caminos para llegar al mismo destino. El cambio real en Cataluña es posible, como lo ha sido en Andalucía, pero no pasa por concentrar los votos constitucionalistas en el PSC. Este es más de lo mismo. Es «pasar página», sí, pero hacia atrás.
Pedro Sánchez envía a Salvador Illa a hacer presidente al candidato de Esquerra. Nada bueno podría salir de esta conjunción de fulleros y trileros.
El flamante fichaje del PP para las elecciones catalanas lamenta, tras el retraso de los comicios y los malos datos de la COVID, que «tenemos un ministro de Sanidad que se permite el lujo de estar a media jornada, con un ojo puesto en la campaña catalana y el otro en el ministerio».