Juan Milián Querol | 03 de marzo de 2021
La (in)cultura política que predomina en Cataluña está más cerca de los violentos que de los restauradores y los mossos.
¿Quién será el valiente que abra un negocio en esta Cataluña? ¿Quién se atreverá a crear puestos de trabajo? Las empresas continúan marchándose a otras regiones españolas, especialmente a la Comunidad de Madrid. El sorpasso económico se consolida y no es fruto de la casualidad. El voto tiene consecuencias. Y el talento huye de una sociedad que parece haberse resignado a un procés eterno, a una decadencia ganada a pulso. Quienes no pueden escapar tratan de sobrevivir. Los restauradores y los comerciantes de Barcelona llevan un año resistiendo tanto a la pandemia como a la mala gestión de la Generalitat. Esta les bajó la persiana y les subió los impuestos. Los sacrificó sin dialogar y sin tratar de compaginar salud y trabajo. «Ayuso ven aquí», corearon algunos propietarios desesperados en plena campaña; pero tras el 14F llegaron la CUP y sus cachorros violentos. Antes de poder levantar la persiana, ya les han roto el escaparate a pedradas. Les han saqueado lo que quedaba de sus negocios. La pijería antisistema ha destrozado el futuro de miles de trabajadores catalanes. Mientras las calles de Barcelona arden, en la plaza Sant Jaume, tanto la alcaldesa Ada Colau como el presidente Pere Aragonès tocan la lira.
El consejero de Interior, Miquel Sàmper, admite que las juventudes de la CUP están detrás de la violencia, pero evita la crítica que ponga en riesgo la formación del nuevo Gobierno catalán. Es un escándalo que a pocos escandalice esto en Cataluña. Si la CUP ampara y jalea a los violentos, la CUP no debería formar parte de las instituciones. Intentaron asesinar a un policía quemando el furgón en el que estaba. Y en lugar de presentarse como acusación particular contra los violentos, los poderes públicos abren el debate sobre el modelo de policía y los proyectiles de foam. Pues no. Las policías en Cataluña necesitan más instrumentos, no menos. Necesitan la protección jurídica que la Generalitat les niega. El problema no es la policía; el problema es un establishment político y mediático que, durante años, ha generado una crisis de autoridad. Se rieron del Estado de derecho y ahora impera la ley de la selva. El debate no debería ser si se mete a la CUP en la Generalitat, ya que los violentos nunca deberían estar en las instituciones. A estos se les debe aplicar el Código Penal; y a las organizaciones políticas que les amparan, la ley de partidos. Si la CUP está con la violencia, la Generalitat debería estar lejos de la CUP.
La (in)cultura política que predomina en Cataluña está más cerca de los violentos que de los restauradores y los mossos. La brújula moral se estropeó hace tiempo a base de golpes y de subvenciones. El procés fue una revolución desde la Administración pública. Fue un golpe del poder contra la autoridad. Y sus consecuencias las pagaremos durante más de una generación, porque de momento no se vislumbra ninguna rectificación. Al contrario, se dobla la apuesta por la autodestrucción. Un ejemplo: la joven presentadora de Catalunya Ràdio Juliana Canet decía la semana pasada que la violencia está justificadísima y que, de hecho, le parecía poca. Además, animó a los violentos a no parar, porque «no hay nada que perder». Su programa nos cuesta 150.000 euros anuales. Con incitaciones a la comisión de delitos desde los medios públicos, pronto lamentaremos desgracias personales. El guardia urbano se salvó por poco.
Canet dijo ser «hija del procés». Ahí tenía razón. Son los hijos de esa clerecía desconectada de la realidad que sufre más de media Cataluña. Alimentan una burbuja identitaria que les permite vivir de lo público sin tener que dar explicaciones por su incompetencia. Son hijos del olvidado Quim Torra, que llamó a los CDR a «apretar», y estos obedecieron tratando de asaltar el Parlament en octubre de 2018. A diferencia de lo que sucedería en el Capitolio estadounidense, aquí la puerta del edificio no cedió. Las intenciones eran las mismas. Son también hijos de la exconsejera de Educación (así nos va) Clara Ponsatí, que hace un año dijo estar «orgullosa» de «los jóvenes que ganaron la batalla de Urquinaona», es decir, de quienes destrozaron el centro de Barcelona e hirieron de gravedad a un policía en octubre de 2019. Son hijos de discursos de odio en TV3, pero también lo son de los silencios de los cobardes y la pusilanimidad de los equidistantes.
En fin, el consejero de Interior continuará cobrando su sueldo. La presentadora de Cataluña Radio, también. Pero mientras siga esta élite política y mediática cada vez habrá menos puestos de trabajo en Cataluña. Los pequeños empresarios y los trabajadores son rehenes de los violentos, porque la izquierda y el nacionalismo han decidido que estos entren en la Generalitat. No hay que ser un genio de la prospectiva para vaticinar que, de seguir por este camino, Cataluña acabará mal. Y, por cierto, tras casi dos semanas de violencia, el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, ha publicado un tuit. Gracias por nada.
Nacionalismo, izquierda radical y grupos antisistema se dan la mano en Cataluña para desatar la violencia. ¿Por qué no llamar a las cosas por su nombre?
Tras la moción de censura que llevó a Sánchez al poder de la mano de los independentistas, este se esmeró en redibujar las dos Españas, la izquierda y la derecha irreconciliables, y extendió la discordia catalana al resto de la nación.