Pilar Marcos | 04 de febrero de 2021
Se trata de elegir entre el candidato socialista, el socio preferente -y separatista- del socialismo en el Gobierno de España, y el socio incómodo de ambos en Barcelona y en Madrid: los del fugado Carles Puigdemont.
1992. Año de las Olimpiadas. Lo recordamos como un año fantástico para Barcelona, para Cataluña y para España. También fue año electoral: en marzo se celebraron las cuartas elecciones al Parlamento de Cataluña y Jordi Pujol obtuvo su segunda mayoría absoluta. Y, ¿saben qué? Es la convocatoria autonómica con mayor abstención de todas las que ha celebrado Cataluña. La participación rozó el 55%; es decir, la abstención superó el 45%. Se entendió, con razón, que la participación era tan baja porque no había nada en riesgo: Pujol iba a ratificar sin problema su mayoría absoluta.
En el extremo opuesto, la máxima participación se produjo en las últimas elecciones autonómicas, las de 2017. Prácticamente un 82% de participación (un 81,94%) o, lo que es lo mismo, solo un 18% de los catalanes optó por el partido de la abstención. Posiblemente, fue un error de Ciudadanos no ponderar su notable resultado con la no menos notable participación en aquellas elecciones.
Sí, Ciudadanos fue en 2017 la primera fuerza política. Sí, sus 36 diputados fueron un enorme logro, aunque ninguna suma razonable les permitía gobernar: ni aunque el PSC hubiera querido aliarse -¡impensable!- habrían podido acercarse a los 68 escaños de la mayoría de investidura. Ni los socialistas quisieron entonces, ni querrán ahora… por mucho que el señor Carlos Carrizosa se ofrezca, de brazos abiertos, al señor Salvador Illa. Y tercer sí: atraparon todo el voto constitucionalista de rechazo al separatismo hasta dejar en los huesos al Partido Popular, que sufrió el doliente rol de víctima colateral.
Pero ese resultado atrapalotodo del constitucionalismo que obtuvo Cs estaba condicionado por la excepcionalidad: una excepcional participación, justo después de las más que excepcionales enormidades secesionistas del otoño de 2017, desató una excepcional respuesta de la ciudadanía para intentar frenar las insensatamente excepcionales exigencias del separatismo. Pero los 36 de Cs ni anunciaban una nueva normalidad ni avanzaban tiempos de vino y rosas para un joven constitucionalismo naranja. Nada de eso, porque ni con el 80% de participación fue posible impedir otro insensato desgobierno separatista. Y de esa constatación nace la primera alerta para la desafección política en la que, lamentablemente, podría estamparse el 14 de febrero.
Una participación de más del 80% o de menos del 55% son dos sucesos raros. Lo habitual, desde que en 1980 se celebraron las primeras elecciones al Parlamento de Cataluña, ha sido que acudieran a las urnas entre el 60% y el 65% de los convocados. Es verdad que antes del máximo de 2017 hubo otro, no desdeñable, en 2015. Entonces concurrieron juntos los 2 principales partidos separatistas, bajo la marca Junts pel Sí y con la última candidatura de Artur Mas. Pretendían, con esa plataforma electoral, emular las mayorías absolutas de Pujol, esta vez con propósito rupturista, pero no lo lograron. Pese a una elevadísima participación -del 77,5%-, Mas solo consiguió 62 escaños (aún lejos de los 68 de la mayoría).
Más que ese justificado temor al virus, lo que está calando hasta los huesos en la sociedad es un miedo difuso, una pesadumbre dilatada y una creciente desafección cuando aún no se ha cumplido el primer año del bicho
La amplia participación electoral se mantuvo en las elecciones generales de abril de 2019 (con un 77,6%), aunque en la repetición de noviembre flojeó casi diez puntos: se contabilizaron casi 155.000 votos menos (bromas de la cabalística) para dejar la participación en un 69%. Ciudadanos se desplomó: quedó muy por detrás del PP, y también por detrás de Vox.
Pero hay sorpassos que se temen y otros que se arrumban en el olvido. Y lo que queda es el recuerdo de una alta participación, que se da por supuesta para las elecciones del domingo 14. Pero hay motivos sobrados para que el partido de la abstención se haga presente con tan indiscutible fuerza que pulverice el olvidado récord de 1992. La abstención, unida a posibles problemas para constituir algunas mesas por miedo a la COVID. Si ocurre, y si impacta en el resultado, los estudios demoscópicos que abundan estos días nos explicarán que fueron realizados con una estimación de participación muy superior a la que puede acabar produciéndose.
A favor del partido de la abstención hace campaña el miedo. El pavor al contagio, sí, sin ninguna duda. Pero más que ese justificado temor al virus lo que está calando hasta los huesos en la sociedad es un miedo difuso, una pesadumbre dilatada y una creciente desafección cuando aún no se ha cumplido el primer año del bicho.
El paréntesis de encogida tranquilidad que dieron los ERTE se torna en desesperanza cuando parece que se enquistan a la espera de un inevitable cierre
Hay motivo para el miedo, para la pesadumbre y para la desafección. La promesa de salvífica vacuna con la que se lanzó en Navidad la candidatura del entonces casi-exministro Illa ha quedado sepultada entre UCI abarrotadas y centenares de fallecimientos diarios. Y en la economía de cada casa, el paréntesis de encogida tranquilidad que dieron los ERTE se torna en desesperanza cuando parece que se enquistan a la espera de un inevitable cierre; y cuando suman casi seis millones las personas que -con una clasificación o con otra- quieren trabajar, pero ni pueden ni podrán hacerlo pronto en estas condiciones.
Al miedo se une la tristeza. Este año tampoco habrá ni Fallas ni Feria de Abril ni Sanfermines ni… Pronto se anunciarán los límites para la Semana Santa, acompañados de otra vaga promesa de normalidad veraniega y vacunas masivas; otro anuncio más.
En ese ambiente están convocadas las elecciones del día 14. Lo que cuentan los medios y las encuestas es que se trata de elegir entre el candidato socialista, el socio preferente -y separatista- del socialismo en el Gobierno de España, y el socio incómodo de ambos en Barcelona y en Madrid: los del fugado Carles Puigdemont. Los de pasar página con los de la mesa de diálogo con amnistía. Un dilema trilero con forma de trilema, que suena más moderno: PSC-ERC-Junts. Con mucho anuncio de veto cruzado y un runrún de repetición electoral para caldear aún más la abstención constitucionalista.
Habría un Plan B: el constitucionalismo comprometido, es decir, lo contrario al señor Illa. ¿Una extravagante excrecencia de minorías castigadas al rincón de pensar? Pues convendría pensar que es en estas dificilísimas ocasiones cuando cobra todo el sentido dar todo el respaldo a una minoría indomable. Alejandro Fernández tiene las cualidades necesarias para encabezar esa llamada a la rebeldía constitucionalista en Cataluña: convicción, discurso y experiencia. Las cualidades, y poco más de una semana para pedir a los catalanes constitucionalistas que no tiren la toalla ni en forma de abstención ni en forma de enfado infinito. No es una tarea fácil.
Pedro Sánchez envía a Salvador Illa a hacer presidente al candidato de Esquerra. Nada bueno podría salir de esta conjunción de fulleros y trileros.
El flamante fichaje del PP para las elecciones catalanas lamenta, tras el retraso de los comicios y los malos datos de la COVID, que «tenemos un ministro de Sanidad que se permite el lujo de estar a media jornada, con un ojo puesto en la campaña catalana y el otro en el ministerio».