Pilar Marcos | 04 de marzo de 2021
Un año de mascarillas, empobrecimiento y alienación merece algún balance, por pesimista que este sea: la crisis múltiple de la covid va a dejar muchos agraviados y demasiados humillados.
El 23 de febrero de hace un año tenía poco sentido conmemorar el aniversario del fallido golpe de 1981. Hacía 39 años de eso: demasiado tiempo para recordar y sin fecha redonda para rememorar. Aparentemente, aún no había llegado la covid a desbaratarlo todo. Solo aparentemente. Ese día las autoridades italianas anunciaron la cancelación del Carnaval de Venecia dentro del paquete de cierre de una decena de ciudades. ¡Nada menos que el Carnaval de Venecia! Data del año 1020 y nunca había sido suspendido por enfermedad, ni siquiera en las pestes del Medievo. Pero la cancelación de una fiesta tan emblemática para nuestra civilización fue la señal inequívoca del inicio de un triste tiempo nuevo. Aún no lo sabíamos, pero en Venecia empezaba, para Europa, la era del aislamiento de la que aún no sabemos cuándo terminaremos de salir. Aquí no quisimos (no quisieron) empezar a verlo hasta el 9 de marzo, justo al día siguiente del célebre 8 de marzo… Nos iba la vida en ello, no se olviden.
Un año de mascarillas, empobrecimiento y alienación merece algún balance, por pesimista que este sea. Vamos por 100.000 muertos, medido en exceso de mortalidad estimado por el Instituto Nacional de Estadística; solo 70.000, con la infravaloración oficial de fallecidos. Son, en su inmensa mayoría, personas mayores: la oficialidad acaba de reconocer que 29.000 ancianos murieron en las residencias. Y febrero, con 10.500 muertos, es el mes con mayor número de fallecidos oficiales desde abril de 2020, en el pico de la pandemia. Es verdad que la oficialidad no supo ni contar bien a los muertos en los primeros meses de covid, en esos tiempos de compras gubernamentales de carísimas mascarillas defectuosas y de inservibles respiradores supuestamente chinos. Nos encerraron a todos, pararon en seco la economía y la vida, mientras los muertos se amontonaban sin que funerarias y tanatorios supieran cómo gestionar la avalancha. Esa primera crisis, la sanitaria, pudo ser menor de haber atendido a tiempo las alertas. Por ejemplo, el 12 de febrero se canceló el Mobile, ¿se acuerdan? Y lo de Italia fue más que una alerta. Pero… nos iba la vida en ello.
La crisis económica desatada sigue haciendo estragos. La destrucción económica del año 2020 se cifra en una caída del 11% del PIB; y eso significa que hemos retrocedido a los niveles de 2016 en PIB total, o a los de 2015 en PIB per cápita. Es decir, este año de pandemia se ha comido cinco años de crecimiento acumulado. Demasiadas familias han sufrido el salto mortal de la prosperidad a la pobreza, con la precariedad como única salida previsible tras el hundimiento. Y, como la vida es asimétrica, esa destrucción económica supera el 30% en los sectores de comercio, transporte y hostelería. Con el paro ya hemos traspasado oficialmente la barrera de los cuatro millones de desempleados oficiales. Pero son muchos más si sumamos los 900.000 embalsados en ERTE, otro medio millón de autónomos en cese de actividad, y otros 700.000 desempleados que, por diversos motivos, no se computan. El total supera seis millones de personas que quieren trabajar y no pueden: una cifra inédita e insostenible, con la ocupación otra vez por debajo de los 19 millones de cotizantes.
Es insostenible y puede actuar como acelerador de la tercera y más grave crisis: la social. Si la muerte se ha cebado en los mayores, el paro está engullendo el anhelo de futuro de los más jóvenes: la tasa de desempleo entre los menores de 25 años supera el 40%. Y, entre los 900.000 trabajadores en ERTE, los más castigados son los trabajadores en sectores relacionados con el turismo: más del 60% en servicios de alojamiento y hostelería, casi el 60% en agencias de viajes, y entre el 40% y el 50% en servicios de transporte, comida y bebida…
La crisis social, de momento, solo acecha. Se esconde con vergüenza en las colas del hambre, porque son demasiadas las familias que se han visto, de repente, arrojadas a las filas de los que tienen que pedir para comer. El célebre Ingreso Mínimo Vital no funciona, porque no fue diseñado pensando en los nuevos pobres-covid sino en una pobreza estructural anterior. La crisis social acecha y puede estallar con cualquier inesperado detonante.
Conviene no equivocar el foco. Los destrozos causados en demasiadas ciudades, con epicentro en Barcelona, con la excusa del tal Hasél, no son indicativos de esta crisis social larvada: son un pretexto de independentistas y antisistema para avivar el descontento. No son un primer estallido de la crisis social, pero quienes los promueven juegan a catalizar la desafección. Hay mucho descontento acumulado. Lo tienen, con motivo sobrado, los comerciantes de las calles arrasadas por los violentos: tras haberlo perdido todo con la ruina de la pandemia, ahora además deben pagar los destrozos. Y pueden tenerlo también, como inesperados protagonistas, los agentes de los Mossos y de la Guardia Urbana de Barcelona. Acumulan motivos para sentirse desamparados por quienes tienen la responsabilidad de ampararlos: los Gobiernos (de la ciudad de Barcelona, de Cataluña y de la Nación).
La crisis social se torna política. Y no solo aquí. Un detonante muy probable puede llevar a la explosión de lugares que viven, prácticamente, solo del turismo. En Canarias, por ejemplo, un peligroso catalizador del descontento puede ser la conjunción de la insoportable acumulación de llegadas de inmigrantes irregulares con el vacío absoluto en las llegadas de turistas (su modo de vida).
Y, como siempre, el mayor riesgo para el estallido de la crisis social se producirá cuando las cosas empiecen a mejorar. Si toda recuperación es asimétrica, esta amenaza con serlo muy especialmente. La recuperación dependerá de las vacunas y de los fondos europeos: es decir, de la velocidad (y la equidad) en la vacunación y de quiénes se beneficien de ese dinero extra que repartirá, según su criterio, el Gobierno de Sánchez. Son variables sujetas a la arbitrariedad y, con Sánchez, eso asegura que la arbitrariedad será gigantesca. Y la arbitrariedad lleva al agravio de la mano.
La crisis múltiple de la covid va a dejar muchos agraviados y demasiados humillados. Ya lo está haciendo. De quién sepa encauzar las coladas de lava de agravio y humillación, y de cómo las encauce, dependerá el futuro de España. Miren hacia el Teide y recuerden: al final, todo es política.
El brutal golpe de la crisis no se solventará en 2021 por mucho que crezca el PIB y se reactive el turismo. Lo más preocupante es la irresponsable deriva populista que ha emprendido el tándem Sánchez-Iglesias.
El Gobierno ultima una subida generalizada de impuestos que afectará de pleno a los hogares en un momento de máxima incertidumbre económica.