Armando Zerolo | 04 de septiembre de 2020
La mejor manera de ganar la batalla cultural es no librándola. ¿Por qué? Porque batalla cultural significa violencia disfrazada de cultura.
La destitución de Cayetana como portavoz parlamentaria ha avivado la discusión sobre la batalla cultural en el amplio abanico de opinadores de derechas. El revuelo sobre la expresión ‘batalla cultural’ habla de un río que suena en la derecha, el ruido de una falta de ideas, el reproche de una desubicación, de un abandono y de una derrota. En todos los que hasta ahora se han pronunciado sobre el tema resuena el mismo lamento: «La derecha no tiene ideas» y, cuando decimos ‘derecha’, en realidad deberíamos decir ‘Partido Popular’. Porque para algunos parece que con Cayetana se ha ido también la única persona que poseía alguna idea en el partido y que, además, era capaz de defenderla. Pablo Casado, dicen, se ha abandonado a la gestión y a la administración, a las policies, y ha abandonado las ideas.
No creo que Cayetana tuviese demasiadas ideas, ni que las que tenía las tuviese bien fundadas, y sí creo que era una digna abanderada de la batalla cultural, de esa batalla de la que abomino y que considero el gran problema de la nueva política. Tampoco estoy seguro de que Casado vaya a ser capaz de liderar un proyecto de renovación tan necesario y urgente, lo tiene que demostrar y por fin empieza a dar señales de ello. Una de ellas es el rechazo a una determinada ‘batalla cultural’.
La mejor manera de ganar la batalla cultural es no librándola. ¿Por qué? Porque batalla cultural significa violencia disfrazada de cultura. Porque Gramsci nos enseñó que es mucho más rentable asaltar universidades y periódicos que palacios de invierno. Se llega a más gente, se produce menos rechazo y, en lugar de generar oposición en los asaltados, se consigue una sumisión incondicional, irracional y emotiva. Ocupar el mundo de la cultura, colocar soldados en los colegios, artilleros en las cátedras y francotiradores en los medios de comunicación asegura un control del poder mucho más eficaz, duradero y profundo que un «vulgar» golpe de Estado. La lección histórica de los totalitarismos es que, cuanto más se ha castigado a los cuerpos, más libres se han hecho las almas. La coacción física genera, paradójicamente, hombres espiritualmente fuertes y libres. La propaganda, la cultura barata y la basura mediática genera siervos.
Si por batalla cultural entendemos otra cosa, si entendemos que las ideas importan, que la política no puede abandonarse al oportunismo, que hay que atreverse a discutir, que hay que defender lo que es valioso y que no se pueden abandonar al adversario político los valores culturales de un pueblo, entonces claro que sí que hay que librarla, porque en ello nos va la libertad. Pero no creo que resida en esto el problema.
Lo que a mi parecer resurge ahora con fuerza es el clamor por una indefensión. En un sector de la sociedad conservadora ha cundido la sensación de una amenaza, y el miedo que genera es más importante para comprender la necesidad de una batalla que la ausencia de ideas. La sensación de estar en la parte perdedora, que los valores se han perdido, que la vida no se respeta o que el orden está amenazado, genera un profundo desasosiego perfectamente comprensible, y una reacción emotiva a la defensiva, vicimista y culpabilizadora absolutamente inexplicable.
Por si a alguien le cabe alguna duda, lo repetimos: las ideas son importantes, los libros son necesarios, y el debate intelectual es imprescindible. Pero no se trata de esto, no es este el problema. La cuestión de fondo es si la derecha liberal, cristiana y conservadora debe asumir las tesis marxistas como ciertas o inevitables. El planteamiento marxista es que la manera de introducir un cambio en el mundo es revolucionando las estructuras, porque cambiándolas a ellas cambiaremos también al hombre. La sabiduría clásica enseñaba que solo cambiando uno mismo se podría mejorar algo del mundo. Desde el siglo XIX esta ha sido la diferencia entre reformador y revolucionario. Por ello la política es un arte en el que importa más la actitud, el talante y las maneras que la pureza de las ideas. La historia nos ha mostrado demasiados tiranos con las ideas muy claras, ideas buenas en muchos casos, tantos como jefes clarividentes hayamos podido tener cada uno de nosotros.
El problema de las ideas en la política nos lo explicó Ortega en Ideas y creencias, Arendt en Los orígenes del totalitarismo, Oakeshott en La política de la fe y la política del escepticismo, o Aron en El opio de los intelectuales, por nombrar solo alguno de los grandes pensadores del siglo pasado. Para el que gobierna hay una virtud que prima sobre todas las demás, la virtud de hacer convivir a los contrarios, de unir lo que está separado, y de conciliar diferentes posturas para llegar a una verdad común. La política no es metafísica y, mucho menos, teología. La política, decía Aristóteles, es el arte de lo común.
Para hacer posible la acción política que, en esencia, es una acción colectiva, es necesario que se asiente sobre la cultura, que es un modo de vivir compartido. Por eso la cultura no se puede llevar al ámbito de la política, por eso las cátedras no pueden politizarse, por eso no se puede asaltar en la Universidad Complutense a un conferenciante, por eso no se pueden escribir columnas falsas ni utilizar la memoria histórica como arma, y por eso la presencia en la cultura no es la misma que en la política. No podemos dar por válida esta afirmación de Gramsci: «La conquista del poder cultural es previa a la del poder político, y esto se logra mediante la acción concertada de los intelectuales llamados ‘orgánicos’ infiltrados en todos los medios de comunicación, expresión y universitarios». La palabra ‘Think-tank’, tanque de pensamiento, es tan desafortunada como la de ‘batalla cultural’. Ambas presuponen que la cultura no es algo común y que puede ser atacado o defendido como si de una posición ideológica se tratase y, lo que es peor, que el hombre no vive en la cultura sino en la política.
Y así llegamos al último y definitivo punto. Si acordamos que la ‘batalla cultural’, entendida como la instrumentalización de la cultura con fines políticos, es contraproducente, entonces, ¿qué hacer cuando el adversario político se sirve de esos medios? ¿Podemos copiarlo para derrotarlo, bajar a la arena tal y como él la ha definido, con sus reglas? No, rotundamente no. Habríamos renunciado a la esencia de nuestra praxis política para adoptar la marxista y, con ello, seríamos cooperadores necesarios de aquello que criticamos. ¿Qué hacer entonces?
Desgraciadamente, el siglo XX fue el siglo de los totalitarismos y, afortunadamente, fue una escuela de hombres libres y un muestrario inagotable de testimonios de cómo responder a la batalla cultural. Quedémonos con uno. Hace cuarenta años, el sindicato Solidarnosk derrocó a un Gobierno y provocó un efecto en cadena que acabó con uno de los sistemas más potentes de la historia moderna, la Unión Soviética. Ha hecho mal la lectura histórica que lo explicó como un colapso, porque nada hay más lejos de la realidad. Si no hubiese habido una oposición activa, una unión de personas, y unas convicciones religiosas que daban esperanza, no hubiese caído ningún sistema. Mucho antes que una acción directamente política, hubo una solidaridad entre las partes, un ejemplo de asociacionismo y una actitud pacífica y confiada que sería inexplicable sin tener en cuenta una religiosidad viva y fortalecida por tantos sufrimientos.
Juan Pablo II apeló a los recursos espirituales y a la fe de nuestro pueblo y nos pidió que no tuviéramos miedoLech Walesa, expresidente de Polonia
Ahora nos parece ñoño acudir a esto, pero tenemos entre los grandes personajes de la historia contemporánea a uno de los grandes ejemplos de cómo responder a la batalla cultural sin caer en sus modos: Juan Pablo II. Queda lejos ya la certeza que reinaba sobre la estabilidad y permanencia del régimen soviético. Nadie creía que fuese a desaparecer, y menos aun en el espacio de una década. Era un gigante que había que contener, pero en ningún caso se soñaba con derrotarlo hasta la visita del papa a Polonia en 1979. Su discurso en la Plaza de la Victoria encendió la chispa de un pueblo que deseaba un cambio. Pero no hizo estallar un polvorín ni organizó una revolución, sino que apeló al sacrificio del que tanto sabían los pueblos eslavos, y recordó que es el único y verdadero motor del cambio real. El único que genera hombres libres y responsables. Lech Walesa lo cuenta: «En los años 50 alguno lo intentó con las armas, pero perdió la vida por manifiesta inferioridad. En los años 60 y 70 intentamos salir a la calle para hacer oír nuestra protesta, pero nos silenciaron con la fuerza. Hemos buscado varias soluciones, pedimos consejo a los políticos e intelectuales de occidente. Pero ninguno de ellos creía que fuese posible la caída del Imperio soviético. Luego llegó nuestro papa, el papa polaco, y descubrimos que hay algo más fuerte que los carros de combate y los misiles atómicos. Juan Pablo II apeló a los recursos espirituales y a la fe de nuestro pueblo y nos pidió que no tuviéramos miedo».
Aceptar que no tiene impacto político apelar a la inteligencia, a la conciencia y a los recursos espirituales de un pueblo, y asumir que el mejor medio para mejorar el mundo es instrumentalizar la cultura, manipulando a los individuos, es asumir de un modo clamoroso nuestra derrota. Empezaremos a ganar la batalla cultural cuando dejemos de librarla.
La destitución de Cayetana Álvarez de Toledo ha puesto al descubierto la fragilidad del imaginario cultural del PP, que tendrá que ponerse a prueba en todas las iniciativas legislativas de calado.
Pedro Sánchez chantajea a los ayuntamientos, a las autonomías. Chantajea a Ciudadanos por una foto. Y chantajea a la sociedad civil con unos fondos europeos que él controlará para aniquilar toda crítica.