Fernando Nistal | 04 de octubre de 2020
Si damos por verdadera una concepción determinada del hombre, si creemos sin fisuras en una idea de patria, si tenemos una idea de libertad individual intrínsecamente ligada a las tradiciones y las comunidades, ¿por qué no defenderlas con inteligencia y sin complejos?
Lucha, combate, cruzada, contienda, enfrentamiento, batalla… Todas ellas acompañadas de la apostilla «cultural». No podemos obviar que la expresión batalla cultural lleva tiempo en boca de muchos (vocablo de moda en el ámbito de las ideas) para representar una pugna ideológica en el campo de la filosofía, la política y la moral. Dentro y fuera de España, politólogos y periodistas de izquierdas y de derechas, conservadores, liberales y progresistas, citan con asiduidad a quien popularizó este término con sus trabajos sobre la superestructura, el teórico marxista italiano Antonio Gramsci, el cual proponía alcanzar la hegemonía política a partir del mundo de la cultura, deslizando la posibilidad revolucionaria desde el plano económico al ideológico.
Con cierta frecuencia, en el espectro que denominamos liberal-conservador, nos enzarzamos en un debate conceptual sobre si es o no apropiado emplear este léxico de apariencia belicista, si nos imbuimos en el «ecosistema gramsciano» al hablar de batallas o de luchas culturales. Juan Pablo II ya hablaba con acierto, a mediados de los 90, de «la batalla por el alma del mundo» y no recuerdo a nadie, ni dentro ni fuera de la Iglesia, rasgándose las vestiduras por emplear esta terminología. A mi juicio, sin menospreciar la importancia que posee el uso del lenguaje, creo que nos olvidamos del reto verdaderamente primordial que tenemos actualmente sobre la mesa: la imposición de un modelo de sociedad contrario a la libertad y que desprecia sistemáticamente el concepto de Verdad y su relevancia, es decir, una concepción sobrenatural del mundo.
Ante esta preponderancia claramente relativista, permítanme recuperar a un clásico, Cicerón, para establecer como posible criterio correcto su modo de entender la política. Señores diputados y senadores, votantes y no votantes, pensadores y líderes de opinión, todos ellos ubicados en un sentido amplio en el centro-derecha ideológico y cultural: cuando surja un dilema moral en el que tengamos que elegir una forma de proceder, optemos siempre por el camino difícil, por esa elección de la que vamos a obtener individual o colectivamente menos comodidades y bienes materiales. Seguramente habremos acertado y escogido la senda verdadera.
No esperemos sentados a que otros lo hagan. No esperemos a que otros actúen mal para heredar el poder o asumir nuevas responsabilidades. No esperemos a que la Divina Providencia nos resuelva los problemas. Acordémonos de las palabras de Edmund Burke, que decía que «para que triunfe el mal, solo es necesario que los buenos no hagan nada». Si damos por verdadera una concepción determinada del hombre, si creemos sin fisuras en una idea de patria y por eso la defendemos, si apostamos por un modelo de familia que beneficie al bien común, si tenemos una idea de libertad individual intrínsecamente ligada a las tradiciones y las comunidades, ¿por qué no defenderlas con inteligencia y sin complejos?
Asistimos casi impertérritos a un proceso revolucionario con tintes de modernidad que trata de desmontar todo lo que huele a tradición, concepto contrario al progreso para el posmarxismo populista de hoy
En este sentido, conviene recordar que el conservadurismo moderno que nace de las revoluciones americana y francesa del siglo XVIII es contrarrevolucionario y llama a actuar con mesura. ¿Qué hay de malo en ello? No es cuestión de ir a ninguna guerra en sentido estricto. Ahí están las ideas. Son buenas, racionales, equilibradas y creemos que son mejores que otras; por eso debemos defenderlas, al igual que hacen los demás con las suyas. No cabe duda de que el espacio que no quiera ocupar el sector liberal-conservador será un espacio que otros acabarán ocupando. Así creo que llevamos demasiados años, dejando que otros ocupen espacios de libertad para cercenarla.
En España, asistimos casi impertérritos a un proceso revolucionario con tintes de modernidad que trata de desmontar todo lo que huele a tradición, concepto contrario al progreso para el posmarxismo populista de hoy. Proponer ideas, establecer razones, teorizar sobre la importancia de la vida o el valor de la libertad y tratar de convencer de ello al común de los mortales, sea desde el ámbito cultural, periodístico o político, no parece que suponga asumir una práctica gramsciana. Es más, creo que, desde la unidad y con buenas dosis de una estrategia inteligente, se puede dar la vuelta al lúgubre panorama antidemocrático que vivimos y padecemos en la actualidad.
Tal y como cuenta José María Marco en su obra La nueva revolución americana, los norteamericanos, hasta finales de los 60, habían vivido una larga etapa de progreso y bienestar sin injerencias ni recetas socialistas. Pero en 1968 triunfaron los postulados progresistas, asumidos de inmediato por el Partido Demócrata, el cual comenzó a subir impuestos, aumentar el tamaño de la Administración y a secularizar el espacio público. La crisis que provocaron estas políticas hizo que los think tanks más próximos al Partido Republicano -sobre todo The Heritage Foundation– se pusieran manos a la obra para dar la vuelta a la situación y que la corriente liberal-conservadora recuperase su espacio. Y así fue. En 1980 Ronald Reagan ganó las elecciones y, de alguna manera, reconquistó el consenso social donde lo políticamente correcto era su proyecto político y cultural.
Se equivoca el centro-derecha si pretende dar alguna batalla asumiendo ese nuevo posmarxismo que actualiza la lucha de clases y la sustituye por «los de arriba y los de abajo», «hombres y mujeres» o «ricos y pobres». Perderá siempre, puesto que asumirá como premisas válidas planteamientos puramente falaces en su origen. Sin embargo, podrá lograr pequeñas victorias que acaben logrando una gran mayoría si actualiza ideológicamente su discurso y plantea un nuevo tablero del juego sin las cartas marcadas, planificando y tratando de romper la agenda ideológica de la izquierda y sus medios, siendo más proactivos y eliminado complejos y cálculos electorales. Todavía estamos a tiempo pero, como apuntaba el bueno de Hegel, «nada grande se ha hecho sin pasión». Es hora de ponerse manos a la obra.
El pensamiento conservador se enfrenta a la pregunta de si es posible vencer en una guerra cultural frente a un progresismo que parece inundar todo.
La mejor manera de ganar la batalla cultural es no librándola. ¿Por qué? Porque batalla cultural significa violencia disfrazada de cultura.