Carlos Cuesta | 04 de noviembre de 2019
El sueño independentista, adornado con eufemismos y utopías populistas, ha derivado en fractura social, violencia callejera y pérdida de riqueza económica.
PDeCAT habla de “revolución de las sonrisas”. ERC de “derecho a decidir”. Todos ellos de “libertad”. Pero todos ellos -subvencionados desde el primero hasta el último y viviendo del erario público- esconden una realidad creciente en Cataluña: que su enorme farsa -consistente en oprimir a los divergentes y borrarlos social y electoralmente- ha conseguido agotar a todos, catalanes y no catalanes. Porque las frases estrella estos días en Cataluña no hablan de ansia de independencia ni de ilusión soberanista. Hablan de “he perdido un montón de negocio por culpa de estos radicales”, de “hoy hago un 30% menos de carreras porque se han desplazado tres cruceros”, de “tendré que cerrar antes esta tarde porque nos han dicho que van a montar barricadas aquí”. Hablan de paro, de destrozo, de quiebra de derechos.
Ni el PDeCAT de Carles Puigdemont y de Quim Torra contenta a la mayoría de los catalanes. Ni la ERC de Oriol Junqueras y Pere Aragonés moviliza hacia a un grupo mayoritario para construir nada. Simplemente dirigen a su población a un desastre: el de la quiebra personal y territorial de una región de España que se encuentra ya asistida con más de 90.000 millones de euros destinados por todos los españoles a sus ruinosas arcas y que este 2019 volverá a recibir 8.044 millones de ayudas solidarias de comunidades autónomas teóricamente más pobres para evitar entrar en una quiebra definitiva.
Hasta ahora, estas cifras eran simplemente números que los técnicos y algunos comunicadores repetían en un intento de hacer ver a la población catalana y el resto de la española que eso que los separatistas definen como su derecho a decidir escondía simplemente un desastre. Para empezar, porque nunca será ningún derecho arrebatar a los demás su legítimo y constitucional derecho a regular y definir el futuro de todo su país, tal y como recoge nuestra Carta Magna. Y en segundo lugar porque, al margen de la brutal vulneración de derechos del resto de personas soberanas que implica, hoy en día, pretender lanzar una comunidad autónoma hacia el aislamiento de una autarquía independiente es, simple y llanamente, lanzarla al mayor de los desastres económicos, laborales, empresariales, sociales, etc.
Desde el referéndum ilegal del 1-O, el destrozo de la economía de la región es difícilmente resumible. Esta región, antaño próspera, pierde en estos momentos más actividad que el resto de España –1,5 puntos más–; retrocede en producción industrial a un ritmo del 24,3%; se queda sin inversión extranjera a ritmos del 2,5% y, además, ha conseguido sembrar la inseguridad entre las empresas hasta el punto de registrar un incremento, desde el 1-O, del cierre de negocios de un 42%.
El anuncio de la declaración unilateral de independencia (DUI) fue el banderazo de salida para muchas empresas, que comenzaron a irse de Cataluña para huir del escenario de miseria que el independentismo origina. Hoy, esa cifra de empresas huidas supera las 4.000, con una facturación de más de 100.000 millones de euros. Pero el daño es mayor. Solo el proceso de aprobación de la DUI hizo perder a la economía catalana 433 millones de euros de actividad económica, principalmente en el sector turístico, donde se perdieron 180.000 turistas, según Exceltur, y 319 millones menos de actividad económica.
Ahora, el camino hacia el terrorismo callejero empeora el panorama. En primer lugar, por la evidencia de que los poderes públicos autonómicos no ayudan a controlarlo sino a alimentarlo. Y porque, dos años después del 1-O, resulta fácil concluir que los partidos separatistas, de una u otra manera, pretenden seguir con su proceso de ruptura.
El descenso de actividad económica fruto de esta evolución ha sido ya estimado por los economistas del PP en 600 millones de euros. Solo el corte de carreteras tiene un impacto negativo económico diario de 25 millones de euros y Seat, por su parte, al temer por sufrir vandalismo en su planta, va a dejar de producir 3.500 vehículos. El PIB en Cataluña crece ahora 1,5 puntos menos que antes del referéndum. El crecimiento interanual de la industria cae un 0,6%, cuando crecía un 5,1% en el momento del referéndum. Y el Índice de Producción Industrial ha descendido un 24,3% desde el 1-O.
Ha aumentado un 42,1% la disolución de empresas; llega un 2,5% menos de inversión extranjera que antes del referéndum; y, además, Cataluña tiene 2.412,5 millones más de deuda, hasta acumular casi 80.000 millones de deuda global (el 75% de ella, por cierto, financiada por el Tesoro, a través del FLA y de los mecanismos extraordinarios de financiación. Y todo ello con el escenario compartido por la mayoría de economistas de que una hipotética independencia de Cataluña mermaría el PIB catalán en un 25% –57.819 millones menos–, perdiendo 720.000 empleos y elevando su tasa de paro hasta el 29,8%, casi el triple de la actual.
Y todo ello ha dejado ya una impronta de pérdida de riqueza que los catalanes perciben. Los que comen, pagan casas, calefacción y necesitan sueldos para vivir: todos. Nacionalistas o no.