Marcelo López Cambronero | 05 de enero de 2021
Lo cierto es que los cristianos nunca hemos sido reaccionarios, no podemos ser eso y, si acaso nos hemos dejado llevar allí donde no deberíamos estar, no podemos seguir siendo eso.
Hace un par de años por estas fechas estaba conversando con Miquel Roca en el selecto despacho de abogados que mantiene en Madrid. Quería recoger sus impresiones sobre Mayo del 68 y sobre el devenir de nuestras sociedades después de aquella exaltación de gozo revolucionario. En un determinado momento, mientras me dirigía una de sus intensas miradas —las que utiliza cuando quiere fijar alguna idea en un alma ajena—, me dijo que los grandes vencedores de la política en las últimas décadas del siglo XX habían sido los socialdemócratas porque, aclaró, «ganaban también cuando no gobernaban».
¿Qué quería decir con aquello? ¿Por qué ganaban incluso si perdían las elecciones? La idea era que en toda Europa Occidental se habían impuesto, de una manera o de otra, sus pretensiones políticas y muy especialmente el Estado del Bienestar. ¡Como si fueran los únicos que lucharon para conseguirlo!
He encontrado esta interpretación de la realidad entre muchos políticos y pensadores españoles de todo signo. Sin embargo, siendo —como es— errónea, me temo que provoca una distorsión fatal en la percepción que cada uno puede tener de su propia posición política. Por desgracia esta distorsión es mayor en los conservadores, pero lo es todavía más, sin duda, en los cristianos que desean tener una actitud hacia la política que resulte coherente con sus creencias. Me explico.
Si nos atenemos a los hechos el Estado del Bienestar creció en los distintos países durante los gobiernos de partidos socialdemócratas, es cierto, pero también lo es que creció tanto o más cuando ocupaban el gobierno partidos de orientación cristiana (protestantes o católicos). Incluso en varias ocasiones pudimos ver que ambas corrientes (la socialista y la democratacristiana) se aliaban para evitar la llegada al poder de los liberales que, como Margaret Thatcher demostró, sí que eran críticos convencidos del Estado del Bienestar.
Aunque ahora nos pueda sorprender, durante muchos años socialistas y cristianos no diferían excesivamente en los elementos centrales de sus propuestas económicas ni en su concepción del desarrollo social. Ambos luchaban por extender la clase media, aceptaban el libre mercado y el capitalismo y, a la vez, se esmeraban en crear redes asistenciales que protegieran a los que se quedaban atrás. Los dos defendían sistemas sanitarios y educativos abiertos a todos y financiados por el erario público y apostaban por el subsidio del desempleo, la jubilación y la intervención del Estado en ciertas áreas económicas cuando así lo exigía el interés general.
En la página web de la Friedrich Ebert Stiftung, la más antigua de las fundaciones políticas alemanas, tradicionalmente ligada al Partido Socialdemócrata, podemos leer que el sostenimiento y desarrollo del Estado del Bienestar en la Alemania unificada «se debió en gran parte a la gestión política del Canciller Federal Helmut Kohl», que seguramente sea el líder democratacristiano más destacado de finales del siglo XX.
A ningún cristiano que conozca un poco su tradición, el Magisterio y la Doctrina Social de la Iglesia le puede sorprender que esto fuera así.
Ahora bien, llegó un momento en el que, tras abandonar el marxismo y acoger los postulados revisionistas con el Programa de Bad Godesberg, finalmente los socialdemócratas decidieron abandonar a la clase obrera y concentrarse en nuevas proclamas ideológicas. Tal vez se dieron cuenta de que los trabajadores empezaban a mirar con cariño a la derecha (basta con ver los resultados electorales que siguieron a las revueltas del 68) y por eso comenzaron a buscar la atención de un electorado mayoritariamente joven y burgués que podría apoyar sus nuevas y sucesivas cruzadas en contra de lo que denominaron desde entonces el «heteropatriarcado», contra las instituciones que parecían sostenerlo y contra sus consecuencias.
Con tanto humor como veracidad se puede decir que los socialistas empezaron a seguir casi al pie de la letra los postulados de un autor tan peculiar como Wilhelm Reich (La Función del Orgasmo, La Revolución Sexual), concentrando sus ataques en la «familia tradicional» (sic) y en los roles de género.
Los socialistas empezaron a tocar una música que antes no se había escuchado y los cristianos, sin darse cuenta, bailaron a su ritmo
De ahí surgió una agenda política que buscaba la transformación de la sociedad mediante la consecución de ciertos objetivos: legalización de los anticonceptivos, aborto libre, divorcio, reconocimiento jurídico de las uniones homosexuales en total equiparación al matrimonio sacramental, eutanasia, etc. Una tarea que también exigía la colonización ideológica de las instituciones encargadas de la transmisión y creación de la cultura: colegios, institutos, universidades, centros de investigación, fundaciones culturales, etc. En esta estamos todavía.
Y es aquí donde se produce el conflicto real entre los socialistas —que se siguieron llamando así por los beneficios políticos que su historia les aportaba, aunque ya se hubiesen separado de ella— y los cristianos.
Este giro radical del discurso político pilló a los democratacristianos con el pie cambiado. Los socialistas empezaron a tocar una música que antes no se había escuchado y los cristianos, sin darse cuenta, bailaron a su ritmo, es decir, reaccionaron ante esta nueva versión de la izquierda sin conseguir ni articular ni comunicar una propuesta cultural alternativa y atractiva. Se vieron siempre luchando a la contra, dejándose encerrar más y más en la trinchera y pasaron poco a poco de la prudencia propia de los conservadores a la vehemencia de los reaccionarios.
Sumidos en este ambiente cada vez más negativo, es decir, con cada vez menos capacidad de respuesta creativa, tantos cristianos llegan incluso a dejarse arrastrar hacia posiciones populistas. Creen que así defienden las instituciones que les son más queridas, pero lo cierto es que para defenderlas desde el lugar en el que ahora se encuentran primero han tenido que olvidar el sentido cristiano que tenían. No queda aquí ni rastro de vida cristiana: solo un caparazón vacío, un moralismo muerto. Como mucho, gente cabreada y de mal humor que si te encuentra descuidado te puede amargar cualquier tarde de domingo.
¡Tan ingenuos hemos llegado a ser! La izquierda nos colgó a los cristianos un San Benito absurdo (el de ser reaccionarios) y nosotros ahora lo lucimos contorneándonos como si estuviéramos en la Pasarela Cibeles. Pero lo cierto es que los cristianos nunca hemos sido eso, no podemos ser eso y, si acaso nos hemos dejado llevar allí donde no deberíamos estar, no podemos seguir siendo eso.
El pensamiento cristiano, también el político, se equivoca si plantea primero sus inquietudes y propuestas para después intentar forzar la fe a avenirse a tales ideas con exégesis petulantes.
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