José F. Peláez | 05 de febrero de 2021
Cataluña no tiene solución a corto plazo y, de tenerla, no es política. Necesitamos a muchos Sabinos, necesitamos que la elite sea intelectual y no un calçot con flequillo inflado a mejillones.
Uno lee los dietarios de Sabino Méndez y piensa seriamente en abandonar esto de la escritura. Qué altura, qué elegancia. Sabino componía canciones en Trogloditas como pudo haber elegido escribir sonetos, levantar catedrales o pegar verónicas ajustadísimas, con el mentón clavado al pecho. Pero en Corre, Rocker o en Hotel Tierra queda claro que Sabino fue siempre un escritor, que la mirada poética está delante de todo, previa a todo, que la lírica viene de la cuna y que no se puede hacer nada por perseguirla, como no se puede hacer nada por comprar la belleza. Quizá porque es lo mismo. No recuerdo que una voz me impresionara tanto desde, qué sé yo, quizá Léon Bloy, que es una mezcla entre el profeta Baruc y Dickens. Sabino tiene el talento de encontrar la sensibilidad en cualquier cosa para abordar después el tema de un modo desafectado, duro, aparentemente sin involucrarse, como si el narrador fuera un verdugo que se fuma un pitillo en el cadalso en lo que vienen a afilar la guillotina. Todo esto hace de él una voz muy personal, extemporánea, que nos recuerda lo que pudo ser España antes de que la izquierda se convirtiera en este nido de gilipollas.
No creo que esos diarios pudieran ser publicados hoy en día. Habría quema de libros en la sede de Anagrama y autos de fe en la plaza de San Jaime. Y ese es el tema, en realidad: que uno recorre con Sabino la Barcelona de los 70 y 80 y nota el viento de la libertad en cada página, hace cumbre en el pico más alto de la cultura popular, con esa manera que tienen niños y artistas de buscar el límite, que es la misma, por cierto, con la que padres y políticos acaban por aceptar que no se puede parar el arte cuando este viene como un chorro desbocado, como una catarata que acaba por ahogarte. Y ya está, eso es todo. Se puede ver físicamente cómo entra la luz por una rendija para matar la oscuridad -no solo física- del franquismo. Se puede ver la pretensión, mitad estilística, mitad erudita, de una vida a punto de explotar, como toda España. Era una Barcelona que Carmen Ballcells convirtió en sede internacional de la escritura en castellano. Imagínense, una nueva Florencia con Bolaño, Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar, Gil de Biedma, Carlos Barral, Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Goytisolo, Vila Matas, Vázquez Montalbán, Terenci Moix y otros tantos que no voy a citar para no desensibilizarnos como en una pinacoteca, en la que pasas por Rembrandts o Tizianos como quien pasa por delante de las hojas de un calendario de neumáticos. Pues todo eso se lo han cargado en una hoguera inquisitorial en la que han puesto una estrellita ciega y paleta junto a la dignidad de las barras viejas.
Lo peor no es la nostalgia de algo que no he vivido. Lo peor es cuando cierras el libro, abres el periódico y ves en qué se ha convertido Cataluña, el grado de degradación moral de esa sociedad, el olor a cerrado, a estiércol y a retroceso de un lugar en el que se acepta con normalidad que cuatro paletos decidan ponerse por encima de las leyes, es decir, por encima del pueblo del que emanan, es decir, de la democracia misma, mientras el propio pueblo, humillado, los jalea y el sanchismo los protege. ¡Vivan las ‘caenas’, neng! Yo he estado, hace poco, unos días en Barcelona y he de repetir lo que todos sabemos, que, aunque el Mediterráneo no me huele a lo mismo que a Serrat porque me pilla a seiscientos kilométros, es una ciudad atractiva, en la que, si no escarbas, no se nota el olor a basura. Los turistas -algunos de los cuales llevan años viviendo allí- no lo notan. El problema es cuando no quieres estar de paso sino involucrarte, tomar decisiones, coger tu parte del pastel. Mandar. Eso es lo que diferencia al turista del ciudadano, la capacidad de hacerte mayor, de mirar a los ojos a los de los apellidos catalanes y decirles que se acabó, que no hay un apellido más catalán que García y que se van a reír de su puta madre.
Lo de Cataluña no se arregla con unas elecciones, porque el mal que la aqueja no es político. Tampoco es moral, gracias a Dios. Vamos a dejar ya los púlpitos morales de unos y otros y vamos a ceñir el debate a la ley. Vamos a apartar a moralistas y puritanos que nos dan la matraca día a día con la moral, con cómo ser buen catalán, buen español, buen cristiano, buen ciclista o, en definitiva, cómo debe ladrar un buen perro fiel. A esos hay que morderlos los primeros.
La identidad no es algo colectivo. Ese es el germen de todo populismo. La identidad es un asunto individual y por eso nadie puede dártela ni quitártela. La identidad no es algo que recibamos de serie, como el aire acondicionado de los coches. La identidad hay que crearla. No digo buscarla, como si estuviera escondida en alguna parte y fuera nuestra misión encontrarla, no; lo que hay que hacer es crearla, esculpirla en mármol, desde cero. Ese y no otro es el objetivo de una vida. «El destino de cada ser humano es ser un individuo único, trazar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte», como nos enseñó Oliver Sacks. Esto es incompatible con el nacionalismo catalán, con el español y con el serbio. Y no debemos olvidar que no existe esa entelequia llamada catalanismo moderado. El catalanismo es el nacionalismo acomplejado, el subterfugio de la equidistancia, la supremacía de lo identitario, de lo tribal, pero sin tirar adoquines a la policía. Ese es el problema, que no hay término medio entre la ley y la barbarie, entre Roma y los bárbaros.
Cataluña no tiene solución a corto plazo y, de tenerla, no es política. Necesitamos a muchos Sabinos, necesitamos que la elite sea intelectual y no un calçot con flequillo inflado a mejillones. Necesitamos que se abandone la putrefacción de una sociedad autoparodiándose en sus supuestas diferencias, como sintiéndose superiores en el baile de disfraces, en una permanente actitud cosmética. Pero ¿superiores a quien? ¿Exactamente en qué os sentís superiores a mí los que queréis acabar con el progreso, con la libertad y con la luz de una tierra maravillosa para arrojarla de modo suicida hacia el pasado, hacia el salvajismo y hacia la panda de fascistas que os está dirigiendo al abismo más oscuro? La democracia no es solo votar. La democracia es, entre otras cosas, garantizar que los bárbaros no puedan votar acabar con la igualdad, con la libertad o con la propia Cataluña, que es acabar con España. Y acabar con España es acabar con la libertad. Este es el verdadero asunto. La democracia es leer a Sabino Méndez el 14 de febrero y, sobre todo, celebrar el día de los enamorados sacando a pasear el dedo corazón a toda esta panda de trogloditas.
El Gobierno de la Generalitat de Cataluña ha sobrepasado toda barrera moral al pedir la libertad de siete activistas acusados de terrorismo.
Mientras los caminos se caen y nuestros viejos tienen problemas para ir al médico, tenemos que aguantar a pijos de Neguri, a snobs de Sant Gervasi o a imbéciles de Beverly Hills diciéndonos que representamos lo peor.