Daniel Berzosa | 05 de abril de 2021
La imposición indiscriminada del uso de la mascarilla resulta desproporcionada. La redacción de este precepto rebasa la permitida delimitación constitucional de todo derecho fundamental por ley.
El pasado Martes Santo, 30 de marzo, se publicó en el Boletín Oficial del Estado la Ley 2/2021, de 29 de marzo, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID- 19. Como a las cosas hay que nombrarlas de la forma más sencilla posible para recordarlas, he decidido llamar a esta nueva norma, al menos, en este artículo, la «Ley de la Mascarilla». Pero trata de otras cosas convenientes, según las Cortes Generales, para la prevención, contención y coordinación ante la acción devastadora del coronavirus. En realidad, dedica su capítulo II a las mascarillas.
El capítulo III regula la oferta de plazas y la ocupación en los transportes de viajeros por vía marítima, ferrocarril y carretera de competencia estatal. El capítulo IV versa sobre medicamentos, productos sanitarios y productos necesarios para la protección de la salud. El capítulo V prevé medidas para la detección precoz de la enfermedad y el control de las fuentes de infección y vigilancia epidémica. El capítulo VI dispone medidas para garantizar las capacidades del sistema sanitario en materia de personal, planes de contingencia y obligaciones de información. Y el capítulo VII (¡atención despistados, desaprensivos y negacionistas!) regula las multas aplicables.
En las disposiciones adicionales y finales, se revela como una «ley ómnibus». Un cajón de sastre para retocar o derogar de forma expresa otras normas, tengan conexión o no con su objeto (aeropuertos de AENA; sanidad exterior de los puertos de interés general; autorización al Gobierno para avalar costes y operaciones del 2020; designación de la autoridad delegada en las Fuerzas Armadas; aplicación de las tecnologías de la información y la comunicación; navegación aérea; Sistema Nacional de Salud; uso racional de los medicamentos y productos sanitarios; funcionamiento de las asociaciones; sociedades civiles, mercantiles y cooperativas; fundaciones; y resolución de determinados contratos sin penalización por parte de los consumidores y usuarios).
Por último, la Ley de la Mascarilla deroga de forma genérica y habitual cuantas normas de igual o inferior rango se le opongan. No obstante, su redacción abigarrada y confusamente confusa es tan desgarradora (de forma particular, en su exposición de motivos y en la entrada en vigor anudada al ámbito de aplicación) que una norma de esta dicción resultaría inconcebible hace solo un par de años.
Sin dejar de referirme a lo anterior como cierre, me centro, primero, en la imposición indiscriminada del uso de la mascarilla, sin atención a otras consideraciones que las expresadas en la ley. Es patente que resulta completamente desproporcionada. No se trata, desde luego, de que esta restricción de la libertad se haya hecho por una norma reglamentaria —muy discutido—, como fue el caso de la exigencia del uso del cinturón de seguridad o la prohibición de fumar en recintos cerrados abiertos al público.
Sin embargo, si una persona está sola en mitad del campo, ¿tiene sentido que deba ir con mascarilla? Si unas personas se encuentran respecto de otras a una distancia superior a la indicada de seguridad, ¿por qué deben ir con mascarilla? Otro parámetro de proporcionalidad olvidado: ¿cómo no se ha planteado un trato acorde para los vacunados? Según la Ley de la Mascarilla, en esos tres ejemplos, no llevarla es objeto de sanción.
No parece esta imposición legal a todo quisqui, a partir de los seis años, el resultado de una reflexión y ponderación, sino de un brochazo gordo. Y eso sin contar las incoherencias diarias de viajar hacinados en los transportes públicos, o de poder retirar las mascarillas si se está sentado a la mesa, aun cuando no se guarde la distancia de seguridad, o de no tener que llevarlas en la playa, paseos marítimos y piscinas, si hay distancia (Canarias), en la playa y piscina una vez dentro, salvo lugares comunes (Comunidad Valenciana) o solo al practicar actividades acuáticas (Cantabria).
La indiscriminada redacción actual de este precepto rebasa la permitida delimitación constitucional de todo derecho fundamental por ley. Precisamente porque se está ante una situación excepcional y única, el esfuerzo del legislador debería haberse orientado en pensar con cuidado el mayor número de situaciones que afecta al problema generado y el modo como mejor se pueda atajar tal circunstancia.
Y ahora el tema de la abstrusa redacción de la ley, en particular, respecto de la entrada en vigor en relación con el ámbito de aplicación (que vale para la mascarilla y las materias reguladas en los demás capítulos). Los apartados 2 y 3 del artículo 2, y el apartado I de la exposición de motivos, son la constatación más notable hasta el presente de lo que se denuncia por los profesionales del Derecho como nefasta, por indeseada, técnica legislativa. Casi incomprensibles, parecen remitir a normas extinguidas, que, sin embargo, albergarían preceptos con vigencia aun después de su extinción. Es tal la dificultad de su comprensión que requieren de un estudio técnico en profundidad que no se puede ofrecer en un artículo de opinión.
Los principios de seguridad jurídica y de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos exigen que la norma sea clara para que los ciudadanos sepan a qué atenerseTribunal Constitucional
Por otro lado, no es menos tranquilizadora la amplitud de los parámetros para que el Gobierno, previa consulta con las comunidades autónomas en el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, «declare de manera motivada y de acuerdo con la evidencia científica disponible, previo informe del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, la finalización de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19». ¿Cómo se determina la «evidencia científica disponible»? ¿Cuáles son los requisitos objetivos del preceptivo informe del citado centro? ¿Significa lo anterior que, en la práctica, se ha dejado en las manos del Gobierno la decisión de poner fin a este estado anormal de vida que nos asfixia desde hace más de un año?
Sobre la cuestión sustancial de estas palabras, que debe hacernos reflexionar por sí sola sobre el creciente peligro de una forma de proceder contraria a la racionalidad y la justicia, valores primarios que deben prevalecer siempre en un Estado constitucional, la cuestión de la técnica legislativa también debe atenderse; porque, en palabras del Tribunal Constitucional, «los principios de seguridad jurídica y de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos exigen que la norma sea clara para que los ciudadanos sepan a qué atenerse» y porque «una legislación confusa, oscura e incompleta, dificulta su aplicación y, además de socavar la certeza del Derecho y la confianza de los ciudadanos en el mismo, puede terminar por empañar el valor de la justicia».
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