Jaime García-Máiquez | 05 de junio de 2020
El Gobierno roza la libertad absoluta que le proporcionaría un Estado totalitario, con una sociedad amordazada con mascarillas y reprimida por la microviolencia de las multas o la ruina económica.
Esta pandemia dejará en millones de personas muchos recuerdos inolvidables. El más esencial moralmente debe ser el recuerdo de las víctimas, y el de unos familiares imposibilitados de despedirse de sus seres queridos. No será desdeñable para muchos el flagelo de una crisis económica que se ha hecho viral.
Más allá de estos verdaderos dramas, me han impresionado mucho dos mínimas cuestiones relacionadas entre sí: el control de los mensajes de WhatsApp a favor de una supuesta disminución de la tensión social, y el control policial del confinamiento de la población.
Que un Gobierno haya podido influir en ciertas empresas para controlar unos reenvíos personales de mensajes que se calificaban de subversivos o fake news es una violación de la intimidad inédita y preocupante.
En la narración del asedio a Breda, en 1625 (Obsidio Bredana, 1626) de Herman Hugo (1588-1629), hecho histórico que protagonizara Ambrosio de Spinola y que inmortalizara nuestro Velázquez en Las Lanzas, se cuenta que el general holandés Justino de Nassau –gobernador de la ciudad sitiada- impedía enérgicamente que dentro de sus murallas hubiera corrillos de gente hablando, soldados o civiles: la conversación degeneraba en revueltas.
Algo parecido han debido pensar «nuestros generales», acostumbrados a controlar los medios de comunicación, al impedirnos expresar con absoluta libertad lo que nos diera la real (con perdón) gana en nuestro corrillos de WhatsApp.
Y esto me lleva, a su vez, a una historia aún más preocupante, precisamente un cuento chino. Hacia el 208 a.C., un alto funcionario de la dinastía Qin, el jefe eunuco Zhao Gao, le ofreció al emperador un ciervo como regalo… pero se refirió a él como un caballo. Esto dejó descolocados a todos, incluido el emperador Qin Er Shi, que, según la leyenda, se sonrió asombrado. Gran parte de los oficiales de Zhao Gao alabaron la belleza del caballo, mientras que otros corrigieron al jefe, advirtiéndole que el animal era en realidad un ciervo.
Zhao Gao utilizó esta estrategia como prueba de la ciega fidelidad de sus generales: aquellos que lo contradijeron en presencia del emperador fueron ejecutados al día siguiente. Cundió el terror, y la advertencia «Toma un ciervo y llámalo caballo» se pronuncia aún hoy como frase hecha, de mucha más utilidad con el comunismo que en cualquiera de las implacables dinastías de la China imperial.
La ingeniería social a la que parece que vamos es aquella donde la versión oficial de todas las cosas es la que publican –casi omnipresentemente- los medios afines a un Gobierno que dificulta los corrillos de conversaciones, que alaba la cornamenta del caballo y que, a través de los delitos de odio, intimida al que se le ocurra pensar lo contrario.
Si la admiración ante «los cuernos del caballo de Zhao» tiene que ver con la Conformidad en el error de los estudios (Swarthmore College, Pensilvania, 1951) de Salomon Asch (1907-1996), el comportamiento de la Policía durante el confinamiento podría vincularse con el Experimento de la cárcel de Stanford (Universidad de Stanford, California, 1971) de Philip George Zimbardo (1933).
De las muchas personas que se ofrecieron a este experimento, subvencionado por la Armada de los Estados Unidos, Zimbardo y su equipo del Departamento de Psicología eligieron a 24 jóvenes, todos blancos, de clase media y psicológicamente estables. Los dividieron aleatoriamente en dos mitades, una de presos y otra de carceleros, cuyo mandato era, sin más, mantener la disciplina sin emplear la fuerza física. Aunque estaba programado que el experimento durara dos semanas, al segundo día se produjo un motín y al sexto hubo que suspenderlo definitivamente.
Los carceleros pronto mostraron conductas autoritarias, inflexibles, tomaron decisiones arbitrarias, humillantes para los reclusos, que el artículo académico que publicó Zimbardo más tarde llegó a calificar de «sádicas»: dividieron a los presos entre «buenos» y «malos», con la intención de enfrentarlos; los obligaron a ir desnudos en un momento determinado; a un preso que quiso hacer una huelga de hambre lo obligaron a sostener en las manos durante horas la comida que había rechazado, etc. Los presos se mostraron sumisos, dependientes y complacientes hasta un elevado grado de mezquindad.
El experimento tuvo muchas críticas, desde muchos puntos de vista, pero venía a demostrar el devenir autoritario de una relación basada entre los «buenos» guardias que tienen el poder, y los «convictos» que les deben obediencia. Como decía el informe, es «la atribución situacional de la conducta» la que acaba por imponerse.
«El estado de alarma multiplica la impunidad», advertía SOS Racismo, y nuestra Policía –los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, como especificaría cualquier político que se precie- se ha mostrado muy celosa en el cumplimiento de la orden que se decretaba desde lo alto, sobreexcitada a la hora de controlar la tortura china del confinamiento salvaje.
Se han visto escenas de violencia física por parte de la Policía, que en algunos casos obscenos era aplaudida desde los balcones, pero lo más grave ha sido esa microviolencia de la imposición de multas. ¿Era necesario imponer más de un millón de multas a unos españoles a los que sus puestos de trabajo los estaban echando a la calle? ¿De verdad que durante los dos primeros meses de confinamiento no había más remedio que multar diariamente a más de 15.000 personas? ¿No era en un momento lo suficientemente complejo como para que la autoridad competente hubiera mostrado un rostro más humano, más comprensivo? Se podrán recurrir, dicen, pero eso es consolarse pensando que bajarán la hinchazón después de la bofetada.
Y esto me lleva a otro experimento relacionando con la actuación de la Policía en la pandemia, el de la obediencia. Es el, quizá, más famoso de todos -del que se ha hecho hasta una película, el Experimento de Milgram-, llevado a cabo en 1961 en la Universidad de Yale (New Haven, Connecticut) y realizado por Stanley Milgram (1933-1984).
Lo resumo. Un investigador ordena a un participante que le dé descargas eléctricas a un sujeto si no sabe algunas preguntas. El participante no sabe nada, pero el investigador y el sujeto son actores. Se empieza dando una descarga de 15 voltios; a los 75 voltios, el sujeto empieza a manifestar dolor físico; a los 270, sobreactuará, gritando agónicamente; a los 300 voltios, ya no podrá responder y produce estertores previos al coma. De los treinta niveles estipulados, el máximo eran 450 voltios.
Si el participante, angustiado, pregunta si era necesario continuar, el investigador daba tres tipos de respuestas distintas según el nivel: «El experimento requiere que continúes»; «Es absolutamente esencial que continúes»; «No tienes opción, debes continuar».
Los resultados fueron impresionantes. Con distintos grados de resistencia y estrés, nadie se negó a seguir dando descargas eléctricas pasados los 300 voltios, es decir, con el sujeto inconsciente, sin dar señales de vida. Y lo que es acaso peor, el 65 % siguió dando descargas hasta el máximo del experimento, los 450 voltios. Milgram y su equipo no daban crédito al elevado grado de sadismo de los participantes. Habían calculado que la media llegaría como máximo a los 130 voltios. Repitieron el experimento –como otros tantos después- con idéntico resultado; el nivel de obediencia disminuía en proporción a la depreciación de la autoridad.
El fin de la prueba era ver el nivel de obediencia a una autoridad, aunque sus órdenes entraran en conflicto con la conciencia personal. Las implicaciones de estos resultados abarcan, en cierto sentido, desde un soldado nazi (uno de los objetivos previos era comprender cómo se llegó a Auschwitz) al amable policía municipal que nos pone a regañadientes una multa por no llevar la mascarilla. La clave está en que el participante transfiere la toma de decisión a una autoridad superior, que es aceptada ciegamente como benévola.
La situación actual tiene relación con estos casos teóricos y, si es verdad que el Gobierno ha perdido autoridad por su ineficacia y por la imposición de medidas evidentemente absurdas, ejerce una extraordinaria presión mediática para que veamos un caballo donde hay un ciervo, aunque muchos lo acaben reconociendo, arrastrados por la corriente embarrada de un error general, la conformidad en el error.
Podría decirse que el Gobierno roza con sus pezuñas de cabra (no lo llamaremos caballo) la libertad absoluta que le proporcionaría un Estado totalitario, con una sociedad en cierto sentido amordazada con mascarillas por miedo a la salud, y reprimida por la microviolencia de las multas o la ruina económica. Tendremos que prepararnos; en todo caso, con la izquierda en el poder siempre somos la gente de la calle los que acabamos recibiendo las descargas eléctricas de sus experimentos.
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