Juan Milián Querol | 05 de agosto de 2020
El arzobispo de Barcelona, Joan Josep Omella, es la última víctima de la deriva independentista. El nacionalismo ya no solo ansía el silencio del discrepante, sino que exige una adhesión inquebrantable a todos.
Tratan de desestabilizar al Fútbol Club Barcelona por no plegarse totalmente a sus intereses. Tienen comiendo de su mano a unos sindicalistas que olvidan a los trabajadores y rinden pleitesía a la elite nacionalista. La Cámara de Comercio de Barcelona cayó en manos de uno de sus personajes más risibles, confirmando la decadencia de la burguesía. No les importó echar a miles de empresas de Cataluña, entre ellas La Caixa y el Banco de Sabadell. En plena pandemia y crisis económica, no cambian las prioridades y estos días se dedican a acosar a la SEAT. El futuro laboral de decenas de miles de catalanes les importa un pimiento a estos fogosos nacionalistas que creen que, incluso en TV3, se habla demasiado castellano.
Bien pertrechados en la Administración, los colegios profesionales y las universidades, el plan de Jordi Pujol para totalizar la sociedad catalana se ha ejecutado con altísima precisión. Pocos espacios de libertad quedan en la Cataluña del horror vacui nacionalista. Aquí, la minoría dura impone la decadencia a toda la sociedad. Según la última encuesta del Centre d’Estudis d’Opinió, solo el 33,9% de los catalanes creería que Cataluña debe ser un Estado independiente. Sin embargo, con el apoyo de ese tercio, consiguen implementar sus modelos de «éxito y consenso» frente a una mayoría con las defensas bajas.
En el pasado, al nacionalismo le valía con imponer una espiral del silencio. Engullidos por ella, no pocos temían más incomodar con la verdad que decir algo que sabían falso. El denominado procés separatista habría sido imposible sin tanto mutismo miedoso. No obstante, la tan ridiculizada mayoría silenciosa existía e hizo sentir su voz ante el golpe de 2017. Muy enrabietado y algo desorientado, el nacionalismo hoy ya no solo ansía el silencio del discrepante, sino que exige una adhesión inquebrantable a todos. Ya no solo se señala al contrario a la secesión, sino también al que no la defiende con uñas y dientes.
La última víctima de esta deriva es el arzobispo de Barcelona, Joan Josep Omella. La inquina viene de lejos. Omella fue nombrado en noviembre de 2015, en pleno procés. Es catalanoparlante, pero no catalán, ay. El puritanismo nacionalista vio ahí una jugada equidistante del papa Francisco. En su libro contra Oriol Junqueras, Carles Puigdemont muestra desde el principio un desprecio considerable hacia el arzobispo, ya que las homilías de este no eran como los sermones de las estrellitas de TV3. Cada vez que Omella hablaba de «tender puentes», al entonces president le invadía un ataque de cólera.
Fue en 2017, en pleno apagón ético del nacionalismo, cuando las formas –y el fondo- se perdieron del todo. En aquel mes de agosto, el yihadismo golpeó en el corazón de la capital catalana. Y, tras unas primeras horas de tregua, los líderes nacionalistas no pudieron evitar la tentación de dejarse arrastrar hasta el subsuelo de la inmoralidad. Fomentaron las teorías conspiranoicas más miserables y manipularon el dolor de los ciudadanos en la manifestación contra los atentados, reconvirtiéndola en otra de sus performances de odio contra España. «Il nazionalismo senza solidarietà», tituló el periódico italiano La Repubblica. No respetaron ni a vivos, ni a muertos.
En los funerales de las víctimas de aquellos atentados, Omella habló de paz, convivencia y amor. Algo que no estaba en las coordenadas de un Puigdemont decidido a impulsar el conflicto entre catalanes y el choque contra el Estado. Una vez más, enloqueció. Al acabar la misa, corrió hacia el arzobispo y, como Greta Thunberg con barretina, le espetó su particular: «How dare you?», «¿Cómo se te ha ocurrido tratarnos en ese tono?». En su mismo libro reconoce haberse marchado raudo y sin dar la oportunidad a Omella de responder. Puigdemont, siempre tan irracional como cobarde.
La verdad es que Omella nunca ha criticado al independentismo y no es raro encontrar edificios de su diócesis con pancartas o símbolos favorables a los culpables de malversación y sedición. Sin embargo, el nacionalpopulismo catalán exige hoy una lealtad perruna. Desde su palacete de Waterloo, el fugitivo acusa a Omella de estar a favor de los poderosos. Puigdemont apunta y Torra dispara. En pleno caos de la gestión pandémica, había algo que el presidente de la Generalitat tenía claro: a la misa de la Sagrada Familia solo podían acudir diez personas. Con una decisión de rango administrativo. pretendía poner coto a la libertad religiosa. Tras exigir que el templo se abriera a los turistas, el president anunciaba que abriría un expediente sancionador al Arzobispado por la celebración de la misa en memoria de las victimas del coronavirus. Y, de paso, acusó personalmente a Omella de no pronunciarse explícitamente a favor de los líderes del procés. Así pues, en rueda de prensa, el vicario de Puigdemont venía a confirmar que actúa en venganza contra el arzobispo porque este no repite los eslóganes del independentismo al pie de la letra. Los desobedientes exigen obediencia.
En fin, en Cataluña aún hemos de ver fenómenos que no se producen ni cerca de la Puerta de Tannhäuser. El espacio de la otrora hegemónica Convergència i Unió ha implosionado. Al menos nueve partidos revolotean por ahí en este verano preelectoral. Sin embargo, los dos más relevantes, PdeCat y Junts per Catalunya, han sufrido un curioso proceso de vaciado ideológico. Renunciando a todo lo que representa la defensa de las libertades individuales, se han lanzado a competir con el izquierdismo de ERC o el populismo de Ada Colau y la CUP, también en su vertiente más anticlerical.
Veremos a los exconvergentes dejarse arrastrar por ERC en su lucha contra la escuela concertada y el derecho de los padres a decidir la mejor educación para sus hijos. Y cosas más extrañas. La CUP propone expropiar la catedral de Barcelona, pero, antes de descartar la posibilidad de tal sinsentido, debemos comprender que Puigdemont y los suyos son como rentistas con corbata que defienden cualquier chuminada de casal okupa.
Tenemos Sánchez para rato. Es indudable el éxito del presidente en la negociación con la Unión Europea. Veremos cómo sale de esta Iglesias. Si tiene dignidad, estamos abocados a una crisis de Gobierno.
El Ejecutivo de Pedro Sánchez niega la verdad y aniquila la responsabilidad. Ni somos más fuertes, ni salimos. Los contagios suben, la economía baja y lo más duro, probablemente, aún no ha llegado.