Pilar Marcos | 05 de noviembre de 2020
La reacción de los primeros días del segundo embate de la pandemia es opuesta a la de aquellas divertidas bromas que nos acompañaron en marzo. Empieza un tiempo de zozobra, desconfianza y miedo. Un tiempo marcado por la desafección y la ruina.
Los primeros días de la primera vez, el humor acompañó a la privación de libertad. ¡Cuántos chistes ingeniosos compartidos por WhatsApp!, ¿se acuerdan? Te encerraban en casa porque -quién sabe cómo- había llegado un virus maligno de quién sabe dónde. Tan maligno era que, según decían, se te podía pegar a las suelas de los zapatos si salías a la calle y luego infectarlo todo. Pero -a cambio- llevar mascarilla era una extravagante estupidez, porque no había. Se disparó el consumo de lejía y hubo desabastecimiento… de papel higiénico. Se contaba que el virus era un problema mundial y que estaba muriendo mucha gente, aunque los muertos y los convalecientes fueron pudorosamente ocultados por unas televisiones entusiastas del peor exhibicionismo: tuvieron esa pudorosa excepción. Aquel primer encierro, que iba a durar pocos días, se prolongó tres meses, con sus muertos mal contados como mentira más flagrante de una montaña de falsedades, y con sus inacabables homilías gubernamentales, en forma de rueda de prensa permanentemente televisada.
Se trataba de anestesiar ese primer impacto y a ese propósito se dirigió todo, con el cuento de la rápida recuperación en V como más animoso chiste gubernamental. Para ese narcotizante propósito, se congeló temporalmente, con innumerables ERTE, la pérdida de negocio y actividad a la que condujo el encierro y la parálisis; se aplazaron (poco) algunos impuestos, y se recicló de urgencia una promesa de la coalición de investidura para la ayuda a los pobres de crisis anteriores con un complemento de rentas (el Ingreso Mínimo Vital) que no era, ni posiblemente pueda llegar a ser, una medida eficaz contra la nueva pobreza-COVID.
Para que el narcótico pareciera creíble, se difundieron eslóganes que muy pronto mostraron su insuperable redacción en neolengua orwelliana. Les recuerdo algunos: «Entramos juntos y vamos a salir juntos», «este virus lo paramos unidos», «nuestra única opción es la victoria total sobre el virus», «haremos lo que haga falta, cuando haga falta y donde haga falta», «para ganarle al virus estamos poniendo al servicio del país todos los recursos a nuestro alcance», «hemos vencido al virus», «salimos más fuertes, «España puede»… La única característica común a todos y cada uno de tan comerciales eslóganes es su indudable mendacidad. Ni juntos, ni unidos, ni victoria, ni nada al servicio del común, y el único que ha salido más fuerte, y más exento e indiferente a los controles que impone la democracia, es el presidente del Gobierno. ¡Él sí que puede!
Hoy, lo que ya llamamos segunda ola no es más que la constatación de que deberíamos empezar a pensar en cómo vivir con el virus, en cómo convivir con la pandemia -con cuidado, con controles, pero ¡vivir!-, de la misma forma que vivimos y convivimos con y pese a tantos otros peligros de la vida. Pero no. Ese paso aún no es posible, porque sigue instalada entre nosotros la añazaga de una presunta pronta victoria completa en una guerra inventada. Eso sí, la reacción de los primeros días de este segundo embate es radicalmente opuesta a la de aquellas divertidas bromas que nos acompañaron en marzo. Ya nadie está para chistes y casi nadie parece dispuesto a asumir pacíficamente toneladas de nuevas trolas. Empieza un tiempo de zozobra, de desconfianza acumulada y miedo apelotonado. Un tiempo en el que recelar de todo y de todos. Un tiempo marcado por la desafección y la ruina.
Todas las mentiras acumuladas en estos meses suman motivos sobrados para la desconfianza. El miedo nace de saber que seguimos ignorándolo todo, y que esta vez -para acentuar el miedo- sí enseñarán los féretros y las UCI. La desesperanza crece al asumir que la primera víctima de la pandemia ha sido la fe en el progreso, la esperanza de prosperidad, esa frágil creencia para la que unos habían trabajado toda su vida y otros habían soñado con inquebrantable determinación.
Tantos negocios cerrados, tantas personas en paro, tantos jóvenes con el futuro aparcado… Una quiebra general que busca justificación y excusa en la presunta necesidad de pararlo todo para frenar el avance de la infección. ¿Seguro que no hay otra vía? ¿Y si miramos, por ejemplo, a la Comunidad de Madrid? El recelo está justificado, porque detrás de las decisiones que imponen los que en el Gobierno de España todo lo mandan solo se adivina una fantasmagoría de Simón-expertos. En algún sitio habrá sabios, existirán seguro, pero nadie ha hecho público nada parecido a un sólido informe firmado por un grupo de prestigiosos científicos que avale las volubles decisiones impuestas por el señor Sánchez. Y el recelo alimenta la zozobra, la desafección y el terror ante una ruina duradera.
Lo peor es que han empezado a surgir brotes de violencia que el Gobierno intentará aprovechar, como intenta aprovecharlo todo. Brotes de vandalismo insensatos e injustificables, ya, pero ahí están y habrá que intentar que no vayan a más. La reacción más habitual a la zozobra es el retraimiento y la obediencia temerosa, pero no es imposible el estallido entre los que nada tienen que perder. Y muy poco tienen que perder los más jóvenes. Porque lo más grave de todo lo que se ha volatilizado en estos meses de pandemia es la fe en el progreso, esa acrítica creencia de que, con mucho trabajo y alguna dosis de suerte, estaba garantizado que los hijos vivirían mejor que los padres, y los nietos, muchísimo mejor que los abuelos. Ahora solo está acreditado que hijos y nietos recibirán una enorme herencia de deuda acumulada por los insensatos gobernantes de estos tiempos de sus padres: unos pésimos gobernantes que exigen ser evaluados por sus supuestas buenas intenciones sin que nadie pueda siquiera apuntar a sus evidentes resultados nefastos.
Habrá que superar estos tiempos de zozobra. Habrá que aprender a convivir con el virus y a minimizar el daño, en vidas y haciendas, que ha hundido este 2020. Y hacerlo, incluso, en la peor de las hipótesis. Imaginen, por ejemplo, que no haya vacuna; que no la haya aún, ni luego, ni después, ni aún más tarde, ni quizá nunca. Habrá que vivir, habrá que luchar por la vida mientras haya vida.
El Gobierno ha vuelto por sus fueros primaverales y ha recuperado el ‘estado de alarma creativo’. Aunque se recurra la prórroga hiperbólica de seis meses, cuando el Tribunal Constitucional resuelva es posible que esta haya expirado.
El discurso de Pablo Casado en la moción de censura es la ruptura de un tablero viciado. Es la escapatoria para tantos y tantos españoles hartos de insultos y espectáculos cuando miles de compatriotas están perdiendo la vida y millones, el empleo.