David Cerdá | 06 de marzo de 2021
La corrección política es el púlpito de quienes quisieron derribar todos los púlpitos; el imperialismo ideológico de quienes se dicen antiimperialistas. También es el campo de juego de los pelmazos.
La expresión «políticamente correcto» tiene un doble origen, totalitario el uno, irónico el otro. El primero corresponde a la práctica en la Alemania nazi de reservar las licencias de información para los arios —pues solo las opiniones de estos eran «políticamente correctas»— y al modo en que los comunistas y socialistas norteamericanos de los años treinta se referían a cuanto se ajustaba a la ortodoxia marxista. El segundo está ligado a la Nueva Izquierda estadounidense, que en los setenta ensayó su propia ortodoxia en torno a ideas sobre la pobreza, la raza y el sexo, y después se rio de ella usando la expresión con retranca y a modo de autocrítica. Poco después, esa misma ideología dejó de reírse, se olvidó del efímero «prohibido prohibir» de Mayo del 68 y pensó que era en verdad buena idea establecer que había cosas políticamente absurdas; concretamente, las que ellos decidieran. Puesto que la gente no siempre votaba bien, algunos creyeron necesario trazar un eje de coordenadas moral no debatible, para que nadie se perdiera.
Por lo tanto, la corrección política no es de ahora, aunque está claro que se nos ha ido de madre. El principio del fin llegó con la colonización de los campus universitarios. En su clásico traducido en nuestra lengua como El cierre de la mente moderna, Allan Bloom ya avisó de cómo este mal se infiltraba en el templo del debate y la búsqueda de la verdad, la Academia. Quienes lo acusaron de exagerado lo purgan hoy contemplando cómo el movimiento No Platform devasta el pensamiento crítico en las más prestigiosas universidades extranjeras, y cómo los borreguiles escraches hacen lo propio en las nuestras. De esos polvos vienen los actuales lodos de las redes sociales, que no han hecho sino exacerbar la práctica, poniendo en riesgo de desaparición a la frágil especie de los argumentos, a los que ha sustituido un burdo olfato para detectar «quiénes son los míos» y «quiénes el enemigo». A esta fiesta se han sumado los magnates de estos negocios —Jack en Twitter, Mark en Facebook—, santificando la incursión del «mercado» en la res publica e inaugurando una era de totalitarismo de algodón de azúcar.
El totalitarismo tiene por objetivo «la dominación permanente de cada individuo en cada una de las esferas de la vida» (eso dice, en Mein Kampf, una autoridad en la materia). La corrección política sirve a los mismos fines, con el siniestro añadido de hacerlo por nuestro bien. No obstante, solo es libre quien se forma su propio juicio, y esto es una quimera si se nos escamotea el contraste de opiniones. De modo que la marea creciente de la corrección política es una Kristallnacht vagamente encubierta, una persecución asfixiante por su ubicuidad y su apariencia incruenta. «La verdad», decía Lenin, «es un mezquino prejuicio burgués»; en esto, los campeones de la corrección política son escrupulosamente leninistas. Aquí es donde aflora en toda su virulencia el relativismo connatural a la corrección política: la mayoría de sus adalides entienden que la verdad no existe, y por lo tanto es un campo de batalla ideológico, una lucha de poder y no una búsqueda cooperativa a través del diálogo.
Por carecer de un dogma, representantes visibles y teorías explícitas —por ser esencialmente un método, una sustancia informe que todo lo invade—, luchar contra la corrección política se parece a dar puñetazos al aire. La han sufrido en sus carnes hasta quienes antaño fueron santos patrones liberales, como Sam Harris, que fue vitoreado por sus refutaciones a la religión hasta que, en 2006, se le ocurrió decir que, en cuanto a la realización del individuo, no todas las culturas son iguales. En 2017, Sergei Tabachnikov y Theodore Hill enviaron para su publicación un estudio al Mathematical Intelligencer en el que planteaban un modelo matemático que explicaba que la variabilidad en la inteligencia es mayor entre los hombres que en las mujeres (esto es, que hay más hombres geniales, pero también más estúpidos). El estudio pasó la preceptiva revisión por pares; se desechó su publicación por las presiones de diversas asociaciones feministas. Y es que, para este trastorno del pensamiento, la ciencia solo es buena cuando se arrodilla.
Dice André Lapied (en La ley del más débil o genealogía de lo políticamente correcto) que la corrección política «no es, ni pretende ser, coherente», porque «no constituye una doctrina, sino más bien una forma de reaccionar ante las cosas, una sensibilidad sui generis». Para proseguir con su demente agenda de retroceder a tiempos en los que se tapaban bocas, la PC —por sus siglas inglesas; qué maravillosa coincidencia— se apoya en la ideología emotivista, esto es, en el inexistente derecho a no ser ofendido, en la primacía de la sensibilidad sobre la verdad. El lenguaje es, obviamente, uno de los campos de acción predilectos; ya advirtió Antonio Gramsci que el dominio social se alcanza a través de la cultura hegemónica. En su variante blanda, los ataques se resuelven en un aquelarre de eufemismos; pero ahí rara vez se detienen. La empresa de violentar las palabras ha llegado tan lejos que ya hay metafóricos GEO apostados a las puertas de la Real Academia de la Lengua. Conviene recordar que, en cuanto a lo hablado, los diccionarios son el lugar donde reside la soberanía del pueblo, un reducto de resistencia contra quienes totalitariamente aspiran a imponer su neolengua. Si quieren saber más sobre el asunto, no duden en leer esto de Esperanza Ruiz.
La tolerancia liberadora significaría, pues, intolerancia frente a los movimientos de derechas y resignación frente a los de izquierdasHerbert Marcuse
La corrección política es el púlpito de quienes quisieron derribar todos los púlpitos; el imperialismo ideológico de quienes se dicen antiimperialistas. También es el campo de juego de los pelmazos. Los políticamente correctos son idiotas bierceanos. Como escribe Ambrose Bierce en su Diccionario del diablo, «la actividad del idiota no se limita a ningún campo especial de pensamiento o acción, sino que “satura y regula el todo”». Esto explica por qué este idiota-PC se nos hace tan cargante, por omnipresente y fragoroso. Este espécimen, añade Bierce, «siempre tiene la última palabra; su decisión es inapelable. Establece los modos de opinión y el gusto, dicta las limitaciones del lenguaje, fija las normas de conducta». Es una suerte de cuñado político que se las da de ilustrado, aunque no pasa de idiota.
Si esta lacra vino para reducir la tensión en el mundo, lo cierto es que ha conseguido, con la imprescindible connivencia de las redes sociales, justo lo contrario: mucha más ira, rencor, hostilidad e intolerancia. Hoy somos diariamente empujados a una guerra de todos contra todos, para beneficio de los intermediarios (los traficantes del circo mediático, la mayoría de los parlamentarios), y alegre e insensatamente liquidamos una de las grandes conquistas de la democracia: el pluralismo. Necesitamos más discursos, no que la policía del pensamiento único nos trate como incapaces. Queremos oír todas las voces, razonar como seres libres. Estamos saturados de superioridades morales y otras condescendencias afines. La única manera de formar un juicio propio en libertad es exponerse a todas las posturas; la ocultación de algunas de ellas solo consigue su morbosa revalorización por la vía de la ignorancia. Enfrentarse a ideas que a uno no le gustan es el único camino hacia la lucidez y la ciudadanía adulta. Échense a un lado, robespierres de emoticono, y déjennos disfrutar de nuestros cerebros.
Amparados en un Pictoline sobre algo extraído de Karl Popper que no solo es una nota al pie de una obra —La sociedad abierta y sus enemigos— que jamás han leído, sino que además sostiene lo contrario de lo que Popper dijo, los capitanes de la corrección política azuzan a sus cachorros para que sean «intolerantes con los intolerantes». Tal es, damas y caballeros, la profundidad intelectual de esta difusa intelligentsia. No fue sir Karl Popper, sino Herbert Marcuse, el pope de Mayo del 68, quien habló de una «tolerancia represiva» y trazó el plan de combate:
Pero esta tolerancia no puede ser indiscriminada e idéntica con respecto a los contenidos de expresión, ni de palabra ni de hecho; no puede proteger falsas palabras y acciones erróneas que de manera evidente contradicen y frustran las posibilidades de liberación […] Aquí ciertas cosas no pueden decirse, ciertas ideas no pueden expresarse, ciertas orientaciones políticas no pueden sugerirse, cierta conducta no puede permitirse sin hacer de la tolerancia un instrumento para el mantenimiento de la sumisión abyecta.
Tras mofarse de la posibilidad de que el pueblo pueda, democráticamente, elegir, y por si quedaba alguna duda, Marcuse concluye: «La tolerancia liberadora significaría, pues, intolerancia frente a los movimientos de derechas y resignación frente a los de izquierdas».
Creer que se puede controlar la corrección política es como pensar que puedes criar un oso pardo en casa. De un día para otro, la criatura se hace grande y de ser un adorable juguete para los hijos pasa a comérselos. La cultura de la cancelación —que ya provoca numerosas muertes civiles— no es más que la culminación ponzoñosa de este fenómeno; las estatuas derribadas, una performance grandilocuente de lo mismo. Cómo será la cosa que ha debido nacer, en la mal llamada «era del conocimiento», una Intellectual Dark Web para los exiliados del pensamiento único, en la que están intelectuales de primera línea como Jordan Peterson, Jonathan Haidt y Douglas Murray, activistas indispensables como Ayaan Hirsi Ali y bastiones del pensamiento crítico como Claire Lehmann o Michael Shermer. Y con qué no habrá arramplado el tsunami para que Stephen Fry, activo militante del Partido Laborista, se despache con esto: «Es una extraña paradoja que los liberales no lo sean en sus demandas de libertad. Son excluyentes en sus demandas de inclusividad. Son homogéneos en sus demandas de heterogeneidad. Son, de alguna manera, poco diversos en sus demandas de diversidad».
De Bernardo de Claraval es esta sentencia que nunca caduca: el infierno está empedrado de buenas intenciones.
Hemos de considerar que si «los otros» han «ganado la batalla cultural» es precisamente porque han elegido el campo de batalla, el escenario que conviene al despliegue avasallador del expresivismo individualista.
Las redes sociales tienden al monopolio de forma natural. Precisamente porque están basadas en la interacción social, las personas buscamos la herramienta que aglutine el mayor número de usuarios posibles, de forma que esta acabe resultando práctica.