Alejo Vidal-Quadras | 06 de mayo de 2019
Las cúpulas mediocres y oportunistas han condenado a la extinción al Partido Popular, que pronto será historia.
Los partidos políticos, como los individuos y como los imperios, nacen, crecen, viven y mueren. El resultado de las recientes elecciones generales ha marcado el principio del fin del Partido Popular, la formación creada por Manuel Fraga, recreada por José María Aznar y reducida a la nada por Mariano Rajoy y su oficial mayor, Soraya Saénz de Santamaría.
La utilidad de una fuerza política en las democracias consiste en defender unos valores morales y en representar unos determinados y legítimos intereses económicos y sociales. La adhesión a unas siglas tiene, por consiguiente, componentes emocionales y racionales.
Cuando un votante católico practicante de renta media o alta y de acendrado patriotismo español deposita su papeleta en favor de una opción electoral desea un Gobierno honrado, impuestos moderados, exhibición orgullosa de los símbolos nacionales y de nuestras glorias pretéritas, seguridad en las calles, protección de la vida humana desde el momento de su concepción hasta su extinción, trato deferente a la enseñanza concertada, libertad para educar a sus hijos de acuerdo con sus principios, buenas infraestructuras, justicia independiente y rápida, severo castigo a los criminales y derrota sin paliativos de los separatistas catalanes con todas las herramientas del Estado de derecho y de la coacción legítima a cargo de los cuerpos de la Policía y de la Guardia Civil.
En cambio, un mileurista de ética relativista, tendencias igualitaristas y dificultades para llegar a fin de mes apoyará propuestas que aprieten fiscalmente a “los ricos”, la educación pública, el aborto, la república, la subida del SMI, un mercado laboral rígido y protector del que tiene empleo, el feminismo radical, la construcción de viviendas VPO con alquileres muy bajos y un referéndum de autodeterminación en Cataluña.
Una trayectoria que, trufada de corrupción y de progresiva dilución ideológica, ha culminado el pasado 28 de abril en el peor resultado de la historia
Así podríamos ir describiendo arquetipos de nuestra sociedad que, dependiendo de sus convicciones, situación personal, familiar y laboral, orientación sexual, nivel de ingresos, lugar de residencia y otros factores, elegirán una u otra papeleta para depositarla en la urna.
El primero en hincar la pala en la tierra para cavar la tumba del PP fue José María Aznar en 1996, al desmantelar su partido en Cataluña y renunciar a dar la batalla de las ideas en esta comunidad para complacer a un Jordi Pujol al que necesitaba para gobernar en Madrid.
Este fue el momento inaugural de una trayectoria que, trufada de corrupción y de progresiva dilución ideológica, ha culminado el pasado 28 de abril en el peor resultado de la historia de la hasta hace poco organización hegemónica del espacio liberal-conservador en España, anuncio implacable de su rápida jibarización en los meses que vendrán.
Si un partido supuestamente a favor de la libre empresa y de la competitividad como medios de generar riqueza y empleo se entrega a políticas socialdemócratas castigando a las clases medias con elevados tributos, manteniendo una estructura territorial despilfarradora y un entramado de organismos públicos inútiles y clientelares, sin tomar apenas medidas efectivas para reducir el gasto de la Administración, ¿cómo supone que reaccionarán sus votantes?
Si unos políticos de los que se espera preserven con coraje y decisión la unidad de la Nación y el respeto al orden constitucional caen en la pasividad más pusilánime mientras se prepara ante sus ojos un golpe de Estado para liquidar a España y la obra de la Transición, golpe al que para mayor bochorno financian las arcas del Tesoro, ¿qué creen que harán sus militantes y simpatizantes, aplaudirlos?
Si los casos de corrupción se multiplican en sus filas, ¿no deberían los máximos responsables de una fuerza política dimitir o, por lo menos, actuar con contundencia contra los infractores, en lugar de mostrar la más olímpica indiferencia y aguardar a que escampe la tormenta?
La naturaleza tiene horror al vacío y, lógicamente, han aparecido dos nuevos actores para llenar el campo abandonado por el PP. Por un lado, los votantes nacionalistas españoles de moral tradicional han encontrado en VOX el cauce adecuado para sus aspiraciones y creencias y, por el otro, los votantes liberales ilustrados, europeístas y cosmopolitas de moral laica se han ubicado cómodamente en Ciudadanos para hallar satisfacción a sus gustos estéticos y a su cosmovisión.
En el PP queda una estructura territorial deshuesada y unos restos de poder institucional que el 26 de mayo reducirá a vestigios
El intento loable de Pablo Casado de recuperar el terreno perdido ha sido tardío e incompleto. El mal causado es ya demasiado profundo y los remedios a aplicar, demasiado dolorosos. La prueba está en que la reaparición estelar de Aznar no solo no ha contribuido a devolver credibilidad al proyecto, sino que ha sido incluso contraproducente.
El PP pronto será historia, reemplazado por dos partidos a los que Rajoy, en inspirado exabrupto, desterró a la totalidad de sus bases. En efecto, los liberales se han mudado a Ciudadanos y los conservadores, a VOX. En el PP queda una estructura territorial deshuesada y unos restos de poder institucional que el 26 de mayo reducirá a vestigios de lo que pudo ser el gran referente del liberalismo en la España del siglo XXI y que unas cúpulas mediocres, venales y oportunistas han condenado a la extinción.
Frente a esta posible “desaparición del PP” que plantea el autor, Alejo Vidal-Quadras, Luis Núñez Ladevéze critica que no se opte por sumar esfuerzos para renovar un partido sólido de centro-derecha.
Una sangría de 6.5 millones de electores que engrosan las filas de Ciudadanos y VOX.
El PSOE gana las elecciones generales y conducirá al país a un parón ante la inminente crisis.