Armando Zerolo | 06 de julio de 2021
La realidad es que justicia y perdón nunca debieron separarse, porque el perdón injusto es la mayor ofensa que se puede hacer a las leyes de la ciudad y, por tanto, al orden que se pretende defender.
“La piedad no se exige, se implora”, decía Shakeaspeare en la comedia de enredo “El mercader de Venecia”. Y hoy debemos recordarlo cuando de nuevo nos vemos inmersos en otro enredo que tiene más de tragedia que de comedia. El indulto político a los presos condenados por sedición ha convertido a la Constitución y a los defensores de la ley en los culpables, y a los delincuentes en víctimas. Esta subversión del orden lleva a la afirmación más cínica que se puede hacer en términos políticos: “La justicia ha cumplido su papel, ahora es el momento de la política”. El utilitarismo explícito así expresado significa que la ley es un instrumento neutral subordinado al interés de la política, y que lo que es bueno hoy, mañana no lo será porque han cambiado los intereses del poder. Esto no tiene nada que ver con el perdón.
Del perdón se ha dicho mucho en estos días, pero en ocasiones de manera muy parcial. Es el acto más gratuito, el don más grande (per-don) y, por tanto, uno lo puede ofrecer al otro porque sí, sin esperar nada a cambio y, sobre todo, sin exigirle dar el primer paso. De hecho, así debería ser, pues esperar cualquier tipo de reciprocidad en un acto gratuito es pervertir la donación para convertirla en posesión. No, el perdón no exige nada, no nos equivoquemos, aunque es cierto que para ser perdonado también hay que quererlo, hay que reconocer el mal cometido, y mostrar la voluntad de no volver a hacerlo. La que exige es la justicia, y es de esto de lo que debemos hablar sin convertirnos en justicieros.
La perversión de los significados del perdón y la justicia con el pretexto del indulto socaba los fundamentos de nuestra concepción de la justicia y de nuestro orden constitucional
No era necesario llevar la solución al ámbito moral, no es un problema de perdón, es más bien una pésima comprensión de la equidad. La equidad es un principio de aplicación de la ley para los casos en los que aplicar el precepto tal y como está establecido produce un mal mayor al que se pretende evitar. Ninguna norma puede comprender todos los casos particulares, y hay excepciones que justifican la norma. La perversión de los significados del perdón y la justicia con el pretexto del indulto socaba los fundamentos de nuestra concepción de la justicia y de nuestro orden constitucional. Formalmente el Ejecutivo tiene la potestad de dejar sin aplicación un castigo impuesto por la ley, pero no tiene el derecho de cometer un fraude de ley, ni legitimidad para fundarlo en principios morales o incluso religiosos.
El indulto no está previsto en ningún caso como una vuelta a la vía absolutista para que el poder ejecutivo sitúe la política por encima de la justicia. Hablar de perdón, inculpando al orden legal, y convirtiendo al culpable en víctima, nos sitúa a todos como protagonistas de una tragedia en la que nunca quisimos participar. La piedad, por tanto, como decía Shakespeare, quizás el moderno que mejor entendió el significado pleno de la justicia, no se exige, no es un derecho, no se chantajea con ella y no es negociable.
Esta es la parte más sencilla de explicar y la más difícil de comprender para una parte de la izquierda, no sabemos si por ánimo partidista o por inclinación despótica. La parte más complicada, no obstante, viene a continuación, y hay que asumir que cierta derecha anclada en la dureza y en la pureza de los principios no parece dispuesta a comprenderlo, aunque su tozudez le lleve inevitablemente a la perpetuación de los conflictos sociales.
Sigamos con Shakespeare. El genio inglés utiliza la figura de Shylock, un judío fariseo que se agarra a la literalidad de la ley, para explicar que hay una dureza que roza la crueldad. La ley cristiana es la ley del amor, la ley de la misericordia, mientras que la ley pagana, como explica Remi Brague en “La ley de Dios”, es una ley dura que no conoce el perdón. Shylock ha prestado una importante suma de dinero a Antonio garantizada con una libra de carne “lo más próxima al corazón” que se cobrará en caso de impago. La empresa de Antonio fracasa y el judío reclama en el juicio su prenda, la libra de carne. No acepta ni el triple de lo prestado, porque lo que quiere es que se cumpla el pagaré tal y como está redactado, sin compasión. El abogado de Antonio intenta convencerle con los principios de la justicia universal:
“La piedad no se impone por la fuerza, cae como la suave lluvia de los cielos sobre lo que se extiende bajo ella. Es dos veces bendita, glorifica a quien la da y a quien la recibe, vive en los corazones de los reyes. Es como un atributo de Dios mismo, y el poder terrenal casi se acerca al de Dios cuando logra templar con la clemencia la justicia. Si sigue su curso tal justicia no habrá ni uno de nosotros que encuentre salvación. Si tanto hablé fue para persuadirte a calmar los rigores de esa dura justicia que demandas.”
Pero Shylock no atiende a las razones y exige sin compasión lo que es suyo, a lo que el juez accede sin objeciones, pues la justicia no puede saltarse lo acordado y negar lo debido, “lo que es de cada uno”. No obstante, la exigencia de la libra de carne pone en evidencia que hay una justicia literal que es cruel, propia del mismo Satán. Hay que cumplirla, de eso no hay duda, a no ser que medie un perdón voluntario por parte de la víctima. La clemencia se implora, no se exige. Pero sin clemencia la dureza de la justicia literal se puede volver en contra, porque esa justicia humana es ciega, es pura, y no entiende de matices.
Muerte y vida, castigo y perdón, son pares dialécticos que van de la mano en la tortuosa historia de la justicia humana
Ni un gramo más de carne se puede cobrar Shylock, ni una gota de sangre, ni la diferencia del peso de un cabello. Eso ya sería injusto según la lógica de una justicia pura, textual y absoluta que nos gusta cuando la aplicamos a los demás, pero que aborrecemos cuando nos toca a nosotros. Shylock es incapaz de cobrarse una libra de carne, no puede aplicar la justicia dura que exige, porque es tan inhumana como sus exigencias. Al final es él mismo, el duro y justo, el que implora piedad, y el tribunal y Antonio le dan una lección de justicia al concedérsela y perdonarle la vida. Eso también es justicia y es necesario decirlo, porque son muchos los Shylocks contemporáneos que niegan que la palabra perdón tenga nada que ver con los hechos políticos que nos ocupan.
Muerte y vida, castigo y perdón, son pares dialécticos que van de la mano en la tortuosa historia de la justicia humana. Hoy lamentablemente aparecen desquiciados e ideologizados, como si la pena de muerte y el castigo fuesen de derechas, y la disposición libre sobre la propia vida y el perdón fuesen de izquierdas. La realidad es que justicia y perdón nunca debieron separarse, porque el perdón injusto es la mayor ofensa que se puede hacer a las leyes de la ciudad y, por tanto, al orden que se pretende defender. Pero la justicia sin perdón nos lleva a prolongar indefinidamente los conflictos.