Juan Milián Querol | 06 de septiembre de 2019
Las palabras de Michael Ignatieff son puentes entre culturas. El pensador canadiense considera que el nacionalismo cívico es el único antídoto contra el nacionalismo étnico.
Es el cosmopolita perfecto. De padre ruso y madre inglesa, educado en Estados Unidos y con una carrera profesional en Canadá, Reino Unido y Francia. Ha impartido clases en universidades como las de Oxford, Cambridge y Harvard. Es politólogo y comprobó lo difícil que es ganarse el “derecho a ser escuchado” cuando fue político. Cosechó un fracaso electoral histórico como líder del Partido Liberal de Canadá. Sin embargo, sus reflexiones sobre el nacionalismo merecen ser escuchadas. Como Amartya Sen o Amin Maalouf, Michael Ignatieff es un pensador con pertenencias tan variadas, e incluso contradictorias, que puede pensar sobre la identidad con la perspectiva sociológica necesaria. Sus miradas atraviesan fronteras y sus palabras son puentes entre culturas.
Sangre y Pertenencia. Viajes al nuevo nacionalismo
Michael Ignatieff
Malpaso Ediciones
309 págs.
23€ | e-book: 7.99€
Ignatieff viajó para entender el nacionalismo. No se tenía que curar de nada. Rodó una serie de reportajes para la BBC, recorriendo Croacia, Alemania, Ucrania, Kurdistán o Irlanda del Norte. Y, de ahí, surgió su sugerente libro Sangre y pertenencia. Viajes al nuevo nacionalismo. Publicado en 1993, Ignatieff ya ilustraba un debate que hoy, más de un cuarto de siglo después, llena librerías, periódicos y redes sociales, a saber, el conflicto entre cosmopolitas y nacionalistas o, en otra de sus vertientes, entre liberales y populistas. Tras la caída del muro de Berlín y el aparente triunfo de los valores liberal-democráticos, pocos podían pensar que el regreso a la tribu iba a caracterizar los inicios del siglo XXI. Ignatieff nos lo advirtió: “Silbábamos en la oscuridad. Lo que estaba reprimido ha vuelto, y su nombre es nacionalismo”.
Pero, ¿qué es? Nuestro autor lo define como “la idea de que los pueblos están divididos en naciones y que cada una de esas naciones tiene derecho a la autodeterminación, bien como unidades de autogobierno dentro de estados nación ya existentes, bien como estados nación mismos”. Esta idea, en principio, no debería ser perjudicial para la paz y la convivencia.
La cuestión es qué tipo de nacionalismo; qué es para él la nación. En este sentido, puede ser “cívico” si “considera a la nación como una comunidad de ciudadanos iguales poseedores de derechos, unidos por un vínculo patriótico a un conjunto compartido de usos y valores políticos”, independientemente de la raza, la fe o la lengua. En este caso “lo que mantiene unida una sociedad no son unas raíces comunes sino la ley”. Sin embargo, el nacionalismo también puede ser “étnico” si “defiende que los vínculos más profundos de un individuo son heredados, no elegidos”. Una manera de entender la nación que a menudo tiene dificultades para ser aceptada por toda la sociedad y acaba degenerando en prácticas nada democráticas.
Algo que entonces no teníamos tan claro, ahora nos parece obvio: ni la democracia liberal más avanzada es inmune al resurgir del nacionalismo agresivo. La crisis económica y el resentimiento que ha forjado en unas clases medias que se sienten vulnerables tiene algo que ver. El nacionalismo promete recuperar el control. Ofrece esperanzas al que se siente desamparado o débil, aunque las decisiones económicas tomadas en clave nacionalista suelen generar más pobreza y menos oportunidades. No obstante, la economía no es la principal causa de la eclosión nacionalista.
Silbábamos en la oscuridad. Lo que estaba reprimido ha vuelto, y su nombre es nacionalismoMichael Ignatieff
El nacionalismo es una retórica política que permite diluir la rendición de cuentas; es poder sin responsabilidad, lo que ineludiblemente conduce a la vulneración de derechos y libertades individuales. Es una tentación mayúscula para políticos oportunistas, ya que permite culpar siempre al otro. Así, el nacionalismo, en palabras de Ignatieff, ofrece “una coartada para el barbarismo”, porque “ningún cinismo, ningún crimen, ninguna atrocidad grande o pequeña, dejará de ser perdonado si las palabras «nación», «pueblo», «derechos» y «libertad» se espolvorean delicadamente por encima”.
El nacionalismo que más conoce, y también sufrido, personalmente es el quebequés. En esta provincia canadiense, los Gobiernos nacionalistas han implementado políticas que algunos bien conocemos en nuestro país. Desde las políticas de inmigración y educativas que pretenden la imposición de una lengua sobre la otra hasta “la policía del idioma”, que “se encarga de ir a las pequeñas ciudades del este, despreocupadamente bilingües, para fotografiar diminutos carteles en inglés en tiendas de barrio”.
Recordemos que el libro se publicó en 1993, dos años antes de un referéndum independentista que no fue precisamente la fiesta democrática que sus promotores habían prometido, y ya por entonces Ignatieff denunció que “cien mil anglófonos se han marchado de Quebec desde que el primer gobierno independentista fue elegido en 1976”, “pero los manuales de los colegios de Quebec no cuentan la historia de estos inmigrantes”.
El debate racional es imposible con el nacionalismo, ya que este es, sobre todo, un sentimiento. “Es un idioma de fantasía y evasión” y “es un discurso que grita, no solo para ser escuchado, sino también para convencerse a sí mismo”. El proceso separatista catalán es un claro ejemplo. Durante los últimos años, los líderes nacionalistas no han dejado de incumplir sus promesas, sus discursos han sido contradictorios e, incluso, infantiles; y, con todo, el contraste con la realidad no ha mermado prácticamente su apoyo social.
Es una ilusión que ilumina hasta provocar ceguera. Además, el nacionalismo dificulta la negociación al tratar cualquier disputa como una cuestión de honor y dignidad. De este modo, para el nacionalista todo es un juego de suma cero. “La victoria de un bando solo puede lograrse con la derrota total del otro. Cuando parece estar en juego la propia supervivencia, el resultado siempre es el de la violencia”, nos indica Ignatieff.
El nacionalismo es una tentación mayúscula para políticos oportunistas, ya que permite culpar siempre al otro
¿Qué hacer? El nacionalismo étnico no se supera con un discurso de racionalidad insulsa. Es inmune a hechos y datos. Tampoco sirve un nacionalismo simétrico. Un enemigo con el que retroalimentarse es lo que más desea y lo que más lo alimenta. La conclusión de Sangre y pertenencia es que “el único antídoto contra el nacionalismo étnico es el nacionalismo cívico, porque la única garantía de que los grupos étnicos puedan convivir en paz es que compartan la lealtad hacia un estado que sea lo suficientemente fuerte, justo y equitativo como para poder reclamar su obediencia”.
En entrevistas posteriores, Ignatieff ha usado otra terminología, como la del “patriotismo liberal”, que quizá nos sea más clara y útil. Es una conclusión parecida a la que alcanza Maurizio Viroli en un libro que también acaba de ser reeditado, Por amor a la patria. Sea como sea, la batalla será larga e implicará también a futuras generaciones. Y es que, después de recorrer el mundo, Ignatieff vio claro que “solo un tonto podría pensar que la historia está del lado de los cosmopolitas”.
Juan Milián Querol (Morella, 1981) es politólogo y político. Escribe en diferentes medios como The Objective y la edición de ABC en Cataluña. Su último libro es El acuerdo del seny. Superar el nacionalismo desde la libertad (Unión Editorial). Ha sido diputado del Parlamento catalán durante tres legislaturas y, actualmente, es coordinador general de Estrategia Política del PPC.
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