Álvaro de Diego | 07 de enero de 2020
Durante los primeros pasos de la Transición fue necesario un importante ejercicio de generosidad democrática de los dirigentes del PSOE «histórico».
A comienzos de 1976, apenas desaparecido Franco, echaba a andar el primer Gobierno de Juan Carlos I entre la incertidumbre y la esperanza. Con un presidente heredado, Carlos Arias Navarro, el peso de la iniciativa democratizadora recaía en su vicepresidente Manuel Fraga. El tempestuoso político se reunió el 2 de febrero con Rodolfo Llopis, antiguo ministro de Instrucción Pública de una Segunda República cuyo fantasmal Consejo de Ministros en el exilio había llegado a presidir. Llopis lideraba simbólicamente el PSOE «histórico», si bien había resultado descabalgado como secretario general del partido por la facción «renovadora» de Felipe González en Suresnes. De ello hacía poco más de un año y ahora acababa de regresar a España. Muy crítico con la desunión de la socialdemocracia, acusaba a González de ningunear al grupo de los del destierro y se revelaba visceralmente contrario al Partido Comunista y a su líder, un «Carrillito» al que acusaba de los más abyectos crímenes. Tanto es así que no presionaría para que se legalizara al PCE. En esto coincidía con el poderoso secretario de Estado norteameircano, Henry Kissinger y, en aquel momento, con el citado vicepresidente Fraga.
Llopis había quedado gratamente sorprendido a su regreso al país con la actitud de la policía, que se había limitado a abrirle paso entre las numerosas personas que acudieron a recibirle al aeropuerto. A su juicio, el Gobierno había abierto la mano, permitía las reuniones de su formación y se estaba adelantando «hacia unas formas políticas similares a las europeas», a las que se llegaría pronto. Pese a la crisis económica, y a falta de unas elecciones libres que daba por descontadas, creía a Fraga dispuesto a efectuar la transición democrática «sin desagradar» a los herederos más recalcitrantes del «régimen pasado». Así se manifestaba en declaraciones a la revista Blanco y Negro, donde precisaba hablar a título personal, y no en nombre de su partido.
El sincero acercamiento de Fraga a los «históricos» de México y al Partido Socialista Popular de Tierno Galván se proponía facilitar la participación de la socialdemocracia en el futuro juego democrático. A corto plazo, buscaba forzar la integración de un PSOE «oficial» aún manifiestamente «republicano, antiamericano, marxista y nacionalizador».
En abril, cuando la Comisión Mixta Gobierno-Consejo Nacional había concluido sus trabajos sobre la reforma política, el de Villalba autorizó la celebración del XXX Congreso de la UGT. El día 24 de nuevo Blanco y Negro abría su edición con un impactante titular: «EL SOCIALISMO HISTÓRICO DARÁ SU APOYO AL REY». Si Llopis había aprobado a título personal la operación Fraga, ahora le daba el visto bueno de manera oficial su facción política. Su Secretario de Relaciones Políticas, Manuel Murillo Carrasco, hijo de un médico republicano represaliado en la posguerra y sobrino de un alcalde socialista ejecutado en 1939, exigía la ruptura con el PCE y repudiaba toda tentativa de reconstruir un nuevo Frente Popular.
Por ello, rechazaba la Platajunta, el organismo de la oposición antifranquista apenas constituido, con similares argumentos a los esgrimidos por Fraga: al ser los comunistas sus verdaderos inspiradores, representaba «un instrumento de lucha contra el ‘régimen’, pero no una alternativa democrática». Por el contrario, Murillo postulaba sustituir al de Arias Navarro por un Gobierno de reconciliación nacional, formado por sus tres ministros liberales, esto es, Fraga, Areilza y Garrigues, así como por representantes liberales, de centro, demócrata-cristianos, socialdemócratas y socialistas. Nuclearía el gabinete la Reforma Democrática de Fraga que, con «el beneplácito del Ejército y la ayuda del Rey», llevaría al país a las libertades.
Suárez impulsó la Transición con participación destacada del PCE y de un socialismo que había asimilado la lección de generosidad de los ‘históricos’
A finales del mismo mes Fraga se entrevistó con Felipe González para lograr la participación de los socialistas en el sistema democrático en ciernes. Pese a que el encuentro no tuvo éxito, puede asegurarse que, de haber prosperado la operación gubernamental, el PSOE se hubiera comprometido con ella, como por entonces confiaron tanto Luis Yáñez al embajador norteamericano Wells Stabler como José Barrionuevo a José Miguel Ortí Bordás.
En julio de 1976 el Rey Juan Carlos depuso a Arias Navarro y con ello los proyectos de Fraga quedaron apartados en el desván de la historia. El presidente Suárez impulsó la Transición democrática con participación destacada del PCE y de un socialismo que había asimilado la lección de generosidad de los «históricos». No resulta mala lección ahora que un PSOE devaluado por un líder mediocre, opaco y sin palabra se apresta a caminar de la mano de todos los enemigos de la Constitución de 1978.
Esquerra no tiene ningún interés en la gobernabilidad del país, pero para ganar la hegemonía nacionalista desea un triple tripartito de izquierdas en Barcelona, Cataluña y España.
El PSOE parece haber olvidado las lecciones del pasado. La asimetría en el trato de Sánchez hacia golpistas y constitucionalistas supera todos los límites democráticos.