Daniel Berzosa | 07 de abril de 2020
Las circunstancias que se están viviendo hacen más importante que nunca que el Parlamento controle la acción del Gobierno. No es entendible que el Congreso permanezca cerrado y los diputados no alcen la voz.
La declaración de cualquiera de los estados extraordinarios previstos en el artículo 116 de la Constitución (alarma, excepción y sitio) no afecta al funcionamiento normal de las instituciones del Estado, como indiqué en mi artículo titulado «Estado de alarma: claves y consecuencias», del pasado 13 de marzo; y, en concreto, respecto del Congreso de los Diputados, establece que no se puede disolver (convocar elecciones) y, si no estuviera en periodo de sesiones, queda convocado automáticamente. Todas ellas son prescripciones coherentes y lógicas. En una democracia, si se confieren —constitucionalmente, por supuesto— poderes dictatoriales al Gobierno, el control de su actividad por los representantes del pueblo soberano es más imprescindible que nunca.
Sin embargo, cuando estamos a pocos días de cumplir un mes en esta situación de emergencia nacional y, desde el sábado pasado, sabemos que este Jueves Santo se va a aprobar que llegue al mes y medio —y el presidente del Gobierno ha anunciado que van a ser aún más…—; donde el Gobierno o sus delegados, entre otras medidas, han impuesto la reclusión general de la población y su geolocalización, la censura del derecho de información o la libertad de empresa; y los órganos de dirección de las Cortes y del Consejo General del Poder Judicial han acordado la suspensión del funcionamiento normal de sus respectivos poderes; la mayor parte de la oposición y la Institución Parlamentaria en su conjunto sigue desaparecida, confundiendo clamorosamente apoyo al Gobierno con control al Gobierno y a las otras instituciones esenciales del Estado.
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Y no puede valer, ni es aceptable que se diga que los parlamentarios no se pueden desplazar. No solo tendrían que haber sido los diputados y senadores (representantes de la soberanía nacional) eximidos expresamente de la prohibición de circular los que actuaran en el Pleno o en las comisiones de las Cortes con regularidad, sino que todos tendrían que haber exigido e impuesto que fuera así. Por su propia justificación, prestigio y dignidad. Y, en todos estos casos, para evitar la concentración y la proximidad —lo que es pertinente— y, como se ha hecho en los plenos de prórroga del estado de alarma, se podrían haber designado representantes por grupo parlamentario o político para desempeñar dicha misión.
Y esto, con más razón, si estamos en guerra, como se nos insiste desde la propaganda gubernamental para fortalecer la idea del enemigo común —que, efectivamente, aúna y ayuda a aceptar la adopción de medidas drásticas—, como ejemplo para el pueblo al que representan, para ofrecer de forma incontestable la visualización de la primera función política del Parlamento y que es precisamente esa, la de representar a la Nación, que, naturalmente, no puede reunirse en ningún caso. El Parlamento al frente de su Pueblo, controlando de forma continua a un Gobierno dotado temporalmente de poderes excepcionales.
Se ha dicho que, en una democracia, el Parlamento no se cierra ni en tiempo de guerra. Pero, dado que no se ha hecho así, o si, a causa de esta singular pandemia del coronavirus, hubiera sido lo adecuado, lo que no resulta comprensible ni es justificable ante la opinión pública es que, si estamos todos los que podemos —y somos muchos— teletrabajando con nuestros horarios habituales, e incluso más horas de las normales, teniendo todos los diputados —y los senadores— una tableta y un móvil que les regala el Congreso —y el Senado— no lo estén haciendo ellos.
La canciller federal alemana, Angela Merkel, ha afirmado de forma memorable que «al virus lo combatimos en democracia abierta; donde las decisiones se explican y se justifican; porque no vivimos del sometimiento, sino del conocimiento compartido». Esta afirmación adquiere una relevancia singular ahora; cuando se puede caer en el peligro del autoritarismo; porque la democracia es compleja y, por sus mecanismos, más lenta en sus reacciones; lo que, ante una urgencia, la puede hacer menos eficaz inicialmente. Pero, pese a todo, es mejor. O queremos creer que es mejor, y que no hemos retrocedido 250 años en la historia de la civilización occidental.
El Parlamento es el lugar política y constitucionalmente apropiado para la discusión sobre si la Constitución habilita al estado de alarma para restringir los derechos y libertades fundamentales que el Gobierno está imponiendo en las sucesivas normas que va aprobando o si habría que declarar el estado de excepción. Entre otras cosas, porque supondría recuperar el protagonismo del Congreso; dado que, mientras que este solo participa como autorizante de las posibles prórrogas en el estado de alarma, el contenido concreto que adopte el estado de excepción se discute y se fija en el Congreso.
Pese a los inconvenientes —más que problemas— que pueda ocasionar este cambio de eje, las Cortes, y el Congreso de los Diputados en particular, que cuentan con unos miembros responsables en su inmensa mayoría, deben recuperar precisamente ahora, en este exacto momento del devenir de la nación española, su posición como instancia central de la democracia frente a cualquier tentación autoritaria, excusada en la eficacia o en la emergencia.
Si la mayoría parlamentaria y la oposición, si el Gobierno de la nación y los autonómicos, si los otros poderes del Estado, si la opinión pública nacional —todo siempre con la atenta mirada de Su Majestad el Rey—, coinciden en el planteamiento general frente a la pandemia, y los medios de información así lo transmiten, se debe dar este paso para crear un verdadero marco de confianza institucional y de identificación del Pueblo, en su sentido más amplio, con sus representantes, que están en el Parlamento.
La norma política, en una democracia, cuando se desata una emergencia, y más si es una como la que nos asola con más de 13.000 muertos por coronavirus oficialmente en solo cuatro semanas, debe ser la de construir unidad y confianza en torno al consenso general. Y esto solo se puede hacer de forma correcta no dando la espalda —ni desde fuera, ni desde dentro— a la Institución Parlamentaria, que representa a la Nación.
La vida nacional está como en suspenso y, si sigue funcionando, se debe al admirable espíritu cívico, la generosa docilidad o el justificado pánico de todos los sectores de la sociedad española en el momento actual. La necesidad comprensible —y comprendida de forma ejemplar por el pueblo español— de que, cuando se desata una crisis de una magnitud como la pandemia del coronavirus, hay que actuar sin demora y con la contundencia oportuna para atajarla, no puede ser incompatible con la realidad misma de que los sistemas democráticos también actúan de forma eficaz. Nos estamos jugando la confianza en las instituciones representativas.
Los diputados y senadores, representantes de la soberanía nacional por elección democrática, no son símbolos. Son ciudadanos públicos, obligados constitucionalmente por su comportamiento en el marco de sus responsabilidades políticas. Es verdad que se pueden equivocar; pero, cuando fallan clamorosamente a la primera de sus altas funciones, que es la de dar voz al pueblo que representan, pierden su condición, y corren el serio riesgo de acabar desapareciendo.
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