Rafael Fayos | 07 de noviembre de 2019
En la distinción correcta entre derechos y deseos nos jugamos el convertirnos en una democracia sólida y madura o en una caricatura de la misma.
Nunca pensé que podría estar tan de acuerdo con una ministra socialista: “No existe el derecho a ser padre o madre, lo que existe es el deseo de serlo”. Así respondía la vicepresidenta Carmen Calvo a la pregunta sobre la maternidad subrogada de la diputada Patricia Reyes, de Ciudadanos, durante una sesión de control al Gobierno en el Congreso en junio de 2018. Lo que la ferviente feminista del PSOE quizás no sabía es que con sus palabras atacaba a uno de los dogmas de nuestra, entre comillas, “madura y progresista democracia”: la conversión de los deseos en derechos.
Caía en mis manos hace unas semanas un libro de Juan Manuel de Prada, La nueva tiranía, en el que se puede leer en relación a nuestra avanzada sociedad democrática que “los derechos pueden ser configurados a nuestro antojo, de tal modo que cualquier interés propio, cualquier pulsión o anhelo –por muy bestial que sea– puede obtener la protección jurídica”. Muchas reivindicaciones promovidas por los más variopintos colectivos siguen este esquema que, incluso rebasando las fronteras de lo humano, ya no solo reclaman derechos para nuestra especie sino para otras más o menos cercanas. No sé si conocen el Proyecto Gran Simio, que pretende constituir en una comunidad de iguales a la especie humana junto al gorila, chimpancé, bonobo y orangután.
¿Dónde está el origen de lo que a algunos les parece normal y a otros hace rasgarse las vestiduras? Antes de nada, quisiera hacer notar que las pretensiones jurídicas de las que estamos hablando suceden en los países del primer mundo. Aquellos pueblos que, curiosamente, están más en contacto con la naturaleza, y de algún modo siguen inmersos en ella, no alzan sus voces para equipar jurídicamente a animales y a humanos y carecen de imaginación para generar y exigir nuevos derechos. Es en el primer mundo del Occidente desarrollado donde encontramos este fenómeno. Es aquí donde el consumismo vertiginoso no solo sostiene nuestras economías, sino también repercute de modo directo en los individuos que vivimos en ellas, generando un nuevo hombre caracterizado por uno de los rasgos propios de la infancia: el capricho.
El filósofo Higinio Marín ya había hablado de esto hace años en su libro El hombre y sus alrededores: “La conversión de deseos en necesidades, que es crucial para la inducción al consumo, es también la lógica interna del ‘capricho’, de modo que todo nuestro sistema económico depende para su viabilidad de la generación en el sujeto de la morfología moral y psicológica del caprichoso”. Este modelo ha transitado de lo económico a lo jurídico y, así, muchos deseos, loables y dignos, adquieren la categoría de derecho y son reclamados con la vehemencia y la fuerza con la que un infante exige sus caprichos. No olvidemos que los niños pueden llegar a ser grandes tiranos y algunos ciudadanos también parecen aspirar a serlo.
Esta mentalidad está igualmente presente en el disfrute mismo de los derechos, de los que han desaparecido las obligaciones que emanaban de los mismos. Mientras reclamamos educación gratuita para todos, no exigimos el aprovechamiento por parte de los alumnos de los recursos que invertimos en ellos. Aprobar seis o doce créditos de los sesenta que comprende un curso académico en la universidad no es obstáculo para volver a matricularse el próximo año y al siguiente con el mismo resultado.
La conversión de deseos en necesidades, que es crucial para la inducción al consumo, es también la lógica interna del ‘capricho’,Higinio Marín, El hombre y sus alrededores
Es muy necesario, pues, que volvamos a distinguir entre un deseo y un derecho. Lo primero nace del corazón y puede ser o no loable y digno. Es un apetito, es decir, es una inclinación, propensión, tendencia a la realización de una acción o a la posesión de algo. Si se tienen los medios para alcanzarlo, quizás pueda ser complacido, pero en ningún caso exigido. Con los deseos hacemos presentes, regalos, sorpresas, pero nunca debiéramos permitir que fueran leyes.
Lo segundo, el derecho, emana de la naturaleza y dignidad de la persona. Su cumplimiento es una cuestión de justicia, es decir, de dar a cada uno lo que merece, lo que es suyo, en razón de lo que es o de lo que ha hecho y, por ello, es exigible. Por muy vehemente que sea un deseo nunca podrá ser un derecho y conviene recordarlo hoy en día. Nos jugamos en esta distinción el convertirnos en una democracia sólida y madura o en una caricatura de la misma, donde los ciudadanos son niños y el Estado, un abuelo bonachón que concede cualquier capricho con senil benevolencia.
Quizás sea esta la primera y la última ocasión en que esté de acuerdo con una ministra socialista, pero si repite estos ataques frontales al caprichismo jurídico y contribuye así a que nuestra democracia madure y se consolide como es debido, prometo repensar mi voto para el 10-N.
El caso de Noa Pothoven devuelve el foco al debate sobre el suicidio asistido en Holanda.
Este desagradable invento surge de la moda de llevar la defensa animal al más absurdo de los extremos.