Javier Redondo | 08 de marzo de 2021
El Gobierno evita regresar al kilómetro cero del uso ideológico e instrumental del virus para sofocar sospechas y concluir que, si lo hubiesen sabido con antelación, el 8M pasado no se habría celebrado.
El Gobierno se muestra precavido y su ministra de Igualdad sobreactúa y exagera su enojo por la suspensión en Madrid de las concentraciones en el Día de la Mujer. Irene Montero se apropia de una causa. No sabemos a ciencia cierta en qué momento las movilizaciones, manifestaciones y actos del 8M pasaron a denominarse «protestas». Pero ha sucedido y lo dice todo. Es una prueba inadvertida de que el feminismo en régimen de monopolio es sencillamente marxismo cultural, que conduce a la hegemonía por otros medios.
Una mujer que no sienta y se exprese en los términos que lo hacen los redentores del movimiento carece de conciencia objetiva de género o posgénero -posición- y asume la conciencia subjetiva masculino-burguesa. Anna Gabriel -¿se acuerdan?, reside en Suiza-, ideóloga del nacional-feminismo, ‘corriente’ de la CUP, lo teorizó inopinadamente hace un lustro; la emancipación de la mujer solo es posible en una sociedad sin clases: «Para crear a un niño hace falta una tribu» y propuso «tener hijos en común y colectivo», porque la familia es una institución burguesa -superestructura- [ella dijo dónde llegaba: «conservadora y pobre»].
En estos días, la diputada autonómica Isabel Serra -condenada por injurias y lesiones a una mujer policía- exigió desde el escaño que mantiene a la presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso: «Usted lo único que tiene que decirle al feminismo es gracias». La portavoz de Podemos en la Asamblea se refería, airada, a su furibundo feminismo, no al originario, ni siquiera al de verdad: ni a Emmeline Pankhurst o Emily Davison; Eleanor Roosevelt o Abigail Adams; Charlotte Corday o Madam Staël. Todas hicieron mucho más que parlotear en nombre de las mujeres. Montero y Serra tampoco se refieren al feminismo español de los 70, pues la Transición es objeto de derrumbe. Y ahí chocan con la vicepresidenta Carmen Calvo: «Perdona, bonita».
Para Podemos, la suspensión de la liturgia implica la ocultación del sentido de la efeméride. No hay religión sin culto. Hace unos meses, se nos animó con desenfado: «Total, si la Nochebuena es una noche más…». No se entiende tan poca sensibilidad con una ceremonia y tanto arrebato por la cancelación de otra. El Gobierno evita regresar al kilómetro cero del uso ideológico e instrumental del virus para sofocar sospechas y decididamente concluir que, si lo hubiesen sabido con antelación, el 8M pasado no se habría celebrado. Un año después, la sociedad, que no levanta cabeza en el fragor de las tres sangrías -pandémica, emocional y económica-, puede conceder, indulgente, que el Ejecutivo ignoraba el alcance y letalidad, pero no que desconociera los riesgos de la COVID. El Gobierno asumió la ventura de no suspender eventos masivos, porque Montero necesitaba exhibir su 8M contra Calvo. En el origen de lo que nos pasa está la naturaleza de la conformación del Gabinete.
Una disputa interna alrededor de una ley -de violencia sexual- distrajo de las advertencias de la UE, OMS y expertos y de las señales del sistema: casi 200 UCI, 200 sanitarios aislados en el País Vasco, el drama de Bérgamo, suspensión del Mobile Congress por las primeras deserciones de multinacionales chinas, las Bolsas temblaban y fluctuaban peligrosamente -apenas cuatro días después se hundió el Ibex, el mayor desplome de su historia-. El 31 de enero, un experto de Sanidad aconsejó ubicar el virus en el grupo 4 de gravedad por dos motivos: constituía una infección grave en determinados casos y no había vacuna. El Centro de Coordinación de Alertas y Emergencia Sanitarias lo situó en el Grupo 2. Fue una decisión política al margen de las evidencias por escasas que fueran.
El virus ha arrasado una generación, lastrado otras, arruinado a muchas familias y llevado al país a los 4 millones de parados y un millón de ERTE. Simón sigue en su puesto de portavoz del Gobierno para la pandemia
Díaz Ayuso ordenó cerrar los centros de día de mayores, restringir las visitas a las residencias y suspender la actividad universitaria -incluidas las prácticas en hospitales- en Medicina y Ciencias de la Salud el día 6 de marzo. En vísperas del 8M, el director del Centro de Alertas, Fernando Simón, anunció el brote de Haro, La Rioja, por un rápido contagio surgido en un funeral en Vitoria. Simón aludió al despliegue de la Policía para asegurar el cumplimiento de las cuarentenas y expuso, severo, que el contacto personal es causa de transmisión. Inmediatamente después, contestó a la pregunta de si aconsejaría a su hijo ir o ausentarse del 8M.
Respondió que no diría a nadie lo que tiene que hacer, pero que si se lo pregunta, «le diré que haga lo que quiera». Simón hizo una declaración política. El virus ha arrasado una generación, lastrado otras, arruinado a muchas familias y llevado al país a los 4 millones de parados y un millón de ERTE. Simón sigue en su puesto de portavoz del Gobierno para la pandemia. A mediados de abril, la fundación FEDEA publicó un estudio que concluía que adelantar una semana las medidas, tiempo vital para controlar propagación y adquirir material -somos el país con más sanitarios infectados- hubiera ahorrado el 60% de los contagios. Un año tarde, el Gobierno hace un ejercicio de prudencia, se absuelve sin contrición y exhibe el fastidio y mohín de Montero: «Muac-muac; la mano no», este año no.
La huelga feminista pretende ser un punto de inflexión en la lucha por la igualdad. La politización de esta iniciativa ha generado una polémica que analizamos en EL DEBATE DE HOY con diferentes voces autorizadas.
Gracias al feminismo radical, las mujeres tienen miedo a ser violentadas físicamente, y los hombres a serlo psicológica y legalmente. Este hecho vicia la relación entre ambos, que es la base de la familia.