Juan Pablo Colmenarejo | 09 de enero de 2020
La investidura de Pedro Sánchez ha sido una victoria del separatismo catalán y vasco en cualquiera de sus versiones, incluida la de los legatarios de ETA.
Hace veinte años y después de ganar las elecciones con mayoría absoluta en el Congreso y el Senado, el presidente José María Aznar propuso a sus socios durante la legislatura 1996-2000 entrar a formar parte del Gobierno. La idea sedujo a una parte de Convergencia i Unió, pero fue desestimada por el entonces presidente de la Generalitat, Jordi Pujol. Tras el acuerdo de 1996, Aznar pretendía dar un paso más para implicar al nacionalismo catalán en la gobernabilidad de España y, por lo tanto, en el modelo creado por la Constitución de 1978, basado en la lealtad a todas las instituciones democráticas sin excepción.
Pujol rechazó la idea, porque suponía implicarse para siempre con un todo, España, abandonando la privilegiada posición de parte. De haber alcanzado su propósito, Aznar conseguía, al compartir el Gobierno, mantener a la derecha liberal conservadora de Cataluña dentro de una posición común con el Partido Popular. La mayoría absoluta del PP se abría a la coalición con el nacionalismo catalán para apagar los rescoldos del agravio, aunque no le era aritméticamente necesario. Pujol vio la jugada de Aznar y la rechazó. Pero no solo eso, sino que advirtió al entonces presidente del Gobierno que el consenso constitucional ya no era suficiente y que dejaba de estar dentro del marco aceptado hasta entonces por la dominante burguesía catalana. Por lo tanto, ya en el año 2000, Pujol rompe con el 78 negándose a participar del Gobierno y trazando la raya que su sucesor, Artur Mas, cruzó en 2012 con el pretexto de la crisis económica.
La corrupción dentro del sistema político catalán -no era un oasis sino un barrizal- encontró en el colapso financiero de la crisis del euro una excusa perfecta para huir hacia delante, sin mirar atrás. La bandera tapaba todo, incluidos los porcentajes en las mordidas cobradas de manera sistemática. Durante los Gobiernos del PSOE y luego del PP, el nacionalismo aprovechó su oportunidad para ir construyendo la deslealtad, como sujeto político, cuyo estallido final tuvo lugar con el golpe a la Constitución en septiembre y octubre de 2017.
Durante décadas, las diferencias entre españoles se fueron agrandando sin que los dos principales partidos hicieran nada, dejándose llevar y, con ellos, el sistema constitucional de 1978. El crecimiento de los sentimientos identitarios, tan alejado de la igualdad entre los ciudadanos, ha corroído las estructuras políticas de España. Además, se ha presentado como progresistas a dichos movimientos identitarios que por naturaleza son reaccionarios. Esquerra Republicana se define de izquierdas, pero solo dentro de su imaginaria nación. No debe llegar un euro a Extremadura, Andalucía o allá donde la redistribución lo haga necesario, porque no pertenecen a los países catalanes. Quim Torra y otros dirigentes de la antigua Convergencia defienden posiciones similares a la extrema derecha francesa o buscan cobijo, como es el caso de Carles Puigdemont, en los partidos de Flandes que en su día fueron filiales del nazismo alemán durante la invasión de Bélgica.
La investidura de Pedro Sánchez ha sido una victoria del separatismo catalán y vasco en cualquiera de sus versiones, incluida la de los legatarios de ETA que, ya sin capucha, esparcen su supremacismo como si fuera estiércol después de repartir tiros por la espalda para abatir a la democracia del 78. Pedro Sánchez ha obviado que Alfredo Pérez Rubalcaba anunció la derrota de los pistoleros etarras, pero no de sus albaceas, a quienes había que combatir, que no es lo mismo que negociar su abstención. Lo peor de esta investidura ha sido el silencio de Sánchez ante los portavoces del partido que antes formaba parte de una banda terrorista.
La gran paradoja de su elección como presidente del Gobierno, por primera vez en una investidura, es que los votos de representantes de millones españoles sometidos a los privilegios de los independentistas vascos y catalanes durante décadas, empezando por los del PSOE, van a permitir la culminación de un plan que, a los de Teruel como al resto de ciudadanos, los rebaja a súbditos de esos pueblos que se consideran distintos, luego superiores, en raza y lengua. Un puñado de estaciones de Renfe y una autovía no se merecen tanto. Cuando Cataluña y el País Vasco disfruten de su soberanía nacional dentro de un Estado artificial, lo que ya no existirá es la España constitucional del 78. Lo que venga después ya no tendrá sentido ni para Teruel e importará un comino cómo vocean desde el partido del sedicioso Oriol Junqueras.
Durante los primeros pasos de la Transición fue necesario un importante ejercicio de generosidad democrática de los dirigentes del PSOE «histórico».
La imagen de la veleta que cambia su dirección con el viento se queda corta para el príncipe Sánchez. Mucho puede enseñar Maquiavelo de todo ello.